EL GOBIERNO DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Por Eduardo A. Bohórquez

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1. Democracias juguetonas

Hemos hablado y escrito sobre la democracia hasta el cansancio. La seguimos esperando. Quisiéramos que una mañana feliz todos tuviésemos nuestro espacio democrático favorito: un gobierno eficiente y honesto; una economía de mercado cuya distribución del ingreso despejara el vacío entre ricos y pobres; elecciones limpias y transparentes. Bastaría seleccionar una experiencia democrática favorita y trabajar por ella para que nuestra idea de transición quedara conclusa. Pero sería insuficiente; no todos tenemos la misma idea de democracia. Y no todas las democracias pueden alcanzarse y vivirse de forma simultánea. La razón para esto —la más antigua y la mejor difundida— es la permanente incompatibilidad entre nuestro ideal democrático y la experiencia cotidiana. Ya sea a través del tamiz marxista, dividiendo teoría y praxis, o en la lectura liberal de Robert Dahl, las democracias no son, sino que parecen.

El ideal democrático siempre estará más allá de lo que nuestros gobiernos pueden ofrecer tras la negociación política de todos los días. De ahí la permanente necesidad de la soberanía popular y la representación política: agentes de la sociedad destinados a ser el recordatorio puntual de lo que ocurre en la calle. Una vez más, si nos atenemos a la teoría. Además, subyace un trágico complemento en las sociedades: la gente no es demócrata, sino que cree (o deja de creer) en las instituciones de la democracia. La dictadura alemana que provocó la Segunda Guerra Mundial nació con la democracia. También los eran los gobiernos estadunidenses que enviaron tropas a Corea, Vietnam, Panamá o Kuwait. Las sociedades los respaldan. Los índices de popularidad suben o bajan de acuerdo con los afanes nacionalistas y las acciones militares. Unos puntos de popularidad pueden ser incluso un factor determinante para la guerra: los gobiernos saben que enfrentar un enemigo externo fortalece la unidad nacional y que convoca a las fuerzas sociales en torno a la defensa de la patria, y esta última, una abstracción más, sólo puede ser representada por el gobierno.

La sutileza de este juego de espejos tiene enormes implicaciones. Los mexicanos, dice una frase que suena a refrán, queremos democracia: buscamos tener una voz en el gobierno, ser escuchados, ocupar los lugares de aquellos hombres que constantemente fracasan en sus afanes de eficiencia económica o política: "Si nos dejaran, nosotros haríamos mejor las cosas." La paradoja es que una democracia política no puede darse el lujo de probar la razón de este argumento. En silencio, los hombres y mujeres educados que gobiernan los países o viven en la oposición política saben que la democracia directa no funcionaría o que no se puede correr el riesgo de que esa parte iletrada de la sociedad gobierne. Los volúmenes de información que se manejan, la escasez de recursos, la disociación entre gobernantes y gobernados, parecen problemas demasiado intrincados para dejarlos en manos de una sociedad que, aunque en lo general ha alcanzado un promedio de estudios de primero de secundaria, en la práctica encuentran dificultades para aprender y comunicar lo que saben. Lo ha descrito con inteligencia Thomas Carlyle, la democracia es el concurso de las voces que logran hacerse escuchar. Y estos grupos, vale la pena recordarlo, nunca son escuchados. Unos y otros disputan representar su voz, o acaso intentar dárselas. Pero pocas veces podemos escucharlos sin caer en complacencias nostálgicas o silencios fastuosos. Decía uno de mis maestros con motivo del problema indígena: no se trata de hablar de ellos, ni de hablar por ellos, sino de hablar con ellos.

2. El tamaño de los problemas

La principal amenaza de las democracias incipientes y las consolidadas es la ingobernabilidad. La razón para ello estriba en la naturaleza misma de las formas de gobierno con división de poderes. La posibilidad de transformar la realidad está definida por la capacidad para proponer al concurso de las fuerzas sociales un proyecto y cumplir sus objetivos, Es por ello que la ingobernabilidad, en principio dentro del sistema de partidos o en el ámbito legislativo, pero con frecuencia denotado por las movilizaciones sociales y los grupos de resistencia antisistema, se convierte en el estigma más frecuente de los gobiernos inmóviles. La parálisis, sin embargo, no se ubica siempre en el terreno del otro, del Poder Legislativo, de la sociedad insatisfecha. Hay también un olvido recurrente en los gobiernos sobre las jerarquías de los problemas. Los gobiernos dejan de lado los temas que no están en su agenda de prioridades o en los primeros sitios de sus listas. Y en ocasiones lo hacen porque consideran que están maniatados por las reformas estructurales y la insistencia de los factores más evidentes de poder. Los pequeños problemas, esa lista de cuestiones que preocupan a los ciudadanos comunes y corrientes son dejados de lado; suenan a temas cursis o producto de la ignorancia y las telenovelas, cuando menos hasta que estos no se convierten en fenómenos de opinión pública, en eventos que ponen en entredicho la congruencia misma de un sistema político. Los reclamos, hay que insistir en ello, no se desarrollan en el marco de las grandes teorías, sino como consecuencia de carencias o acciones que adquieren difusión y han de incluirse en la agenda política. El problema del precio del transporte público, por ejemplo, no depende tanto de las buenas intenciones urbanísticas como del riesgo de encontrar movilizaciones sociales, huelgas de grupos de concesionarios organizados o un problema crónico en el medio ambiente.

Lo mismo sucede con las acciones democráticas: la forma de gobierno pierde relevancia, por encumbrada y eficiente que suene, si no hay una correspondencia entre la vocación de la forma de gobierno (su condición ideal) y las exigencias sociales (vida cotidiana del sistema político). Lo que resuelve un modelo democrático —mencionarlo parece insistir en un perogrullo que se olvida fácilmente— es la responsabilidad de los grupos gobernantes frente a los problemas concretos. A respuestas insuficientes, un número de votos inversamente proporcional. A menor responsabilidad gubernamental, menor apoyo social.

Puede ser que esta correlación no sea susceptible de acreditarse estadísticamente. O que todavía sea una pregunta sin respuesta. Pero no debería serlo para los ciudadanos que se llaman demócratas, para aquellos que consideran que podrían hacerlo mejor, para quienes hacen del hartazgo un complemento del desayuno. Ese grupo debería recordar la frase de Churchill: la democracia es la peor de las formas de gobierno, pero es la mejor que tenemos. Las soluciones a los problemas de nuestras sociedades son, por definición, irresolubles. La insistencia sistemática en la responsabilidad gubernamental, en la obligación de que los hombres del gobierno recuerden sus pequeñas tareas, las mismas que les dan sentido y razón de ser, no puede conformarse con ese determinismo histórico. Las naciones, las democracias, los buenos gobiernos, se construyen todos los días. Esos son los gobiernos de las pequeñas cosas.



Eduardo A. Bohórquez. Politólogo. Responsable de la sección de prospectiva de la Revista Este País.