El sincretismo cultural de Darío como estrategia de modernidad

 

Cuando hablamos de literatura hispanoamericana, la obra de Rubén Darío se impone como un faro. Es una referencia ineludible si intentamos un acercamiento a nuestra literatura. Sin embargo, acudimos a él como a las estatuas de los próceres. De vez en cuando las desempolvamos, las adornamos con bellas ofrendas florales y al día siguiente volvemos a tenderles el velo. ¿Será que la obra de Rubén ya no puede ser revitalizada en nuestra época, que se anquilosó de tanto dar piruetas entre el ritmo y las palabras bellas?. Lo cierto es que él es el poeta de América. Comprendió como nadie que "lo nuestro" estaba en la intersección de las diferentes expresiones artísticas de todas las épocas, que nuestra identidad estaba en el "cruce" de corrientes, no en el seguimiento de una de ellas. Por eso fue capaz de cambiar el sentido en las relaciones entre España y América. Los espejitos de la Madre Patria refractaron, por primera vez, poesía nueva y distinta, hija del mestizaje cultural de un centroamericano que se impuso como tarea revitalizar la poesía española provocando un impacto de originalidad.

Con Prosas profanas Darío pone en relieve su concepción de la palabra como un soplo divino que crea mundos. "Era un aire suave", "Divagación", "Sonatina", "El coloquio de los centauros" y "Yo persigo una forma" son los poemas que mejor expresan su quehacer artístico como el fruto de un diálogo fecundo con el arte universal. Propone la literatura como un artificio que se autojustifica, poseedora de una dinámica propia y autónoma. Su voluntad se encamina a erigir un lugar de enunciación específicamente literario en el medio de una época de transición Cuando se propone por encima de todo ser original, está manifestando su vocación de modernidad. Mientras rechaza la especialización está especializándose en literatura. Cuando se arrastra a su torre de marfil a curarse las heridas que su entorno le inflige y rechaza el utilitarismo de un tiempo que sujeta todo a los vaivenes del mercado, está logrando un producto único que causará un verdadero impacto en el mercado literario en ciernes. Es sorprendente que el grupo modernista, que surge como una reacción frente a los aires de época, termine siendo la mejor expresión de la época, el brazo cultural de la integración de América Latina en la modernidad.

En el tiempo en que el poeta decide venir al sur, América Latina comenzaba, despareja y lentamente, a recorrer el camino hacia la modernización. Ciudades como Buenos Aires ("la gran cosmópolis") comenzaban, gracias a las exportaciones agropecuarias, su integración al mercado capitalista mundial. Esto provocó profundas transformaciones en el nivel de vida de muchos y repercutió en todos los ámbitos de la sociedad porteña. La nueva estructura económica trajo aparejada una nueva estructura social, sobre todo por el acelerado proceso de inmigración que hizo confluir repentinamente (en términos sociales) diversidad de culturas que provocaron un quiebre en la tradición e incorporaron nuevas pautas sociales.

La necesidad del inmigrante de mantener los vínculos con sus países de origen coadyuvó al intercambio con los países europeos, como sociedad, ya no restringido a unas pocas individualidades. Las ciudades como Buenos Aires, aceleradamente urbanizadas, funcionaron como centros gravitacionales, como puntos de referencia para el resto de Latinoamérica. El crisol de razas, el cosmopolitismo cultural, la nueva arquitectura, los clubes y cafés, la exhibición de bienes exóticos, la promesa que significaban las ciudades portuarias abiertas al mundo, atrajeron a los intelectuales que querían participar de lo "nuevo".

Buenos Aires, a fines del siglo pasado, se parecía a París de mediados de siglo. Cuando el barón de Haussman demolió inmensos sectores de la ciudad, no sólo la modernizó, sino que la gente perdió sus referencias inmediatas. De la noche a la mañana se encontró con otra ciudad con la que no tuvo tiempo de desarrollar vínculos de pertenencia. En Buenos Aires, también, se pasa de un pueblo "patriota, semisencillo, semitendero, semicurial y semialdea" a una ciudad moderna con pretensiones europeas.

Así como Baudelaire, hablando de París, pudo afirmar que la forma de la ciudad cambiaba más rápidamente que el corazón de un hombre, en algunas ciudades latinoamericanas de la época podía decirse lo mismo. La modernidad trajo consigo el desarraigo, la angustia existencial juntamente con la euforia del cambio.

Es una época en que se respiran aires positivistas. Se cree en el progreso de la humanidad, en las posibilidades transformadoras de la educación, en el desarrollo de las ciencias. Una suerte de Renacimiento, de nuevo sentido de la existencia, moviliza la confianza en la razón humana como motor de la Historia, con capacidad para abrir el camino hacia un mundo ideal proyectado. Paulatina e inevitablemente, la confianza en el potencial humano produce la secularización de la sociedad y la organización de las relaciones sociales que habían estado tradicionalmente a cargo de la Iglesia pasa a manos de la ley.

La incipiente industrialización generó progreso, pero también abrió las puertas a ciertas injusticias. La ciudad "promete" y la gente se radica en las orillas o se hacina en conventillos, esperando que llegue el tiempo de "hacer la América". Son el proletariado urbano. La clase media surge más tarde, aunque la mentalidad burguesa ya comienza a extenderse por el tejido social. El utilitarismo que impulsa el desarrollo económico y el principio de especialización como base de una mayor productividad, alcanza ya a todos los ámbitos de la cultura.

Es tentador acusar a Darío de indiferencia ante esta realidad dolorosa. Pero no debemos perder de vista que él odió la época en que le tocó nacer. Mal podía hacer una poesía de denuncia el poeta que luchaba por una poesía autónoma en el momento en que el lugar del letrado se perdía irremisiblemente y era necesario "crear" al intelectual.

Aunque se fundan algunas editoriales, la estrella de la palabra escrita no es el libro sino la prensa. El mismo Darío publica Los raros como semblanzas periodísticas en "La Nación". El periodismo pasa a ser un medio de vida posible del escritor, junto con la enseñanza, ocupaciones "útiles" que tienen cabida dentro del entramado social nuevo.

Para el artista que dejó de ser el propagador de ideas extraliterarias –la pluma al servicio de la Patria, la Independencia, la Revolución o la Ilustración- es difícil reposicionarse y negociar. Como un "flaneur" –esta vez recorriendo países y continentes- emigra a ciudades que mantienen un contacto más fluido con las metrópolis. Se acerca poco a poco, dando un rodeo: es lo que hizo el joven Darío al radicarse en Valparaíso, en Buenos Aires, en París.

El modernismo

Se considera como fundante de la nueva escuela, el prólogo de José Martí al "Poema del Niágara" (1882) del venezolano Pérez Bonalde.

El texto comienza con un vocativo "¡Pasajero detente!" que no hace referencia a un lector en particular, sino a un sujeto en movimiento, el lector moderno, que lee al pasar, el lector de periódicos.

En este prólogo, Martí hace más que una diagnosis de su tiempo. Denuncia la crisis mientras elabora estrategias que legitimen la actividad del escritor. Plantea el materialismo, la transformación que ha sufrido la sociedad, los problemas de Fe, la secularización. La médula de su discurso pasa por la reflexión sobre el lugar que ocupa la actividad creadora en esta nueva sociedad, movilizada por el utilitarismo y la especialización. El escritor se reconoce sin respaldo. Perdido y a la vez libre para fundar un espacio propio.

Martí, Julián del Casal, Manuel Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva y Darío son los representantes del primer grupo de modernistas, cuya producción se ubica en el período que va de 1882 a 1896. Desde ese año, es Darío la cumbre referencial del Movimiento. Cuando vino al sur hizo escuela. Surgen nuevos exponentes como Lugones, Rodó, Quiroga, Herrera y Reissig, Jaimes Freire, Pezoa Vélis, etc. A pesar de tratarse de individualidades que se diferenciaron en estilos, en temas, en influencias y en procedimientos técnicos, los une a todos la toma de posición frente a la tradición, expresada en una voluntad de cambio, en una nueva sensibilidad y en la adopción de renovaciones formales que dieron nuevos bríos a la lengua española. Hicieron una revolución a partir de una síntesis. No se trataba de inventar sino de establecer nuevas relaciones. El diálogo permanente con el arte y su reacentuación continua fueron la base de la transformación modernista.

A pesar de que el Ismaelillo de Martí había aparecido seis años antes y el movimiento modernista se paraba sobre sus propios pies, es con la publicación de Azul... que se toma conciencia del movimiento de renovación que había surgido en América. La primera edición de 1888 aparece con el prólogo de Eduardo de la Barra. Es un prólogo elogioso que adscribe la obra al Romanticismo. En ediciones posteriores, la obra es presentada por las dos "Cartas Americanas" que publicó Juan Valera en "El Imparcial".

Las "Cartas..." son una muestra del malestar español por el cambio de sentido en las relaciones de influencia España/América que provoca Darío. Valera representa "lo oficial", es el Académico, el letrado que habla con el peso de la tradición. Como autoridad puede acusar al joven poeta, al intelectual nuevo, de galicismo mental. Por salirse Darío de la tradición hispánica y preferir abrevar en otras fuentes, Valera le esquiva el respaldo de las instituciones y relega el "librito" a "obra de pasatiempo" como un "dije, un camafeo", a mero objeto decorativo.

Sin embargo, hay que reconocer la profundidad de la crítica en ciertos momentos. Por ejemplo, cuando se adelanta a los críticos posteriores para decir tan acertadamente que el poeta hispanoamericano no es "romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano (sino que) lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro y ha sacado de ello una rara quintaesencia".

Hay ciertos cuentos de Azul... que van creando la atmósfera de Prosas Profanas.

"La ninfa", por ejemplo, muestra un ambiente cerrado al mundo, un castillo, en el que el poeta concentra los elementos que conforman el ámbito ideal. Se trata de un castillo, una residencia de nobles, que no podemos ubicar en algún lugar identificable, sino que aparece fuera del mundo, como si estuviera suspendido en el tiempo y en el espacio. La construcción está rodeada de un parque en el que la naturaleza ha sido domeñada, trabajada. Es un ambiente domesticado, moldeado por la cultura, que se describe como si estuviera eternizado en un cuadro. Gorriones, escarabajos, lilas, rosas y violetas, glorietas cubiertas de enredaderas, estatuas en el medio del follaje y –Darío lo deja para el final- el estanque con cisnes en el que aparece "un ideal con vida y forma": la ninfa.

En el interior del castillo, cerca de dos perros de bronce y sentados a una mesa de cristal, se encuentran seis amigos que beben y conversan "con el entusiasmo de artistas de buena pasta, tras una buena comida". Entre los amigos hay un sabio que es quien legitima, con sus conocimientos y su prestigio de futuro miembro del Instituto, la existencia de sátiros, centauros y ninfas. Una sola mujer, Lesbia, que remite directamente a Safo, originaria de la isla de Lesbos, famosa por su misterio, su apego a las actividades intelectuales y artísticas y, claro, la libertad en sus costumbres. Lesbia es la mujer hermosa y sensual que confunde al poeta con su risa argentina. Darío le dice "nuestra Aspasia", refiriéndose a la cortesana griega, mujer de Pericles, que reunía habitualmente en su casa a los artistas y filósofos de la época.

Podemos ver cómo el poeta modernista se muestra de cuerpo entero en este cuento. Toma objetos y personajes diversos –estatuas griegas, jardines versallescos, cisnes, cristal, flores y pájaros; artistas y sabios, una mujer bella que concentra en sí cualidades de mujeres de diversas épocas y que puede llegar a ser la ninfa, el mito, que ve el poeta- y los concentra en un espacio delimitado, culto, aislado del mundo. Los personajes disfrutan de la comida, la bebida, el ambiente lujoso, exótico y de la conversación agradable, inteligente, sin un por qué o un para qué, por el sólo goce del hacer.

En "El pájaro azul" también se circunscribe un espacio en el que Darío concentra su ideal. En este caso es un espacio público, un café en París. Lo va delimitando como si fuera un teatro en el que los personajes representan su rol, ficticio, pero en el que se cree mientras dura la representación. Los personajes son artistas e intelectuales también. Garcín camina por el bulevar, pero no como un "flaneur" que busca respuestas, sino que pasa simplemente, sin ver más que su propia obsesión.

Prosas profanas

Ya desde el título mismo Prosas profanas... desconcierta. Por qué llamar prosas a esos claros versos rítmicos y por qué profanas cuando se muestra a cada paso que la poesía es comprendida como un hacer sacro. A propósito de esta cuestión, se afirma que Darío retoma una costumbre de la Edad Media cuando habla de prosa ("Quiero fer una prosa" decía Berceo). Las llamaría profanas para diferenciarlas de las prosas eclesiásticas.

Los dieciocho primeros poemas, hasta "Ite missa est", constituyen el poemario erótico, la missa rosa. Luego el "Coloquio de los centauros" que puede definirse como el poema filosófico, como un arte poética. Le siguen "Varia" y "Recreaciones arqueológicas". En ediciones posteriores a la de 1896, se agregan "Cosas del Cid", "Dezires, layes y canciones" y "Las ánforas de Epicuro."

Bastan los tres primeros poemas del libro para sustentar "el complejo de París". Abruptamente entramos en el espacio del placer, donde se rompe con lo legal, con la tradición, con las obligaciones. Es el lugar de su "querida". Imagen tras imagen se conjugan para desplegar un abanico de riquezas y despreocupación, de belleza entremezclada, de voluptuosidad.

El poema apertural del libro, "Era un aire suave..." hace carne en cada verso "el instinto del lujo" del que habla Rodó en el prólogo a Prosas profanas. El ambiente creado evoca la atmósfera de las fiestas en el Versalles del siglo XVIII, recreadas por el arte de Watteau o de Boucher. Darío evoca las pinturas del rococó, esas escenas "fijas" como de laboratorio, que le sirven como "disparadores" y les insufla nueva vida por medio de la palabra y del ritmo. Marasso afirma que el ensayo Paul Verlaine del teorizador del simbolismo Charles Morice coordinó el mundo estético de Darío, activando latencias verlenianas. El mundo evocado, siguiendo esta premisa, fue primero codificado artísticamente por los pintores del rococó, luego por Verlaine, reinterpretado por Morice y, finalmente, reacentuado en la poesía del poeta nicaragüense. Hipercodificación, como en una caja china, al rastrear las fuentes de la poesía dariana nos encontramos con arte que se basa en arte que se basa en arte...

"Era un aire suave" Es un poema que invita a la lectura en voz alta. El poeta nos introduce en la fiesta galante suavemente, como el aire que gira embriagador. Comenzamos a leer arrastrados por el juego certero de la sinestesia. Los retazos de frases y suspiros, entremezclados con la música de los violoncelos. El aire, la música tenue, la belleza de los trajes, la elegancia del ambiente confundidos con la risa de la eterna Eulalia.

Eulalia podría representar el misterio femenino. Sin embargo, etimológicamente, Eulalia significa lengua agradable. Tal vez la "divina" que Darío persigue, la "maligna y bella" que "ríe, ríe y ríe" no sea otra que la misma poesía.

"Divagación" se llama el segundo poema del libro. El título sugiere un ir y venir, un permanecer yendo. Comienza haciendo una invitación para un recorrido amoroso. No es un canto a las fiestas palaciegas, sin embargo. Es un canto al amor. Como si preanunciara un matiz surrealista, va dejándose arrastrar por las asociaciones que la convocatoria a su ideal le provoca. Pronto pasa a hacer una declaración de amor a Francia: la tradición clásica es más digna de amor cuando ha pasado por el tamiz francés y el genio francés es más que el genio helénico. Luego, paulatinamente, el amor va haciéndose más abarcador, primero superando fronteras geográficas y más tarde universalizándose, confundiéndose con la misma naturaleza: "ámame, mar y nube, espuma y ola". El erotismo de Rubén apunta a una fusión total y primigenia, a una fusión cósmica. Resulta extraño en un poeta que saborea como nadie la cultura.

Con "Sonatina" las palabras cantan. El poema va estructurándose a partir del ritmo. El tema de la princesa que está sola y espera tiene reminiscencias trovadorescas. El desasosiego, el anhelo difuso de la bella, evocan el amor de la literatura cortesana. "Se trata de anhelar y no alcanzar, el premio no es la realización del amor, sino ese propio estado de amor". La frase que refiere al amor cortés, puede aplicarse sin ajustes a la princesa de la "Sonatina". Antes de pasar al bello "Coloquio...", merece una mención especial "Margarita" por sus reminiscencias tangueras: "Tus labios escarlata de púrpura maldita/sorbían el champaña del fino baccarat"

El "Coloquio de los Centauros" tiene una estructura dramática. Está organizado en una introducción (los 22 versos iniciales), un cuerpo (los 31 parlamentos de los centauros) y un cierre (los 10 versos finales). El escenario es una Isla de Oro. Los centauros aparecen en un "tropel vibrante de fuerza y armonía". Por mar y tierra se escucha su galope. Imágenes visuales y auditivas coadyuvan a dar la impresión de vida plena, desbordante.

Hasta el viento calla cuando Quirón propone decir "la gloria inmarcesible de las musas hermosas / y el triunfo del terrible misterio de las cosas". Alaban la ciencia pero elevan "himnos a la sagrada naturaleza...". Hay una fuerza cósmica de la que participa todo, un Uno vital que canta en cada cosa y que el poeta, como un nuevo sacerdote en el mundo secularizado, puede interpretar. El hecho de sostener una "masa" primigenia común que sustenta el origen del universo, puede interpretarse como un planteo animista. Esa unidad primitiva que se encarna en los centauros -los que participan de una triple naturaleza: la de la bestia, la humana y la divina- relativiza las oposiciones morales y los órdenes naturales. Al sustentar la paloma y el cuervo, lo mineral, lo vegetal y lo animal en la misma energía creadora, supera los antagonismos y sintetiza lo diverso en una misma esencia primera.

El Enigma es el motor de la poesía y se encarna en la mujer "pues es quien tiene el fuerte poder de la Hermosura" aunque también "... es hermana del Dolor y de la Muerte". La atracción erótica es un imán irresistible. En la mujer se conjugan opuestos aparentes: amor, hermosura / dolor, muerte. Nuevamente vemos que, para el poeta, la belleza emerge de la síntesis y en la intersección de lo diverso.

La última parte del libro, "Las ánforas de Epicuro", señala una transición hacia Cantos de vida y esperanza (1905). Sobre todo en "Yo persigo una forma...". El poeta expresa una búsqueda angustiosa del ideal. Dejó de ser el sacerdote que podía interpretar la armonía cósmica. Se reconoce un luchador, un desalentado perseguidor de una forma inmarcesible. Huye la palabra, la melodía fluye, la bella duerme. El mismo cisne que anunciaba la aurora de la nueva poesía pasó a ser un signo de interrogación. El poema que elige para cerrar Prosas profanas... es un abismo de incertidumbres y de tristeza casi vanguardistas, comparado con el desborde vital de su anterior poesía. Va vislumbrándose el desaliento existencial de "lo fatal".

Esta obra es la que mejor condensa la voluntad de aristocracia que movía al poeta. En el pensamiento y en el lenguaje, pero también aristocracia social y sensual. Se realiza como en ningún otro texto el espacio refinado y elegante, el derroche de imágenes, de goce, que el poeta erige para su poesía. Palacios donde reina el lujo, la despreocupación y el dispendio. Bellas mujeres cuya existencia se sustenta en la belleza, que juegan al amor y lo envuelven de misterio. Frivolidad y lujo y alguno que otro rayo tenue de tristeza, amalgaman las imágenes voluptuosas en las que se regodea Darío.

El poeta asume un distanciamiento de su creación, pareciera haber una vigilante intelectualización de lo sensible. Desbordante de vitalidad, sensual, ahíto de ideas y deseos, tamiza una y otra vez su expresión; tiende un velo protector de su intimidad apasionada cuando burila con rigor parnasiano las palabras. Sin embargo, suelen filtrarse llamaradas en el medio de los cristales y de las piedras preciosas. Cada tanto asoma tímidamente en el medio del jardín versallesco una reprimida tempestad americana.

En el prólogo de Prosas Profanas, Rodó dice expresar la opinión unánime de sus contemporáneos al afirmar que Darío no es el poeta de América. Es cierto, no era el poeta para exportación, "auténticamente" americano, perdido en el medio de una naturaleza salvaje e indómita. Tal vez el mayor logro del movimiento modernista fue que cambió nuestra mirada literaria de América. Dejamos de ser un "otro" para ser un "nosotros". Tan profunda era la colonización cultural que, a la hora de considerar nuestra identidad de americanos, habíamos incorporado como nuestra la mirada del ajeno.

Para el autor de Ariel, América no era terreno bondadoso para el arte. Es más, "modos de sentir y pensar enteramente cultos y humanos" no era posible encontrarlos por estos lares. Como sólo podíamos "vivir intelectualmente de prestado", justificó que Darío recurriera a fuentes europeas, pero al justificarlo dio crédito a quienes creían que la creación dariana era servil copia de los movimientos decadentes finiseculares. No vio que absorber arte de donde viniese y aprovechar el trabajo intelectual de todos sin fijarse en fronteras o si eran corrientes artísticas contrapuestas, no era copia sino recreación original. Era difícil para sus contemporáneos comprender que la identidad americana anidaba, precisamente, en ese proceso de entrecruzamiento. Que lo novedoso, lo moderno, lo que hizo de Darío un hito en la historia de las letras y de la identidad americanas, radicaba en su capacidad para combinar, procesar y establecer relaciones inusitadas entre órdenes diversos. De la síntesis de expresiones artísticas dispares, surge la plena originalidad del poeta americano.

Darío absorbía el arte y lo reprocesaba. Su obra es producto de una inteligente, prolija y voluntariosa hipercodificación. Sus poemas son construcciones de segundo grado que se apoyan en códigos previos. Se trata de arte que se basa en arte. Reacentúa no sólo las obras literarias, también le impone el lenguaje a las expresiones de la plástica o de la música. Su creación es un hacer dialógico con el arte universal. No acepta encasillamientos previos ni fronteras entre las diferentes expresiones artísticas, todas sucumben a la Palabra cuando asocia imágenes sensoriales dispersas o separadas por los sentidos. Combina las palabras provocando amalgamas inusitadas de ideas y sensaciones que repercuten en lo profundo de la sensibilidad. El poeta creía en una armonía cósmica y consideraba que había una melodía ideal en las palabras. Como el nuevo sacerdote del mundo secularizado, se sentía capaz de establecer un diálogo con el ideal, convocándolo con la poesía.

Su obra no era desinteresada o ajena a su entorno y no es cierta "su manifiesta aversión a las ideas e instituciones circunstantes". Al contrario, Darío buscó, con el rigor de un programa, lo novedoso que revitalizara el castellano. Se propuso –claro exponente de su época- como objetivo político incorporar culturalmente Hispanoamérica a la modernidad. Su estrategia fue el sincretismo cultural. Porque la búsqueda de síntesis en lo heterogéneo, de un Uno que subyace en lo diverso, está patente no solamente en su concepción platónica del cosmos, sino también en la base de su acercamiento a la cultura.