mortadela

Gregorio

 

Sólo ocurrió una vez, pero puedo asegurar que ocurrió, aunque nunca me he atrevido a contárselo a nadie. Fue en el parque. Habría pasado una media hora desde que había salido del colegio. Fui a casa a por la merienda, era un bocata de nocilla, lo recuerdo muy bien, nocilla, hacía unos días que había cogido la costumbre de pedir a mi madre nocilla. Y bajé al parque con Rufo. Siempre hacía eso: cogía la merienda y bajaba al parque con Rufo. Yo era el único que tenía perro y a todos los de la pandilla les caía bien. Rufo y yo habíamos crecido juntos, me lo regalaron cuando yo tenía cuatro años, y entonces por lo visto me daba miedo, pero desde que yo recuerdo Rufo era mi mejor amigo, nadie me entendía mejor que él, sin necesidad de palabras. Los de la pandilla le habíamos enseñado muchas cosas: a sentarse, a ladrarle a la gente que no nos gustaba, y claro, a traer todo lo que le lanzáramos. Pues el caso es que aquella tarde me senté en una banco a comer el bocata y a esperar a los otros. Fui el primero en llegar. Hacía un poco de frío y estábamos prácticamente solos Rufo y yo en el parque. Por hacer algo cogí una piedra y la tiré lejos, Rufo no fue a por ella. Me pareció raro, pero volví a intentarlo, esta vez con un trozo de corteza de mi bocadillo. Y nada, que Rufo no reaccionaba. De repente me miró y abrió la boca como para ladrar, pero no ladró. Rufo habló, con una voz muy ronca y con acento torpe o extranjero, pero habló muy claro.

Desde entonces no me puedo quitar esa frase de la cabeza. Por eso odio la mortadela.

 


 

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