MENSAJE
DEL SANTO PADRE
A LOS JOVENES CON OCASION DE
LA VI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

"Habéis recibido un espíritu de hijos" (Rm 8, 15).

Muy queridos jóvenes:

1. Las Jornadas mundiales de la juventud marcan etapas muy importantes en la vida de la Iglesia que, en la perspectiva del año 2000, busca intensificar su compromiso evangelizador en el mundo contemporáneo. Proponiendo cada año para vuestra meditación algunas verdades esenciales de la enseñanza evangélica, las Jornadas quieren alimentar vuestra fe e imprimir nuevos impulsos a vuestro apostolado.

Como tema de la VI Jornada mundial de la juventud, he elegido las palabras de san Pablo: "Habéis recibido un espíritu de hijos" (Rm 8, 15). Son palabras que nos introducen en el misterio más profundo de la vocación cristiana: en efecto, según el designio divino hemos sido llamados a ser hijos de Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo.

¿Cómo no quedar asombrados ante esta perspectiva vertiginosa? ¡El hombre -un ser creado y limitado, más aún, pecador- es destinado a ser hijo de Dios! ¿Cómo no exclamar con san Juan: "Mirad cómo nos amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente" (1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una comunión de vida tan profunda e íntima?

Celebrando la próxima Jornada mundial, dejad que este santo asombro os invada e inspire, en cada uno de vosotros, una adhesión cada vez más filial a Dios, nuestro Padre.

2. "Habéis recibido un espíritu de hijos..."

El Espíritu Santo, verdadero protagonista de nuestra filiación divina, nos ha regenerado a una vida nueva en las aguas del bautismo. Desde ese momento él "se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 16).

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios? San Pablo escribe: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

A todos vosotros, jóvenes, con ocasión de esta Jornada mundial de la Juventud, os digo: ¡Recibid el Espíritu Santo y sed fuertes en la fe! "Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad" (2 Tm 1, 7).

"Habéis recibido un espíritu de hijos...". Los hijos de Dios, es decir, los hombres renacidos en el bautismo y fortalecidos en la confirmación, son los primeros constructores de una nueva civilización, la civilización de la verdad y del amor: son la luz del mundo y la sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16).

Pienso en los profundos cambios que se están verificando en el mundo. Ante numerosos pueblos se abren las puertas de la esperanza de una vida más digna y más humana. A este propósito, vuelvo a pensar en las palabras, verdaderamente proféticas, del concilio Vaticano II: "El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución" (Gaudium et spes, 26).

, el Espíritu de los hijos de Dios es fuerza propulsora de la historia de los pueblos. Él suscita en todo tiempo hombres nuevos que viven en la santidad, en la verdad y en la justicia. El mundo que, a las puertas del 2000, está buscando ansiosamente los caminos para una convivencia más solidaria, tiene urgente necesidad de poder contar con personas que, gracias al Espíritu Santo, vivan como verdaderos hijos de Dios.

3. Y "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios" (Ga 4, 6-7). San Pablo nos habla de la herencia de los hijos de Dios. Se trata de un don de vida eterna, y al mismo tiempo de un deber que tenemos que realizar ya hoy, de un proyecto de vida fascinante, sobre todo para vosotros, jóvenes, que en lo profundo de vuestros corazones lleváis la nostalgia de altos ideales.

La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7, 21).

Lo que os dije en Santiago de Compostela, os lo repito también hoy: "¡Jóvenes, no tengáis miedo de ser santos!". ¡Volad a gran altura, consideraos entre aquellos que vuelven la mirada hacia metas dignas de los hijos de Dios! ¡Glorificad a Dios con vuestra vida!

4. La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): "Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 15, 12). Invocando a Dios como "Padre" es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

¿No es esto lo que el mundo de hoy necesita? Se advierte fuertemente, en el interior de las naciones, un gran deseo de unidad que rompa toda barrera de indiferencia y de odio. Os corresponde en particular a vosotros, jóvenes, la gran tarea de construir una sociedad más justa y solidaria.

5. Prerrogativa de los hijos de Dios es, luego, la libertad: también esta es parte de su herencia. Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!

En la encíclica Redemptor hominis he escrito a este propósito: "Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: 'Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres' (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad..." (n. 12).

"Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: "Vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia" (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: "Pues vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos..." (Rm8, 15), exhorta el Apóstol.

Es importante y necesaria la libertad exterior, garantizada por leyes civiles justas, y por esto con razón nos alegramos de que hoy aumente el número de los países donde se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, aunque a veces el precio de esta libertad haya sido muy alto, a costa de grandes sacrificios e incluso de sangre. Pero la libertad exterior -aun siendo tan preciosa- por sí sola no basta. En sus raíces debe estar siempre la libertad interior, propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), guiados por una recta conciencia moral, capaces de escoger el bien verdadero. "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co 3, 17). Es este, queridos jóvenes, el único camino para construir una humanidad madura y digna de este nombre.

Ved, pues, cuán grande y comprometedora es la herencia de los hijos de Dios, a la cual sois llamados. Acogedla con gratitud y responsabilidad. ¡No la malgastéis! Tened el coraje de vivirla cada día de modo coherente y anunciadla a los demás. Así el mundo llegará a ser, cada vez más, la gran familia de los hijos de Dios.

6. En el centro de la Jornada mundial de la juventud de 1991 se tendrá un nuevo encuentro mundial de jóvenes.

Esta vez, como conclusión de los encuentros y de las celebraciones acostumbradas en las diócesis, nos volveremos a encontrar para rezar juntos en el santuario de la Virgen Negra de Czestochowa, en Polonia, en mi patria. Recordando la experiencia de la peregrinación a Santiago de Compostela (1989), muchos de vosotros acudiréis con alegría a este encuentro en la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, el 14 y 15 de agosto de 1991. Llevaremos con nosotros, en nuestros corazones y en nuestras plegarias, a los jóvenes de todo el mundo.

Encaminaos, pues, desde ahora, hacia la casa de la Madre de Cristo y Madre nuestra, para meditar, bajo su mirada amorosa, sobre el tema de la VI Jornada: "Habéis recibido un espíritu de hijos...".

¿Dónde se puede aprender mejor qué cosa significa ser hijos de Dios sino a los pies de la Madre de Dios? María es la mejor Maestra. A ella ha sido confiado un papel fundamental en la historia de la salvación: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4).

¿Dónde, sino en su corazón maternal, se puede guardar mejor la herencia de los hijos de Dios prometida por el Padre? Llevamos este don en vasijas de barro. Nuestra peregrinación será, pues, para cada uno de nosotros, un gran acto de entrega confiada a María. Iremos a un santuario que, para el pueblo polaco, tiene un significado muy particular, como lugar de evangelización y de conversión, hacia el cual confluyen miles de peregrinos provenientes de todas las partes del país y del mundo. Desde hace más de 600 años, en el monasterio de Jasna Góra en Czestochowa, María es venerada en su icono milagroso de la Virgen Negra. En los momentos más difíciles de su historia, el pueblo polaco ha encontrado allí, en la casa de la Madre, la fuerza de la fe y la esperanza, la propia dignidad y la herencia de los hijos de Dios.

Para todos, jóvenes del Este y del Oeste, del Norte y del Sur, la peregrinación a Czestochowa será un testimonio de fe ante el mundo entero. Será una peregrinación de libertad a través de las fronteras de las naciones que se abren cada vez más a Cristo, Redentor del hombre.

7. Con este mensaje quiero iniciar el camino de preparación espiritual ya sea a la VI Jornada mundial de la juventud, ya sea a la peregrinación a Czestochowa. Estas reflexiones quieren servir para iniciar este camino que es, sobre todo, de fe, de conversión y de vuelta a lo esencial en nuestra vida.

A vosotros, jóvenes de los países del Este europeo, dirijo una palabra de especial aliento. No faltéis a esta cita que se prevé, desde ahora, como un encuentro memorable entre las jóvenes Iglesias del Este y del Oeste. Vuestra presencia en Czestochowa constituirá un testimonio de fe de enorme significado.

Y vosotros, queridísimos jóvenes de mi amada Polonia, estáis llamados esta vez a dar hospitalidad a vuestros amigos que llegarán de todas las partes del mundo. Para vosotros y para la Iglesia de Polonia, este encuentro, al cual yo también acudiré, constituirá un don espiritual extraordinario en este momento histórico que estáis viviendo, tan lleno de esperanzas para el futuro.

Espiritualmente arrodillado ante la imagen de la Virgen Negra de Czestochowa, confío a su amorosa protección el entero desarrollo de la VI Jornada mundial de la juventud.

A vosotros, queridos jóvenes, envío mi cordial y paternal bendición.

Vaticano, 15 de agosto de 1990, solemnidad de la Asunción de María Santísima.

MENSAJE
A LOS JÓVENES Y A LAS JÓVENES
DEL MUNDO
CON OCASIÓN DE LA
XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. Jn 1,38-39)

Muy queridos jóvenes:

1. Me dirijo a vosotros con alegría, continuando el largo diálogo que, con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud, estamos realizando. En comunión con todo el pueblo de Dios que camina hacia el Gran Jubileo del año 2000, quiero invitaros este año a fijar la mirada en Jesús, Maestro y Señor de nuestra vida, mediante las palabras que encontramos en el Evangelio de Juan: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. 1,38-39).

En los próximos meses, en todas las Iglesias locales os encontraréis con vuestros pastores para reflexionar sobre estas palabras evangélicas. Después, en agosto de 1997, viviremos juntos la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud a nivel internacional en París, en el corazón del continente europeo. En aquella metrópolis, desde siglos encrucijada de pueblos, de arte y de cultura, los jóvenes de Francia se están preparando con gran entusiasmo para acoger a sus coetáneos provenientes de todos los rincones del planeta. Siguiendo la Cruz del Año Santo, el pueblo de las jóvenes generaciones que creen en Cristo será una vez más icono vivo de la Iglesia peregrina por los caminos del mundo. En los encuentros de oración y reflexión, en el diálogo que une superando las diferencias de lengua y de raza, en el intercambio de ideales, problemas y esperanzas, experimentará vitalmente la promesa de Jesús: «Donde están dos o tres ?reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

2. Jóvenes de todo el mundo, ¡en el camino de la vida cotidiana podéis encontrar al Señor! ¿Os acordáis de los discípulos que, acudiendo a la orilla del Jordán para escuchar las palabras del último de los grandes profetas, Juan el Bautista, vieron como indicaba que Jesús de Nazaret era el Mesías, el Cordero de Dios? Ellos, llenos de curiosidad, decidieron seguirle a distancia, casi tímidos y sin saber que hacer, hasta que él mismo, volviéndose, preguntó: «¿Qué buscáis?», suscitando aquel diálogo que dio inicio a la aventura de Juan, de Andrés, de Simón «Pedro» y de los otros apóstoles (cfr. Jn 1,29-51).

Precisamente en aquel encuentro sorprendente, descrito con pocas y esenciales palabras, encontramos el origen de cada recorrido de fe. Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: de interrogantes se pasa a ser interrogados, de «buscadores» nos descubrimos «encontrados»; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Ésta es la dimensión fundamental del encuentro: no hay que tratar con algo, sino con Alguien, con «el que Vive». Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4).

Vivimos en una época de grandes transformaciones, en la que declinan rápidamente ideologías que parecía que podían resistir el desgaste del tiempo, y en el planeta se van modificando los confines y las fronteras. Con frecuencia la humanidad se encuentra en la incertidumbre, confundida y preocupada (cfr. Mt 9,36), pero la Palabra de Dios no pasa; recorre la historia y, con el cambio de los acontecimientos, permanece estable y luminosa (cfr. Mt 24,35). La fe de la Iglesia está fundada en Jesucristo, único salvador del mundo: ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13,8). La Palabra remite a Cristo, porque a Él se dirigen las preguntas que brotan del corazón humano frente al misterio de la vida y de la muerte. Él es el único que puede ofrecer respuestas que no engañan o decepcionan.

Trayendo a la memoria vuestras palabras en los inolvidables encuentros que he tenido la alegría de vivir con vosotros en mis viajes apostólicos por todo el mundo, me parece descubrir en ellas, de forma insistente y viva, la misma pregunta de los discípulos: «Maestro, ¿dónde vives?». Aprended a escuchar de nuevo, en el silencio de la oración, la respuesta de Jesús: «Venid y veréis».

3. Muy queridos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él, de cruzar el umbral de su casa, de hablar con Él cara a cara, como se está con un amigo (cfr. Ex 33,11). No tengáis miedo de la «vida nueva» que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica.

Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: «quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?

¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos», regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al «Tú» que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz.

4. «Venid y veréis». Encontraréis a Jesús allí donde los hombres sufren y esperan: en los pequeños pueblos diseminados en los continentes, aparentemente al margen de la historia, como era Nazaret cuando Dios envió su Ángel a María; en las grandes metrópolis donde millones de seres humanos frecuentemente viven como extraños. Cada ser humano, en realidad, es «conciudadano» de Cristo.

Jesús vive junto a nosotros, en los hermanos con los que compartís la existencia cotidiana. Su rostro es el de los más pobres, de los marginados, víctimas casi siempre de un modelo injusto de desarrollo, que pone el beneficio en el primer puesto y hace del hombre un medio en lugar de un fin. La casa de Jesús está donde un ser humano sufre por sus derechos negados, sus esperanzas traicionadas, sus angustias ignoradas. Allí, entre los hombres, está la casa de Cristo, que os pide que sequéis, en su nombre, toda lágrima y que les recordéis a los que se sienten solos que nadie está solo si pone en Él su esperanza (cfr. Mt 25,31-46).

5. Jesús vive entre los que le invocan sin haberlo conocido; entre los que, habiendo empezado a conocerlo, sin su culpa, lo han perdido; entre los que lo buscan con corazón sincero, aún perteneciendo a situaciones culturales y religiosas diferentes (cfr. Lumen gentium, 16). Discípulos y amigos de Jesús, haceos artífices de diálogo y de colaboración con todos los que creen en un Dios que gobierna con infinito amor el universo; convertíos en embajadores de aquel Mesías que habéis encontrado y conocido en su «casa», la Iglesia, de forma que otros muchos de vuestros coetáneos puedan seguir sus huellas, iluminados por vuestra fraterna caridad y por la alegría de vuestra mirada que ha contemplado a Cristo.

Jesús vive entre los hombres y las mujeres «que se honran con el nombre de cristianos» (cfr. Lumen gentium, 15). Todos los pueden encontrar en las Escrituras, en la oración y en el servicio al prójimo. En la vigilia del tercer milenio, cada día es más urgente reparar el escándalo de la división entre los cristianos, reforzando la unidad por medio del diálogo, de la oración común y del testimonio. No se trata de ignorar las divergencias y los problemas utilizando un cierto relativismo, porque sería como cubrir la herida sin curarla, con el riesgo de interrumpir el camino antes de haber llegado a la meta de la plena comunión. Al contrario, se trata de actuar – guiados por el Espíritu Santo – con vistas a una real reconciliación, confiando en la eficacia de la oración pronunciada por Jesús la vigilia de su pasión: «Padre, que sean uno como nosotros somos uno» (cfr. Jn 17,22). Cuánto más os unáis a Jesús, mayor será vuestra capacidad de unión; y en la medida en que realicéis gestos concretos de reconciliación, entraréis en la intimidad de su amor.

Jesús vive concretamente en vuestras parroquias, en las comunidades en las que vivís, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales a los que pertenecéis, así como en otras formas contemporáneas de agregación y de apostolado al servicio de la nueva evangelización. La riqueza de tanta variedad de carismas es un beneficio para toda la Iglesia e impulsa a cada creyente a poner las propias fuerzas al servicio del único Señor, fuente de salvación para toda la humanidad.

6. Jesús es «la Palabra del Padre» (cfr. Jn 1,1), donada a los hombres para desvelar el rostro de Dios y dar sentido y orientación a sus pasos inciertos. Dios, que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo» (Hb 1,1-2). Su Palabra no es imposición que desquicia las puertas de la conciencia; es voz persuasiva, don gratuito que, para llegar a ser salvífico en la vida concreta de cada uno, pide una actitud disponible y responsable, un corazón puro y una mente libre.

En vuestros grupos, queridos jóvenes, multiplicad las ocasiones de escucha y de estudio de la Palabra del Señor, sobre todo mediante la lectio divina: descubriréis en ella los secretos del Corazón de Dios y sacaréis fruto para el discernimiento de las situaciones y la transformación de la realidad. Guiados por la Sagrada Escritura, podréis reconocer en vuestras jornadas la presencia del Señor, y entonces el «desierto» podrá convertirse en «jardín», donde la criatura podrá hablar familiarmente con su Creador: «Cuando leo la Sagrada Escritura, Dios vuelve a pasear en el Paraíso terrenal» (S. Ambrosio, Epístola, 49,3).

7. Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía, en la cual se realiza de modo total su presencia real y su contemporaneidad con la historia de la humanidad. Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en camino hacia Emaús y, como ellos, decidle al Resucitado que se revela en el gesto de partir el pan: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24,29). Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, siempre permanezca con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza. Que nunca os falte, queridos jóvenes, el Pan Eucarístico en las mesas de vuestra existencia. ¡De este pan podréis sacar fuerza para dar testimonio de vuestra fe!

Alrededor de la mesa eucarística se realiza y se manifiesta la armoniosa unidad de la Iglesia, misterio de comunión misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos, sin exclusiones o diferencias de raza, lengua, edad, clase social o cultura. Queridos jóvenes, contribuid generosa y responsablemente a edificar continuamente la Iglesia como familia, lugar de diálogo y de recíproca acogida, espacio de paz, de misericordia y de perdón.

8. Queridos jóvenes, iluminados por la Palabra y fortificados con el pan de la Eucaristía, estáis llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas.

Pero ¿por qué se reconocerá que sois verdaderos discípulos de Cristo? Porque «os amaréis los unos a los otros» (Jn 13,35) siguiendo el ejemplo de su amor: un amor gratuito, infinitamente paciente, que no se niega a nadie (cfr. 1Cor 13,4-7). Será la fidelidad al mandamiento nuevo que certificará vuestra coherencia respecto al anuncio que proclamáis. Ésta es la gran «novedad» que puede asombrar al mundo desgraciadamente todavía herido y dividido por los violentos conflictos, a veces evidentes y claros, otras, sutiles y escondidos. En este mundo vosotros estáis llamados a vivir la fraternidad, no como una utopía, sino como posibilidad real; en esta sociedad estáis llamados a construir, como verdaderos misioneros de Cristo, la civilización del amor.

9. El 30 de septiembre de 1997 celebraremos el centenario de la muerte de Santa Teresa de Lisieux. Sin duda que en su patria su figura llamará la atención de los jóvenes peregrinos, porque Santa Teresa es una santa joven que hoy propone de nuevo este simple y sugerente anuncio, lleno de estupor y de gratitud: Dios es Amor; cada persona es amada por Dios, que espera que cada uno lo acoja y lo ame. Un mensaje que vosotros, jóvenes de hoy, estáis llamados a acoger y gritar a vuestros coetáneos: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34).

De la juventud de Teresa del Niño Jesús brota su entusiasmo por el Señor, la gran sensibilidad con la que ha vivido el amor, la audacia no ilusoria de sus grandes proyectos. Con la atracción de su santidad, confirma que Dios también concede a los jóvenes, con abundancia, los tesoros de su sabiduría.

Recorred con ella el camino humilde y sencillo de la madurez cristiana, en la escuela del Evangelio. Permaneced con ella en el «corazón» de la Iglesia, viviendo radicalmente la opción por Cristo.

10. Queridos jóvenes, en la casa donde vive Jesús encontrad la presencia dulce de la Madre. En el seno de María el Verbo se hizo carne. Aceptando la misión que le fue asignada en el plan de salvación, la Virgen se ha convertido en modelo de todos los discípulos de Cristo.

A Ella encomiendo la preparación y la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud, así como las esperanzas y deseos de los jóvenes que, en cada rincón del mundo, repiten con Ella: «He aquí la sierva del Señor, hagáse en mí según tu palabra» (cfr. Lc 1,38) y van al encuentro de Jesús para habitar en su casa, preparados para anunciar después a sus coetáneos, como los Apóstoles: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno, al mismo tiempo que, acompañándoos con la oración, os bendigo.

Castel Gandolfo, 15 de agosto de 1996, fiesta de la Asunción de la Virgen María al cielo.

 

MENSAJE
DEL SANTO PADRE
PARA LA VIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

"Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10)

Muy queridos jóvenes:

1. Después de los encuentros de Roma, de Buenos Aires, de Santiago de Compostela y de Czestochowa, sigue nuestra peregrinación sobre los caminos de la historia contemporánea. La próxima etapa será en Denver, en el corazón de los Estados Unidos, junto a las Montañas Rocosas del Colorado, donde, en agosto de 1993, se celebrará la VIII Jornada mundial de la juventud. Allí, junto a tantos jóvenes americanos, se darán cita, como ya ha sucedido en los encuentros anteriores, chicos y chicas de todo el mundo, representando la fe más viva o, al menos, la búsqueda más apasionada del universo juvenil de los cinco continentes.

Estas manifestaciones periódicas no quieren ser un rito convencional, es decir, un acontecimiento que se justifica en su misma repetición. Al contrario, nacen más bien de una necesidad profunda que tiene su origen en el corazón del ser humano y se refleja en la vida de la Iglesia, peregrina y misionera.

Las Jornadas y los Encuentros mundiales de la juventud marcan providenciales momentos de reflexión: ayudan a los jóvenes a interrogarse sobre sus aspiraciones más íntimas, a profundizar su sentido eclesial, a proclamar con creciente gozo y audacia la común fe en Cristo, muerto y resucitado. Son momentos en los que muchos de ellos maduran opciones valientes e iluminadas, que pueden contribuir a orientar el futuro de la historia bajo la guía, al mismo tiempo fuerte y suave, del Espíritu Santo.

En el mundo presenciamos la "sucesión de los imperios", es decir, la sucesión de intentos de unidad política que determinados hombres imponen a otros hombres.

Los resultados están a la vista de todos. No es posible construir una verdadera y constante unidad mediante la constricción y la violencia. Una meta tan alta sólo se puede alcanzar construyendo sobre el fundamento de un común patrimonio de valores acogidos y compartidos, como, por ejemplo, el respeto a la dignidad del ser humano, la acogida de la vida, la defensa de los derechos del hombre, la apertura a la transcendencia y a las dimensiones del espíritu.

En esta perspectiva, respondiendo a los desafíos del tiempo que cambia, el encuentro mundial de los jóvenes quiere ser semilla y propuesta de una nueva unidad, que transciende el orden político, pero que lo ilumina. Se funda en la certeza de que sólo el Artífice del corazón humano puede dar una respuesta adecuada a los deseos que en él se albergan. De esta forma la Jornada mundial de la juventud se convierte en el anuncio de Cristo que proclama, también a los hombres de este siglo: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

2. Entramos así de lleno en el tema que guiará la reflexión durante este año de preparación a la próxima "Jornada".

En todas las lenguas existen varios términos para expresar lo que el hombre no quiere perder bajo ningún concepto, lo que constituye su aspiración, su deseo, su esperanza; pero ninguna otra palabra como el término "vida" logra resumir en todas ellas de forma tan completa las mayores aspiraciones del ser humano. "Vida" indica la suma de los bienes deseados y al mismo tiempo aquello que los hace posibles, accesibles, duraderos.

¿Acaso la historia del hombre no está marcada por una fatigosa y dramática búsqueda de algo o alguien que sea capaz de liberarlo de la muerte y de asegurarle la vida?

La existencia humana conoce momentos de crisis y de cansancio, de desilusión y de oscuridad. Se trata de una experiencia de insatisfacción que se refleja bien en tanta literatura y en tanto cine de nuestros días. A la luz de un esfuerzo tan grande es fácil comprender la particular dificultad de los adolescentes y de los jóvenes que se dirigen, con el corazón encogido, hacia ese conjunto de promesas fascinantes y de oscuras incógnitas que presenta la vida.

Jesús ha venido para dar la respuesta definitiva al deseo de vida y de infinito que el Padre celeste, creándonos, ha inscrito en nuestro ser. En la culminación de la revelación, el Verbo encarnado proclama: "Yo soy la vida" (Jn 14, 6), y también: "Yo he venido para que tengan vida" (Jn 10, 10). ¿Pero qué vida? La intención de Jesús es clara: la misma vida de Dios, que está por encima de todas las aspiraciones que pueden nacer en el corazón humano (cf. 1 Co 2, 9). Efectivamente, por la gracia del bautismo, nosotros ya somos hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1-2).

Jesús ha salido al encuentro de los hombres, ha curado a enfermos y a los que sufren, ha liberado a endemoniados y resucitado a muertos. Se ha entregado a sí mismo en la cruz y ha resucitado, manifestándose de esta forma como el Señor de la vida: autor y fuente de la vida inmortal.

3. La experiencia cotidiana nos enseña que la vida está marcada por el pecado y amenazada por la muerte, a pesar de la sed de bondad que late en nuestro corazón y del deseo de vida que recorre nuestros miembros. Por poco que estemos atentos a nosotros mismos y a las situaciones que la existencia nos presenta, descubrimos que todo dentro de nosotros nos empuja más allá de nosotros mismos, todo nos invita a superar la tentación de la superficialidad o de la desesperación. Es entonces cuando el ser humano está llamado a hacerse discípulo de aquel Otro que lo transciende infinitamente, para entrar finalmente en la vida eterna.

Existen falsos profetas y falsos maestros de vida. Hay maestros que enseñan a salir del cuerpo, del tiempo y del espacio para poder entrar en la "vida verdadera". Estos condenan la creación y, en nombre de un falso espiritualismo, conducen a miles de jóvenes por caminos de una liberación imposible, que al final los deja más solos, víctimas del propio engaño y del propio mal.

Aparentemente en el polo opuesto, los maestros del "carpe diem" invitan a seguir toda inclinación o apetencia instintiva, con el resultado de hacer caer al individuo en una angustia llena de inquietud, acompañada de peligrosas evasiones hacia falaces paraísos artificiales, como el de la droga.

También hay maestros que sitúan el sentido de la vida exclusivamente en el éxito, en el deseo de riquezas, en el desarrollo de las capacidades personales, sin tener en cuenta la existencia de los otros ni el respeto por los valores, ni siquiera por el valor fundamental de la vida.

Estos y otros tipos de falsos maestros de vida, numerosos también en el mundo contemporáneo, proponen objetivos que no sólo no sacian, sino que agudizan y aumentan la sed que arde en el alma del hombre.

¿Quién podrá por tanto medir y colmar sus deseos?

¿Quién, sino Aquel que, siendo el autor de la vida, puede saciar el deseo que él mismo ha puesto dentro de su corazón? Él se acerca a cada uno para proponerle el anuncio de una esperanza que no engaña; él, que es al mismo tiempo el camino y la vida: el camino para entrar en la vida.

Nosotros solos no sabremos realizar aquello para lo que hemos sido creados. En nosotros hay una promesa, pero nos descubrimos impotentes para realizarla. Sin embargo el Hijo de Dios, que vino entre los hombres, dijo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Según una sugestiva expresión de san Agustín, Cristo "ha querido crear un lugar donde cada hombre pueda encontrar la vida verdadera". Este "lugar" es su Cuerpo y su Espíritu, en el que toda la realidad humana, redimida y perdonada, se renueva y diviniza.

4. Efectivamente, la vida de cada uno de nosotros ha sido pensada antes de la creación del mundo, y con razón podemos repetir con el salmista: "Señor, tú me sondeas y me conoces... tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno" (Sal 139).

Esta vida, que estaba en Dios desde el principio (cf. Jn 1, 4), es vida que se dona, que nada retiene para sí y que, sin cansarse, libremente se comunica. Es luz, "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9). Es Dios, que vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14) para indicarnos el camino de la inmortalidad propia de los hijos de Dios y para hacerlo accesible.

En el misterio de su cruz y de su resurrección, Cristo ha destruido la muerte y el pecado, ha abolido la distancia infinita que existía entre cada hombre y la vida nueva en él. "Yo soy la resurrección y la vida -proclama-; quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11, 25).

Cristo realiza todo esto donando su Espíritu, dador de vida, en los sacramentos; particularmente en el bautismo, sacramento que hace de la existencia recibida de los padres, frágil y destinada a la muerte, un camino hacia la eternidad; en el sacramento de la penitencia que renueva continuamente la vida divina gracias al perdón de los pecados; en la Eucaristía "pan de vida" (cf. Jn 6, 35), que alimenta a los "vivos" y hace firmes sus pasos en la peregrinación terrena, hasta poder llegar a decir con el apóstol san Pablo: "Yo vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).

5. La vida nueva, don del Señor resucitado, se irradia después a todos los ámbitos de la experiencia humana: en la familia, en la escuela, en el trabajo, en las actividades de todos los días y en el tiempo libre.

La vida nueva comienza a florecer aquí y ahora. Signo de su presencia y de su crecimiento es la caridad: "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida -afirma san Juan- porque amamos a nuestros hermanos" (1 Jn 3, 14) con un amor de obra y en verdad. La vida florece en el don de sí a los otros, según la vocación de cada uno: en el sacerdocio ministerial, en la virginidad consagrada, en el matrimonio, de modo que todos puedan, con actitud solidaria, compartir los dones recibidos, sobre todo con los pobres y los necesitados.

Aquel que "nazca de lo alto" será capaz de "ver el reino de Dios" (cf. Jn 3, 3) y de comprometerse en la construcción de estructuras sociales más dignas del hombre y de cada hombre, en la promoción y defensa de la cultura de la vida contra cualquier amenaza de muerte.

6. Queridos jóvenes, vosotros os hacéis intérpretes de una pregunta que, frecuentemente, os hacen muchos de vuestros amigos: ¿Cómo y dónde podemos encontrar esta vida, cómo y dónde podremos vivirla?

La respuesta la podéis encontrar vosotros mismos, si tratáis de permanecer fielmente en el amor de Cristo (cf. Jn 15, 9). Vosotros podréis experimentar directamente la verdad de su palabra: "Yo soy... la vida" (Jn 14, 6), y podréis llevar a todos este gozoso anuncio de esperanza. Él os ha constituido sus embajadores, primeros evangelizadores de vuestros coetáneos.

La próxima Jornada mundial de la juventud en Denver nos ofrecerá una ocasión propicia para reflexionar juntos sobre este tema de gran interés para todos. Pero hay que prepararse para esta importante cita, mirar a nuestro alrededor para encontrar y reconocer aquellos "lugares" en los que Cristo está presente como manantial de vida. Pueden ser las comunidades parroquiales, los grupos y movimientos de apostolado, los monasterios y casas religiosas, y también personas concretas a través de las cuales, como sucedió a los discípulos de Emaús, él hace que arda nuestro corazón y se abra a la esperanza.

Queridos jóvenes, con espíritu de gratuidad, sentíos directamente implicados en la tarea de la nueva evangelización, que compromete a todos. Anunciad a Cristo que "murió por todos a fin de que los que viven no vivan ya para ellos sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).

7. A vosotros, muy queridos jóvenes de los Estados Unidos, que daréis hospitalidad a la próxima Jornada mundial de la juventud, se os ha concedido la alegría de acoger como un don del Espíritu el encuentro con tantos jóvenes que desde todos los lugares del mundo llegarán como peregrinos a vuestro país.

Ya os estáis preparando para ello mediante una gran actividad espiritual y organizativa, en la que están implicados todos los miembros de vuestras comunidades eclesiales.

Deseo de corazón que un acontecimiento tan extraordinario contribuya a acrecentar en cada uno el entusiasmo y la fidelidad en el seguimiento de Cristo y a acoger con gozo su mensaje, fuente de vida nueva.

Os confío a la protección de la Santísima Virgen, por medio de la cual hemos recibido al autor de la vida, Jesucristo, Hijo de Dios y Señor nuestro. Con gran afecto os bendigo a todos.

Vaticano, 15 de agosto de 1992, solemnidad de la Asunción de María Santísima.

 

MENSAJE
DEL SANTO PADRE
PARA LA IX Y LA X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

"Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).

Amadísimos jóvenes:

1. "La paz con vosotros" (Jn 20, 19). Es el saludo, lleno de significado, con que el Señor resucitado se presenta a sus discípulos, temerosos y desconcertados después de su pasión.

Con la misma intensidad y profundidad de sentimientos me dirijo ahora a vosotros, mientras nos preparamos para celebrar la IX y la X Jornada mundial de la juventud, que tendrán lugar, como es ya feliz costumbre, el domingo de Ramos de 1994 y 1995, mientras que el gran encuentro internacional que reúne a jóvenes de todo el mundo en torno al Papa se celebrará en Manila, capital de Filipinas, en enero de 1995.

En los anteriores encuentros que han marcado nuestro itinerario de reflexión y oración, como los discípulos, hemos tenido la posibilidad de ver -que significa también creer y conocer, casi tocar (cf. 1 Jn 1, 1)- al Señor resucitado.

Lo vimos y acogimos como maestro y amigo en Roma en 1984 y 1985, cuando emprendimos la peregrinación desde el centro y corazón de la catolicidad para dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15), llevando su cruz por los caminos del mundo. Le pedimos con insistencia que permaneciera con nosotros en nuestro camino diario.

Lo vimos en Buenos Aires en 1987 cuando, junto con los jóvenes de todos los continentes, y en especial de América Latina, "conocimos el amor que Dios nos tiene, y creímos en él" ( Jn 4, 16) y proclamamos que su revelación, como un sol que ilumina y calienta, alimenta la esperanza y renueva la alegría del trabajo misionero para construir la civilización del amor.

Lo vimos en Santiago de Compostela en 1989, donde descubrimos su rostro y lo reconocimos como camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), meditando con el apóstol Santiago en las antiguas raíces cristianas de Europa.

Lo vimos en 1991 en Czestochowa, cuando, una vez derribadas las barreras, todos juntos, jóvenes del Este y del Oeste, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre celestial, proclamamos la paternidad de Dios por medio del Espíritu y nos reconocimos, en él, como hermanos: "Recibisteis un espíritu de hijos" (Rm 8, 15).

Lo vimos más recientemente en Denver, en el centro de Estados Unidos de América, donde lo tratamos de descubrir en el rostro del hombre contemporáneo, en un marco muy diferente al de las etapas anteriores, pero no menos exaltante por la profundidad de su contenido, experimentando y gustando el don de la vida en abundancia: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

Mientras conservamos en los ojos y en el corazón el espectáculo maravilloso e inolvidable de ese gran encuentro entre las Montañas Rocosas, reanudamos nuestra peregrinación, teniendo como próxima etapa Manila, en el vasto continente asiático, encrucijada de la X Jornada mundial de la juventud.

El anhelo de ver al Señor anida siempre en el corazón del hombre (cf. Jn 12, 21) y lo impulsa sin cesar a buscar su rostro. También nosotros, al ponernos en camino, manifestamos esa nostalgia y, con el peregrino de Sión, repetimos: "Tu rostro busco, Señor" (Sal 27, 8).

El Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la tarde de Pascua: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).

Una vez más, quien convoca a los jóvenes de todo el mundo es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad.

Llamados por él, los jóvenes de todos los rincones del planeta se interrogan acerca de su propio compromiso en favor de la nueva evangelización, para continuar la misión confiada a los Apóstoles y en la que todo cristiano, en virtud de su bautismo y de su pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar.

2. La vocación y el compromiso misionero de la Iglesia brotan del misterio central de nuestra fe: la Pascua. En efecto, "al atardecer de aquel día", se presentó Jesús en medio de los discípulos, atrincherados tras las puertas cerradas "por miedo a los judíos" (Jn 20, 19).

Después de haber manifestado su amor sin límites abrazando la cruz y ofreciéndose en sacrificio de redención por todos los hombres -él mismo había dicho: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13)-, el Maestro divino vuelve a los suyos, a los que había amado más intensamente y con los que había pasado su vida terrena.

Es un encuentro extraordinario, en el que sus corazones se sienten felices por tener nuevamente presente a Cristo, después de los acontecimientos de su trágica pasión y de su gloriosa resurrección. "Los discípulos se alegraron de ver al Señor" (Jn 20, 20).

Encontrarse con él inmediatamente después de su resurrección, significó para los Apóstoles comprobar que su mensaje no era falso, que sus promesas no habían quedado escritas en la arena. Él, vivo y resplandeciente de gloria, constituye la prueba del amor todopoderoso de Dios, que cambia radicalmente el curso de la historia y de nuestra existencia.

El encuentro con Jesús es, por tanto, un acontecimiento que da sentido a la existencia del hombre y la trastorna, abriendo el alma a horizontes de auténtica libertad.

También nuestro tiempo se coloca después de la Resurrección. Es "el tiempo favorable", "el día de la salvación" (2 Co 6, 2).

El Resucitado vuelve a nosotros con la plenitud de la alegría y con una sobreabundante riqueza de vida. La esperanza se convierte en certeza, porque, si él ha vencido a la muerte, también nosotros podemos esperar triunfar un día en la plenitud de los tiempos, contemplando de modo definitivo a Dios.

3. Pero el encuentro con el Señor resucitado no refleja sólo un momento de alegría individual. Es, más bien, una ocasión en que se manifiesta en toda su amplitud la llamada que ha recibido todo ser humano. Fuertes en la fe en Cristo resucitado, estamos todos invitados a abrir de par en par las puertas de la vida, sin miedos ni titubeos, para acoger la Palabra, que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), y proclamarla valientemente al mundo entero.

La salvación, que se nos ha ofrecido, es un don que no se puede tener celosamente escondido. Es como la luz del sol, que por su misma naturaleza disipa las tinieblas; es como el agua de un manantial limpio, que brota incontenible del centro de la roca.

"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Jesús, enviado por el Padre a la humanidad, da a todo creyente la plenitud de la vida (cf. Jn 10, 10), como meditamos y proclamamos con ocasión de la reciente Jornada de Denver.

Su Evangelio debe hacerse comunicación y misión. La vocación misionera compromete a todo cristiano, se convierte en la esencia misma de todo testimonio de fe concreto y vital. Se trata de una misión que brota del proyecto del Padre, designio de amor y de salvación que se realiza con la fuerza del Espíritu, sin el cual cualquier iniciativa apostólica nuestra está destinada al fracaso. Precisamente para que sus discípulos puedan realizar esa misión, Jesús les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Así transmite a la Iglesia su misma misión salvífica, para que el misterio pascual siga llegando a todo hombre, en todo tiempo, en cualquier latitud del planeta.

Sobre todo vosotros, los jóvenes, estáis llamados a convertiros en misioneros de esta nueva evangelización, dando a diario testimonio de la Palabra que salva.

4. Vosotros experimentáis personalmente las inquietudes de esta época de la historia, rica de esperanzas e incertidumbres, en la que a veces es fácil perder el camino que lleva al encuentro con Cristo.

Numerosas son, en efecto, las tentaciones de nuestros días, las seducciones que pretenden apagar la voz divina que resuena dentro del corazón de cada persona.

La Iglesia se presenta al hombre de nuestro siglo, a todos vosotros, queridos jóvenes que sentís hambre y sed de verdad, como compañera de viaje. Os ofrece el eterno mensaje evangélico y os confía una tarea apostólica exaltante: ser los protagonistas de la nueva evangelización.

Fiel guardiana e intérprete del patrimonio de fe que Cristo le transmitió, desea dialogar con las nuevas generaciones; quiere responder a sus necesidades y expectativas para buscar, en un diálogo franco y abierto, los sentimientos más oportunos para llegar a los manantiales de la salvación divina.

La Iglesia confía a los jóvenes la tarea de proclamar al mundo la alegría que brota de haberse encontrado con Cristo. Queridos amigos, dejaos seducir por Cristo; aceptad su invitación y seguidlo. Id y anunciad la buena nueva que redime (cf. Mt 28, 19); hacedlo con la felicidad en el corazón y convertíos en comunicadores de esperanza en un mundo que a menudo sufre la tentación de la desesperación, comunicadores de fe en una sociedad que a veces parece resignarse a la incredulidad; y comunicadores de amor en medio de los acontecimientos diarios, con frecuencia marcados por la lógica del egoísmo más desenfrenado.

5. Para poder imitar a los discípulos que, impulsados por el soplo del Espíritu, proclamaron sin titubeos su fe en el Redentor que ama a todos y quiere que todos se salven (cf. Hch 2, 22-24. 32-36), es preciso convertirse en hombre nuevos, renunciando al hombre viejo que llevamos dentro y dejándonos renovar a fondo por la fuerza del Espíritu del Señor.

Cada uno de vosotros es enviado al mundo, especialmente a vuestros propios coetáneos, a comunicarles, con el testimonio de vuestra vida y vuestras obras, el mensaje evangélico de la reconciliación y la paz: "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Co 5, 20).

Esta reconciliación es, ante todo, el destino individual de todo cristiano que encuentra y renueva continuamente su propia identidad de discípulo del Hijo de Dios en la oración y en la participación en los sacramentos, especialmente en los de la penitencia y la Eucaristía.

Pero ése es también el destino de toda la familia humana. Ser hoy misioneros en medio de nuestra sociedad significa utilizar lo mejor posible los medios de comunicación para esa tarea religiosa y pastoral.

Si os convertís en ardientes comunicadores de la Palabra que salva y testigos de la alegría de la Pascua, seréis también constructores de paz en un mundo que busca esa paz como una utopía, olvidando a menudo sus raíces profundas. Las raíces de la paz, como bien sabéis, están dentro del corazón de cada uno, si sabe acoger el deseo del Redentor resucitado: "La paz con vosotros" (Jn 20, 19).

Ante la cercanía del tercer milenio cristiano, a vosotros los jóvenes se os ha confiado de manera especial la tarea de convertiros en comunicadores de esperanza y artífices de paz (cf. Mt 5, 9) en un mundo cada vez más necesitado de testigos creíbles y de anunciadores coherentes. Sabed hablar al corazón de vuestros coetáneos que tienen sed de verdad y felicidad, y buscan incesantemente a Dios, aunque a menudo sea de forma inconsciente.

6. Amadísimos jóvenes de todo el mundo, a la vez que con este Mensaje se inaugura oficialmente el camino hacia la IX y la X Jornada mundial de la juventud, deseo renovar mi afectuoso saludo a cada uno de vosotros, y en especial a cuantos viven en Filipinas, pues en 1995 el encuentro mundial de los jóvenes con el Papa se celebrará por primera vez en el continente asiático, rico en tradiciones y cultura. A vosotros, jóvenes de Filipinas, corresponde preparar esta vez una acogida a vuestros numerosos amigos del mundo entero. Esa Iglesia joven de Asia está llamada de manera especial a dar, en la cita de Manila, un testimonio vivo y ferviente de fe. Espero que sepa aceptar este don que Cristo mismo le va a ofrecer.

A todos vosotros, jóvenes del mundo entero, os dirijo la invitación a poneros espiritualmente en camino hacia las próximas Jornadas mundiales. Acompañados y guiados por vuestros pastores, dentro de las parroquias y las diócesis, en las asociaciones, movimientos y grupos eclesiales, preparaos para aceptar las semillas de santidad y de gracia que el Señor de seguro os concederá con gran abundancia.

Espero que la celebración de estas Jornadas sea para todos vosotros ocasión privilegiada de formación y de crecimiento en el conocimiento personal y comunitario de Cristo; que os impulse interiormente a consagraros en la Iglesia al servicio de vuestros hermanos para construir la civilización del amor.

Encomiendo a María, la Virgen presente en el cenáculo, la Madre de la Iglesia (cf. Hch 1, 14), la preparación y el desarrollo de las próximas Jornadas mundiales: que ella nos comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en nuestra vida para hacer lo que él nos diga (cf. Jn 2, 5).

Os acompañe mi cordial y paterna bendición.

Vaticano, 21 de noviembre de 1993, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.

 

MENSAJE
DEL SANTO PADRE A LOS JOVENES
CON OCASION DE LA XI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Amadísimos jóvenes:

1. «Ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rm 1, 11-12).

Estas palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma resumen el sentimiento con que me dirijo a todos vosotros, al comienzo del itinerario de preparación para la XI Jornada mundial de la juventud.

En efecto, con ese mismo anhelo de veros, voy espiritualmente a vosotros, en todos los rincones del planeta, donde afrontáis la intensa aventura diaria de la vida: en vuestras familias, en los lugares de estudio y trabajo, en las comunidades en que os congregáis para escuchar la palabra del Señor y abrirle el corazón en la oración.

Mi mirada se dirige, en especial, a los jóvenes implicados directamente en los demasiados dramas que aún desgarran a la humanidad: los que sufren por la guerra, las violencias, el hambre y la miseria, y que prolongan el sufrimiento de Cristo, el cual con su pasión está cerca del hombre oprimido bajo el peso del dolor y la injusticia.

En 1996 la Jornada mundial de la juventud, como ya es costumbre, se celebrará en las comunidades diocesanas, a la espera del nuevo encuentro mundial que en 1997 nos llevará a París.

2. Nos encaminamos ya hacia el gran jubileo del año 2000, una cita que con la carta apostólica Tertio millennio adveniente he invitado a toda la Iglesia a preparar mediante la conversión del corazón y de la vida.

También a vosotros os pido desde ahora que comencéis esta preparación con el mismo espíritu y los mismos propósitos. Os encomiendo un proyecto de acción que, basado en las palabras del Evangelio y de acuerdo con los temas propuestos para cada año a toda la Iglesia, constituirá el hilo conductor de las próximas Jornadas mundiales:

Año 1997: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39).

Año 1998: «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (Jn 14, 26).

Año 1999: «El Padre os ama» (Jn 16, 27).

Año 2000: «El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14).

3. A vosotros, jóvenes, os dirijo en particular la invitación a mirar hacia la frontera epocal del año 2000, recordando que «el futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas en este siglo, alcanzarán la madurez en el próximo, el primero del nuevo milenio (...). Si (los jóvenes) saben seguir el camino que él indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su presencia en el próximo siglo» (Tertio millennio adveniente, 58).

En el camino de acercamiento al gran jubileo os acompañe la constitución conciliar Gaudium et spes, que deseo entregaros de nuevo a todos vosotros, como ya lo hice a vuestros coetáneos del continente europeo, en Loreto, el pasado mes de septiembre: es un «documento valioso y siempre joven. Releedlo atentamente. Encontraréis en él luz para descifrar vuestra vocación de hombres y mujeres llamados a vivir, en este tiempo maravilloso y a la vez dramático, como artífices de fraternidad y constructores de paz» (Angelus del 10 de septiembre de 1995: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 1995, p. 7).

4. «Señor, ¿a quién iremos?». La meta y el término de nuestra vida es él, Cristo, que nos espera, a cada uno y a todos juntos, para guiarnos más allá de los confines del tiempo en el abrazo eterno del Dios que nos ama.

Pero si la eternidad es nuestro horizonte de hombres hambrientos de verdad y sedientos de felicidad, la historia es el escenario de nuestro compromiso diario. La fe nos enseña que el destino del hombre está inscrito en el corazón y en la mente de Dios, que gobierna los hilos de la historia. Y nos enseña asimismo que el Padre pone en nuestras manos la tarea de comenzar ya desde aquí la construcción del reino de los cielos que el Hijo vino a anunciar y que llegará a su plenitud al final de los tiempos.

Así pues, tenemos el deber de vivir dentro de la historia, al lado de nuestros contemporáneos, compartiendo sus anhelos y esperanzas, porque el cristiano es, y debe ser, plenamente hombre de su tiempo. No se evade a otra dimensión, ignorando los dramas de su época, cerrando los ojos y el corazón a las inquietudes que impregnan su existencia. Al contrario, es un hombre que, aun sin ser de este mundo, está inmerso cada día en este mundo, dispuesto a acudir a donde haya un hermano a quien ayudar, una lágrima que enjugar, una petición de ayuda a la cual responder. En esto seremos juzgados.

5. Recordando la advertencia del Maestro: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36), debemos poner en práctica el «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34).

Nos opondremos así a lo que parece hoy la derrota de la civilización, para reafirmar con energía la civilización del amor, la única que puede abrir de par en par a los hombres de nuestro tiempo horizontes de auténtica paz y de justicia duradera en la legalidad y en la solidaridad.

La caridad es el camino real que nos debe llevar también a la meta del gran jubileo. Para llegar a esa cita, es preciso saber analizarse, haciendo un riguroso examen de conciencia, premisa indispensable de una conversión radical, capaz de transformar la vida y de darle un sentido auténtico, que permita a los creyentes amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, y al prójimo como a sí mismos (cf. Lc 10, 27).

Confrontando vuestra vida diaria con el Evangelio del único Maestro que tiene palabras de vida eterna, podréis convertiros en auténticos constructores de justicia, poniendo en práctica el mandamiento que hace del amor la nueva frontera del testimonio cristiano. Ésta es la ley de la transformación del mundo (cf. Gaudium et spes, 38).

6. Es preciso, ante todo, que vosotros, jóvenes, deis un gran testimonio de amor a la vida, don de Dios; un amor que se debe extender desde el inicio hasta el fin de toda existencia y debe luchar contra toda pretensión de hacer del hombre el árbitro de la vida del hermano, tanto del que aún no ha nacido como del que se halla en su ocaso, del minusválido y del débil.

A vosotros, jóvenes, que de forma natural e instintiva hacéis del deseo de vivir el horizonte de vuestros sueños y el arco iris de vuestras esperanzas, os pido que os transforméis en profetas de la vida. Sedlo con las palabras y con las obras, rebelándoos contra la civilización del egoísmo que a menudo considera a la persona humana un instrumento en vez de un fin, sacrificando su dignidad y sus sentimientos en nombre del mero lucro; hacedlo ayudando concretamente a quien tiene necesidad de vosotros y que tal vez sin vuestra ayuda tendría la tentación de resignarse a la desesperación.

La vida es un talento (cf. Mt 25, 14-30) que se nos ha confiado para que lo transformemos y lo multipliquemos, dándola como don a los demás. Ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia; cada uno de nosotros forma parte de una gran familia, dentro de la cual tiene un puesto que ocupar y un papel que desempeñar. El egoísmo vuelve sordos y mudos; el amor abre de par en par los ojos y el corazón, capacita para dar la aportación original e insustituible que, junto a los innumerables gestos de tantos hermanos, a menudo lejanos y desconocidos, contribuye a constituir el mosaico de la caridad, que puede cambiar el rumbo de la historia.

7. «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna».

Cuando, considerando demasiado duro su lenguaje, muchos de sus discípulos lo abandonaron, Jesús preguntó a los pocos que habían quedado: «¿También vosotros queréis marcharos?», le respondió Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-68). Y optaron por permanecer con él. Se quedaron porque el Maestro tenía palabras de vida eterna, palabras que, mientras prometían la eternidad, daban pleno sentido a la vida.

Hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer opciones decisivas para toda la existencia. Como sabéis muy bien, vivimos momentos difíciles, en los que con frecuencia no logramos distinguir el bien del mal, los verdaderos maestros de los falsos. Jesús nos ha advertido: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis» (Lc 21, 8). Orad y escuchad su palabra; dejaos guiar por verdaderos pastores; no cedáis jamás a los halagos y a los fáciles espejismos del mundo que luego, con demasiada frecuencia, se transforman en trágicos desengaños.

En los momentos difíciles, en los momentos de prueba se mide la calidad de las opciones. Así pues, en estos tiempos de dificultad cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes. No existen atajos hacia la felicidad y la luz. Prueba de ello son los tormentos de las personas que, en el decurso de la historia de la humanidad, se han puesto a buscar con empeño el sentido de la vida, la respuesta a los interrogantes fundamentales inscritos en el corazón de todo ser humano.

Ya sabéis que estos interrogantes no son sino la expresión de la nostalgia de infinito sembrada por Dios mismo en el interior de cada uno de nosotros. Así pues, con sentido del deber y del sacrificio debéis caminar por las sendas de la conversión, del compromiso, de la búsqueda, del trabajo, del voluntariado, del diálogo, del respeto a todos, sin rendiros ante los fracasos, conscientes de que vuestra fuerza está en el Señor, que guía con amor vuestros pasos, dispuesto a acogeros de nuevo como al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-24).

8. Queridos jóvenes, os he invitado a ser profetas de la vida y del amor. Os pido también que seáis profetas de la alegría: el mundo nos debe reconocer por el hecho de que sabemos comunicar a nuestros contemporáneos el signo de una gran esperanza ya realizada, la de Jesús, muerto y resucitado por nosotros.

No olvidéis que «la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (Gaudium et spes, 31).

Purificados por la reconciliación, fruto del amor divino y de vuestro arrepentimiento sincero, practicando la justicia, viviendo en acción de gracias a Dios, podréis ser en el mundo, a menudo sombrío y triste, profetas de alegría creíbles y eficaces. Seréis heraldos de la plenitud de los tiempos, cuya actualidad nos recuerda el gran jubileo del año 2000.

El camino que Jesús os señala no es cómodo; se asemeja más bien a un sendero escarpado de montaña. No os desalentéis. Cuanto más escarpado sea el sendero, tanto más rápidamente sube hacia horizontes cada vez más amplios. Os guíe María, estrella de la evangelización. Dóciles, al igual que ella, a la voluntad del Padre, recorred las etapas de la historia como testigos maduros y convincentes.

Con ella y con los Apóstoles sabed repetir en cada instante la profesión de fe en la presencia vivificante de Jesucristo: Tú tienes palabras de vida eterna.

Vaticano, 26 de noviembre de 1995, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.

 

MENSAJE
A LOS JÓVENES Y A LAS JÓVENES
DEL MUNDO
CON OCASIÓN DE LA
XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. Jn 1,38-39)

Muy queridos jóvenes:

1. Me dirijo a vosotros con alegría, continuando el largo diálogo que, con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud, estamos realizando. En comunión con todo el pueblo de Dios que camina hacia el Gran Jubileo del año 2000, quiero invitaros este año a fijar la mirada en Jesús, Maestro y Señor de nuestra vida, mediante las palabras que encontramos en el Evangelio de Juan: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. 1,38-39).

En los próximos meses, en todas las Iglesias locales os encontraréis con vuestros pastores para reflexionar sobre estas palabras evangélicas. Después, en agosto de 1997, viviremos juntos la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud a nivel internacional en París, en el corazón del continente europeo. En aquella metrópolis, desde siglos encrucijada de pueblos, de arte y de cultura, los jóvenes de Francia se están preparando con gran entusiasmo para acoger a sus coetáneos provenientes de todos los rincones del planeta. Siguiendo la Cruz del Año Santo, el pueblo de las jóvenes generaciones que creen en Cristo será una vez más icono vivo de la Iglesia peregrina por los caminos del mundo. En los encuentros de oración y reflexión, en el diálogo que une superando las diferencias de lengua y de raza, en el intercambio de ideales, problemas y esperanzas, experimentará vitalmente la promesa de Jesús: «Donde están dos o tres ?reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

2. Jóvenes de todo el mundo, ¡en el camino de la vida cotidiana podéis encontrar al Señor! ¿Os acordáis de los discípulos que, acudiendo a la orilla del Jordán para escuchar las palabras del último de los grandes profetas, Juan el Bautista, vieron como indicaba que Jesús de Nazaret era el Mesías, el Cordero de Dios? Ellos, llenos de curiosidad, decidieron seguirle a distancia, casi tímidos y sin saber que hacer, hasta que él mismo, volviéndose, preguntó: «¿Qué buscáis?», suscitando aquel diálogo que dio inicio a la aventura de Juan, de Andrés, de Simón «Pedro» y de los otros apóstoles (cfr. Jn 1,29-51).

Precisamente en aquel encuentro sorprendente, descrito con pocas y esenciales palabras, encontramos el origen de cada recorrido de fe. Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: de interrogantes se pasa a ser interrogados, de «buscadores» nos descubrimos «encontrados»; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Ésta es la dimensión fundamental del encuentro: no hay que tratar con algo, sino con Alguien, con «el que Vive». Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4).

Vivimos en una época de grandes transformaciones, en la que declinan rápidamente ideologías que parecía que podían resistir el desgaste del tiempo, y en el planeta se van modificando los confines y las fronteras. Con frecuencia la humanidad se encuentra en la incertidumbre, confundida y preocupada (cfr. Mt 9,36), pero la Palabra de Dios no pasa; recorre la historia y, con el cambio de los acontecimientos, permanece estable y luminosa (cfr. Mt 24,35). La fe de la Iglesia está fundada en Jesucristo, único salvador del mundo: ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13,8). La Palabra remite a Cristo, porque a Él se dirigen las preguntas que brotan del corazón humano frente al misterio de la vida y de la muerte. Él es el único que puede ofrecer respuestas que no engañan o decepcionan.

Trayendo a la memoria vuestras palabras en los inolvidables encuentros que he tenido la alegría de vivir con vosotros en mis viajes apostólicos por todo el mundo, me parece descubrir en ellas, de forma insistente y viva, la misma pregunta de los discípulos: «Maestro, ¿dónde vives?». Aprended a escuchar de nuevo, en el silencio de la oración, la respuesta de Jesús: «Venid y veréis».

3. Muy queridos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él, de cruzar el umbral de su casa, de hablar con Él cara a cara, como se está con un amigo (cfr. Ex 33,11). No tengáis miedo de la «vida nueva» que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica.

Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: «quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?

¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos», regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al «Tú» que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz.

4. «Venid y veréis». Encontraréis a Jesús allí donde los hombres sufren y esperan: en los pequeños pueblos diseminados en los continentes, aparentemente al margen de la historia, como era Nazaret cuando Dios envió su Ángel a María; en las grandes metrópolis donde millones de seres humanos frecuentemente viven como extraños. Cada ser humano, en realidad, es «conciudadano» de Cristo.

Jesús vive junto a nosotros, en los hermanos con los que compartís la existencia cotidiana. Su rostro es el de los más pobres, de los marginados, víctimas casi siempre de un modelo injusto de desarrollo, que pone el beneficio en el primer puesto y hace del hombre un medio en lugar de un fin. La casa de Jesús está donde un ser humano sufre por sus derechos negados, sus esperanzas traicionadas, sus angustias ignoradas. Allí, entre los hombres, está la casa de Cristo, que os pide que sequéis, en su nombre, toda lágrima y que les recordéis a los que se sienten solos que nadie está solo si pone en Él su esperanza (cfr. Mt 25,31-46).

5. Jesús vive entre los que le invocan sin haberlo conocido; entre los que, habiendo empezado a conocerlo, sin su culpa, lo han perdido; entre los que lo buscan con corazón sincero, aún perteneciendo a situaciones culturales y religiosas diferentes (cfr. Lumen gentium, 16). Discípulos y amigos de Jesús, haceos artífices de diálogo y de colaboración con todos los que creen en un Dios que gobierna con infinito amor el universo; convertíos en embajadores de aquel Mesías que habéis encontrado y conocido en su «casa», la Iglesia, de forma que otros muchos de vuestros coetáneos puedan seguir sus huellas, iluminados por vuestra fraterna caridad y por la alegría de vuestra mirada que ha contemplado a Cristo.

Jesús vive entre los hombres y las mujeres «que se honran con el nombre de cristianos» (cfr. Lumen gentium, 15). Todos los pueden encontrar en las Escrituras, en la oración y en el servicio al prójimo. En la vigilia del tercer milenio, cada día es más urgente reparar el escándalo de la división entre los cristianos, reforzando la unidad por medio del diálogo, de la oración común y del testimonio. No se trata de ignorar las divergencias y los problemas utilizando un cierto relativismo, porque sería como cubrir la herida sin curarla, con el riesgo de interrumpir el camino antes de haber llegado a la meta de la plena comunión. Al contrario, se trata de actuar – guiados por el Espíritu Santo – con vistas a una real reconciliación, confiando en la eficacia de la oración pronunciada por Jesús la vigilia de su pasión: «Padre, que sean uno como nosotros somos uno» (cfr. Jn 17,22). Cuánto más os unáis a Jesús, mayor será vuestra capacidad de unión; y en la medida en que realicéis gestos concretos de reconciliación, entraréis en la intimidad de su amor.

Jesús vive concretamente en vuestras parroquias, en las comunidades en las que vivís, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales a los que pertenecéis, así como en otras formas contemporáneas de agregación y de apostolado al servicio de la nueva evangelización. La riqueza de tanta variedad de carismas es un beneficio para toda la Iglesia e impulsa a cada creyente a poner las propias fuerzas al servicio del único Señor, fuente de salvación para toda la humanidad.

6. Jesús es «la Palabra del Padre» (cfr. Jn 1,1), donada a los hombres para desvelar el rostro de Dios y dar sentido y orientación a sus pasos inciertos. Dios, que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo» (Hb 1,1-2). Su Palabra no es imposición que desquicia las puertas de la conciencia; es voz persuasiva, don gratuito que, para llegar a ser salvífico en la vida concreta de cada uno, pide una actitud disponible y responsable, un corazón puro y una mente libre.

En vuestros grupos, queridos jóvenes, multiplicad las ocasiones de escucha y de estudio de la Palabra del Señor, sobre todo mediante la lectio divina: descubriréis en ella los secretos del Corazón de Dios y sacaréis fruto para el discernimiento de las situaciones y la transformación de la realidad. Guiados por la Sagrada Escritura, podréis reconocer en vuestras jornadas la presencia del Señor, y entonces el «desierto» podrá convertirse en «jardín», donde la criatura podrá hablar familiarmente con su Creador: «Cuando leo la Sagrada Escritura, Dios vuelve a pasear en el Paraíso terrenal» (S. Ambrosio, Epístola, 49,3).

7. Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía, en la cual se realiza de modo total su presencia real y su contemporaneidad con la historia de la humanidad. Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en camino hacia Emaús y, como ellos, decidle al Resucitado que se revela en el gesto de partir el pan: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24,29). Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, siempre permanezca con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza. Que nunca os falte, queridos jóvenes, el Pan Eucarístico en las mesas de vuestra existencia. ¡De este pan podréis sacar fuerza para dar testimonio de vuestra fe!

Alrededor de la mesa eucarística se realiza y se manifiesta la armoniosa unidad de la Iglesia, misterio de comunión misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos, sin exclusiones o diferencias de raza, lengua, edad, clase social o cultura. Queridos jóvenes, contribuid generosa y responsablemente a edificar continuamente la Iglesia como familia, lugar de diálogo y de recíproca acogida, espacio de paz, de misericordia y de perdón.

8. Queridos jóvenes, iluminados por la Palabra y fortificados con el pan de la Eucaristía, estáis llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas.

Pero ¿por qué se reconocerá que sois verdaderos discípulos de Cristo? Porque «os amaréis los unos a los otros» (Jn 13,35) siguiendo el ejemplo de su amor: un amor gratuito, infinitamente paciente, que no se niega a nadie (cfr. 1Cor 13,4-7). Será la fidelidad al mandamiento nuevo que certificará vuestra coherencia respecto al anuncio que proclamáis. Ésta es la gran «novedad» que puede asombrar al mundo desgraciadamente todavía herido y dividido por los violentos conflictos, a veces evidentes y claros, otras, sutiles y escondidos. En este mundo vosotros estáis llamados a vivir la fraternidad, no como una utopía, sino como posibilidad real; en esta sociedad estáis llamados a construir, como verdaderos misioneros de Cristo, la civilización del amor.

9. El 30 de septiembre de 1997 celebraremos el centenario de la muerte de Santa Teresa de Lisieux. Sin duda que en su patria su figura llamará la atención de los jóvenes peregrinos, porque Santa Teresa es una santa joven que hoy propone de nuevo este simple y sugerente anuncio, lleno de estupor y de gratitud: Dios es Amor; cada persona es amada por Dios, que espera que cada uno lo acoja y lo ame. Un mensaje que vosotros, jóvenes de hoy, estáis llamados a acoger y gritar a vuestros coetáneos: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34).

De la juventud de Teresa del Niño Jesús brota su entusiasmo por el Señor, la gran sensibilidad con la que ha vivido el amor, la audacia no ilusoria de sus grandes proyectos. Con la atracción de su santidad, confirma que Dios también concede a los jóvenes, con abundancia, los tesoros de su sabiduría.

Recorred con ella el camino humilde y sencillo de la madurez cristiana, en la escuela del Evangelio. Permaneced con ella en el «corazón» de la Iglesia, viviendo radicalmente la opción por Cristo.

10. Queridos jóvenes, en la casa donde vive Jesús encontrad la presencia dulce de la Madre. En el seno de María el Verbo se hizo carne. Aceptando la misión que le fue asignada en el plan de salvación, la Virgen se ha convertido en modelo de todos los discípulos de Cristo.

A Ella encomiendo la preparación y la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud, así como las esperanzas y deseos de los jóvenes que, en cada rincón del mundo, repiten con Ella: «He aquí la sierva del Señor, hagáse en mí según tu palabra» (cfr. Lc 1,38) y van al encuentro de Jesús para habitar en su casa, preparados para anunciar después a sus coetáneos, como los Apóstoles: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno, al mismo tiempo que, acompañándoos con la oración, os bendigo.

Castel Gandolfo, 15 de agosto de 1996, fiesta de la Asunción de la Virgen María al cielo.

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD DE 1998

«El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (cf. Jn 14, 26).

Queridos jóvenes amigos:

1. «Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 3-6),

Os saludo con las palabras del apóstol Pablo, «pues os llevo en mi corazón» (Flp 1, 7). Sí; como os aseguré en la reciente e inolvidable Jornada mundial de la juventud, celebrada en París, el Papa piensa en vosotros y os quiere mucho, os tiene en su mente cada día con gran afecto y os acompaña con su oración, se fía y cuenta con vosotros, con vuestro compromiso cristiano y con vuestra colaboración en la causa del Evangelio.

2. Como sabéis, el segundo año de la fase preparatoria para el gran jubileo comienza con el primer domingo de Adviento, y «se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo» (Tertio millennio adveniente, 44). Con vistas a la celebración de la próxima Jornada mundial de la juventud, os invito a mirar, en comunión con toda la Iglesia, al Espíritu del Señor, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30).

En efecto, «la Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario "de otro modo, si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia". El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno» (Tertio millennio adveniente, 44).

Para la próxima Jornada mundial creo oportuno proponer a vuestra reflexión y a vuestra oración estas palabras de Jesús: «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (cf. Jn 14, 26). Nuestro tiempo está desorientado y confundido; a veces, incluso, parece que no conoce la frontera entre el bien y el mal; aparentemente, rechaza a Dios, porque lo desconoce o porque no lo quiere conocer.

En esta situación, es importante que nos dirijamos idealmente al cenáculo para revivir el misterio de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-11) y para permitir que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la «sabiduría del corazón» (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida.

Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). Esta «luz de la fe» en nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo. En la secuencia de Pentecostés, oramos así: «Oh luz dichosísima, penetra hasta el fondo en el corazón de tus fieles».

Jesús quiso subrayar fuertemente el carácter misterioso del Espíritu Santo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Entonces, ¿es necesario renunciar a entender? Jesús pensaba exactamente lo contrario, pues asegura que el Espíritu Santo mismo es capaz de guiarnos «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).

3. Una luz extraordinaria sobre la tercera Persona de la santísima Trinidad ilumina a los que quieren meditar en la Iglesia y con la Iglesia el misterio de Pascua y de Pentecostés.

Jesús fue «constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4).

Después de la resurrección, la presencia del Maestro inflama el corazón de los discípulos. «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros?» (Lc 24, 32), dicen los peregrinos que iban camino de Emaús. Su palabra los ilumina: nunca habían dicho con tanta fuerza y plenitud: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Los cura de la duda, de la tristeza, del desaliento, del miedo, del pecado; les da una nueva fraternidad; una comunión sorprendente con el Señor y con sus hermanos sustituye al aislamiento y la soledad: «Ve a mis hermanos» (Jn 20, 17).

Durante la vida pública, las palabras y los gestos de Jesús no habían podido llegar más que a unos pocos millares de personas, en un espacio y lugar definidos. Ahora esas palabras y esos gestos no conocen límites de espacio o de cultura. «Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Esta es mi sangre, derramada por vosotros» (cf. Lc 22, 19-20): basta que sus Apóstoles lo hagan «en conmemoración suya», según su petición explícita, para que él esté realmente presente en la Eucaristía, con su cuerpo y su sangre, en cualquier parte del mundo. Es suficiente que repitan el gesto del perdón y de la curación, para que él perdone: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 23).

Cuando estaba con los suyos, Jesús tenía prisa; le preocupaba el tiempo: «Todavía no ha llegado mi tiempo» (Jn 7, 6); «todavía por un poco de tiempo está la luz entre vosotros» (Jn 12, 35). Después de la resurrección, su relación con el tiempo ya no es la misma; su presencia continúa: «estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Esta transformación en profundidad, extensión y duración, de la presencia de nuestro Señor y Salvador es obra del Espíritu Santo.

4. Y, cuando Cristo resucitado se hace presente en la vida de las personas y les da su Espíritu (cf. Jn 20, 22), cambian completamente, aun permaneciendo, más aún, llegando a ser plenamente ellas mismas. El ejemplo de san Pablo es particularmente significativo: la luz que lo deslumbró en el camino de Damasco hizo de él un hombre más libre de lo que había sido; libre con la libertad verdadera, la del Resucitado ante el que había caído por tierra (cf. Hch 9, 1-30). La experiencia que vivió le permitió escribir a los cristianos de Roma: «Libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 22).

Lo que Jesús comenzó a hacer con los suyos en tres años de vida común, es llevado a plenitud por el don del Espíritu Santo. Antes la fe de los Apóstoles era imperfecta y titubeante, pero después es firme y fecunda: hace caminar a los paralíticos (cf. Hch 3, 1-10), ahuyenta a los espíritu inmundos (cf. Hch 5, 16). Los que, en otro tiempo, temblaban a causa del miedo al pueblo y a las autoridades, afrontan a la muchedumbre reunida en el templo y desafían al Sanedrín (cf. Hch 4, 1-14). Pedro, a quien el miedo a las acusaciones de una mujer había llevado a la triple negación (cf. Mc 14, 66-72), ahora se comporta como la «roca» que Jesús quería (cf. Mt 16, 18). Y también los demás, que hasta ese momento se dedicaban a discusiones motivadas por la ambición (cf. Mc 9, 33), ahora son capaces de ser «un solo corazón y una sola alma» y de ponerlo todo en común (cf. Hch 4, 32). Los mismos que, tan imperfectamente y con tanta dificultad, habían aprendido de Jesús a orar, a amar y a ir a la misión, ahora oran de verdad, aman de verdad y son verdaderos misioneros, verdaderos apóstoles.

Esa es la obra realizada por el Espíritu de Jesús en sus Apóstoles.

5. Lo que sucedió entonces sigue aconteciendo en la comunidad cristiana de hoy. Gracias a la acción de Aquel que es, en el corazón de la Iglesia, la «memoria viva» de Cristo (cf. Jn 14, 26), el misterio pascual de Jesús nos llega y nos transforma. El Espíritu Santo es quien, a través de los signos visibles, audibles y tangibles de los sacramentos, nos permite ver, escuchar y tocar la humanidad glorificada del Resucitado.

El misterio de Pentecostés, como don del Espíritu a cada uno, se actualiza de modo privilegiado con la confirmación, que es el sacramento del crecimiento cristiano y de la madurez espiritual. En ella, cada fiel recibe una profundización de la gracia bautismal y es insertado plenamente en la comunidad mesiánica y apostólica, mientras es «confirmado» en la familiaridad con el Padre y con Cristo, que lo quiere testigo y protagonista de la obra de la salvación.

El Espíritu Santo da al cristiano -cuya vida, de otro modo, correría el riesgo de quedar sujeta únicamente al esfuerzo, a la regla e incluso al conformismo exterior- la docilidad, la libertad y la fidelidad. En efecto, él es «Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 2). Sin él, ¿cómo se podría comprender que el yugo de Cristo es suave y su carga ligera? (cf. Mt 11, 30).

El Espíritu Santo infunde audacia; impulsa a contemplar la gloria de Dios en la existencia y en el trabajo de cada día. Estimula a hacer la experiencia del misterio de Cristo en la liturgia, a hacer que la Palabra resuene en toda la vida, con la seguridad de que siempre tendrá algo nuevo que decir; ayuda a comprometerse de por vida, a pesar del miedo al fracaso, a afrontar los peligros y superar las barreras que separan las culturas para anunciar el Evangelio, a trabajar incansablemente por la continua renovación de la Iglesia, sin constituirse en jueces de los hermanos.

6. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, insiste en la unidad fundamental de la Iglesia de Dios, comparable a la unidad orgánica del cuerpo humano en la diversidad de sus miembros.

Queridos jóvenes, una valiosa experiencia de la unidad de la Iglesia, en la riqueza de su diversidad, la vivís siempre que os reunís entre vosotros, especialmente para la celebración eucarística. Es el Espíritu quien lleva a los hombres a comprenderse y acogerse recíprocamente, a reconocerse hijos de Dios y hermanos en camino hacia la misma meta, la vida eterna, a hablar la misma lengua, por encima de las diferencias culturales y raciales.

Participando activamente y con generosidad en la vida de las parroquias, de los movimientos y de las asociaciones, experimentaréis cómo los carismas del Espíritu os ayudan a encontraros con Cristo, a ahondar la familiaridad con él, a realizar y gustar la comunión eclesial.

Hablar de la unidad lleva a evocar con dolor la situación actual de separación entre los cristianos. Precisamente por ello, el ecumenismo constituye una de las tareas prioritarias y más urgentes de la comunidad cristiana: «En esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo, implorando de él la gracia de la unidad de los cristianos. (...) Sin embargo, somos todos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. (...) La cercanía del final del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas» (Tertio millennio adveniente, 34). También a vosotros, queridos jóvenes, encomiendo esta preocupación y esta esperanza, como compromiso y como tarea.

El Espíritu Santo es, asimismo, quien estimula la misión evangelizadora de la Iglesia. Antes de la Ascensión, Jesús había dicho a los Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Desde entonces, bajo el impulso del Espíritu, los discípulos de Jesús siguen estando presentes en los caminos del mundo para anunciar a todos los hombres la palabra que salva. Entre éxitos y fracasos, entre grandeza y miseria, con el poder del Espíritu que actúa en la debilidad humana, la Iglesia descubre toda la amplitud y la responsabilidad de su misión universal.

Para poderla cumplir, apela también a vosotros, a vuestra generosidad y a vuestra docilidad al Espíritu de Dios.

7. El don del Espíritu hace actual y posible para todos el antiguo mandato de Dios a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2). Llegar a ser santos parece una meta ardua, reservada a personas totalmente excepcionales, o destinada a quien quiera permanecer ajeno a la vida y a la cultura de su tiempo. Sin embargo, llegar a ser santos es don y tarea arraigados en el bautismo y en la confirmación, encomendados a todos en la Iglesia, en todo tiempo. Es don y tarea de los laicos, de los religiosos y de los ministros sagrados, en el ámbito privado y en el público, en la vida de cada uno y en la de las familias y comunidades.

Pero, dentro de esta vocación común, que a todos llama no a acomodarse al mundo sino a la voluntad de Dios (cf. Rm 12, 2), son diversos los estados de vida y múltiples las vocaciones y las misiones.

El don del Espíritu está en la base de la vocación de cada uno. Está en la raíz de los ministerios consagrados del obispo, del presbítero y del diácono, que están al servicio de la vida eclesial. También él es quien forma y modela el alma de los llamados a una vida de especial consagración, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente. El mismo Espíritu, que por el sacramento del matrimonio envuelve y consagra la unión de los esposos, infunde fuerza y sostiene la misión de los padres, llamados a hacer de la familia la primera y fundamental realización de la Iglesia. Por último, con el don del Espíritu se alimentan todos los demás servicios -la educación cristiana y la catequesis, la asistencia a los enfermos y a los pobres, la promoción humana y el ejercicio de la caridad- orientados a la edificación y animación de la comunidad. En efecto, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7).

8. Así pues, es deber irrenunciable de cada uno buscar y reconocer, día tras día, el camino por el que el Señor le sale personalmente al encuentro. Queridos amigos, planteaos seriamente la pregunta sobre vuestra vocación, y estad dispuestos a responder al Señor que os llama a ocupar el lugar que tiene preparado para vosotros desde siempre.

La experiencia enseña que, en esta obra de discernimiento, ayuda mucho un director espiritual: elegid una persona competente y recomendada por la Iglesia, que os escuche y acompañe a lo largo del camino de la vida, que esté a vuestro lado tanto en las opciones difíciles como en los momentos de alegría. El director espiritual os ayudará a discernir las inspiraciones del Espíritu Santo y a progresar por una senda de libertad: libertad que se ha de conquistar mediante una lucha espiritual (cf. Ef 6, 13-17), y que se ha de vivir con constancia y perseverancia.

La educación en la vida cristiana no se limita a favorecer el desarrollo espiritual de la persona, aunque la iniciación en una vida de oración sólida y regular sigue siendo el principio y el fundamento del edificio. La familiaridad con el Señor, cuando es auténtica, lleva necesariamente a pensar, a elegir y a actuar como Cristo pensó, eligió y actuó, poniéndoos a su disposición para proseguir la obra salvífica.

Una «vida espiritual», que pone en contacto con el amor de Dios y reproduce en el cristiano la imagen de Jesús, puede curar una enfermedad de nuestro siglo, superdesarrollado en la racionalidad técnica y subdesarrollado en la atención al hombre, a sus expectativas y a su misterio. Urge reconstituir un universo interior, inspirado y sostenido por el Espíritu, alimentado de oración y orientado a la acción, de manera que sea bastante fuerte como para resistir a las múltiples situaciones en las que conviene conservar la fidelidad a un proyecto, en vez de seguir o acomodarse a la mentalidad corriente.

9. María, a diferencia de los discípulos, no esperó la Resurrección para vivir, orar y actuar en la plenitud del Espíritu. El Magníficat expresa toda la oración, todo el celo misionero, toda la alegría de la Iglesia de Pascua y de Pentecostés (cf. Lc 1, 46-55).

Cuando, llevando hasta el extremo la lógica de su amor, Dios elevó a la gloria del cielo a María en cuerpo y alma, se realizó el último misterio: ella, que Jesús crucificado había dado como madre al discípulo a quien amaba (cf. Jn 19, 26-27), vive ya su presencia materna en el corazón de la Iglesia, al lado de cada uno de los discípulos de su Hijo, y participa de una manera única en la eterna intercesión de Cristo para la salvación del mundo.

A ella, Esposa del Espíritu, encomiendo la preparación y la celebración de la XIII Jornada mundial de la juventud, que viviréis este año en vuestras Iglesias particulares, en torno a vuestros pastores.

A ella, Madre de la Iglesia, juntamente con vosotros, me dirijo con las palabras de san Ildefonso de Toledo:

«Te suplico encarecidamente, oh Virgen santa,
que yo reciba a Jesús por aquel Espíritu
por obra del cual tú misma engendraste a Jesús.
Que mi alma reciba a Jesús por aquel Espíritu,
por obra del cual tu carne concibió al mismo Jesús.
Que yo ame a Jesús en aquel mismo Espíritu,
en el que tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo».

(De virginitate perpetua sanctae Mariae, XII: PL 96,106).

Os bendigo a todos de corazón.

Vaticano, 30 de noviembre de 1997, primer domingo de Adviento

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE
CON OCASIÓN DE LA XIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27)

Queridos jóvenes amigos:

1. Desde la perspectiva del ya próximo jubileo, el año 1999 tiene la función de «ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del "Padre celestial", por quien fue enviado y a quien retornará» (Tertio millennio adveniente, 49). En efecto, no es posible celebrar a Cristo y su jubileo sin dirigirse, junto con él, hacia Dios, Padre suyo y Padre nuestro (cf. Jn 20, 17). También el Espíritu Santo nos guía hacia el Padre y hacia Jesús: si el Espíritu nos enseña a decir «Jesús es Señor» (1 Co 12, 3), lo hace para permitirnos hablar con Dios, llamándolo: «¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6).

Por tanto, os invito, junto con toda la Iglesia, a dirigiros hacia Dios Padre y a escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: «El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27). Éstas son las palabras que os propongo como tema de la XIV Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, Dios os ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19), acoged su amor. Permaneced firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará (cf. Is 54, 10). Ha tatuado vuestro nombre en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16).

2. Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: "¡Ve al Padre!"» (Ad Rom., 7). «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.

«A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado» (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: «Señor, muéstranos al Padre». Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-11).

Después de la Encarnación, hay un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí», dice Jesús no sólo a Felipe, sino también a todos los que creerán (cf. Jn 14, 11). Desde entonces, el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, «el que me odia, odia también a mi Padre» (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, «síntesis de todo el Evangelio» (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4). «Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2765).

El evangelio de san Juan, al transmitirnos el testimonio directo de la vida del Hijo de Dios, nos indica el camino que hay que seguir para conocer al Padre. La invocación «Padre» es el secreto, el aliento, la vida de Jesús. ¿No es él el Hijo único, el primogénito, el amado al que todo se orienta, el que está al lado del Padre desde antes que el mundo existiese y participa de su misma gloria? (cf. Jn 17, 5). Jesús recibe del Padre el poder sobre todas las cosas (cf. Jn 17, 2), el mensaje que ha de anunciar (cf. Jn 12, 49), y la obra que debe realizar (cf. Jn 14, 31). Ni siquiera sus discípulos le pertenecen: es el Padre quien se los ha dado (cf. Jn 17, 9), confiándole la misión de protegerlos del mal, para que ninguno se pierda (cf. Jn 18, 9).

A la hora de pasar de este mundo al Padre, la «oración sacerdotal» muestra el estado de ánimo del Hijo: «Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). En calidad de sumo y eterno Sacerdote, Cristo encabeza el inmenso cortejo de los redimidos. Al ser primogénito de una multitud de hermanos, vuelve a conducir al único redil las ovejas del rebaño disperso, para que haya «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16).

Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: «El Padre os ama». ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.

3. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. «El Padre os ama» desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, «el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34). Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. «¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos» (1 Jn 3, 1). No somos huérfanos; el amor es posible. Porque, como sabéis muy bien, nadie puede amar si no se siente amado.

Pero ¿cómo anunciar esta buena nueva? Jesús indica el camino que se ha de seguir: ponernos a la escucha del Padre, para que nos enseñe (cf. Jn 6, 45), y guardar sus mandamientos (cf. Jn 14, 23). Además, este conocimiento del Padre debe ir creciendo: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer» (Jn 17, 26), y será obra del Espíritu Santo, que guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En nuestra época, la Iglesia y el mundo necesitan más que nunca «misioneros» que sepan proclamar con la palabra y el ejemplo esta certeza fundamental y consoladora. Vosotros, jóvenes de hoy y adultos del nuevo milenio, conscientes de ello, dejaos «formar» en la escuela de Jesús. Sed testigos creíbles del amor del Padre, tanto en la Iglesia como en los diversos ambientes donde se desarrolla vuestra existencia diaria. Manifestadlo en vuestras opciones y actitudes, en vuestro modo de acoger a las personas y de poneros a su servicio, y en vuestro respeto fiel a la voluntad de Dios y a sus mandamientos.

«El Padre os ama». Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: «El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21), porque «ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).

Las diversas formas de paternidad que encontráis en vuestro camino son un reflejo del amor del Padre. Pienso, en particular, en vuestros padres, colaboradores de Dios al transmitiros la vida y al educaros: honradlos (cf. Ex 20, 12) y demostradles vuestra gratitud. Pienso en los sacerdotes y en las demás personas consagradas al Señor, que son para vosotros amigos, testigos y maestros de vida, «para progreso y gozo de vuestra fe» (Flp 1, 25). Pienso en los educadores auténticos, que con su humanidad, su sabiduría y su fe contribuyen de modo significativo a vuestro crecimiento cristiano y, por tanto, plenamente humano. Dad gracias siempre al Señor por cada una de estas personas, que os acompañan a lo largo de las sendas de la vida.

4. El Padre os ama. La conciencia de esta predilección que Dios os tiene no puede menos de impulsar a los creyentes «a emprender, en la adhesión a Cristo, redentor del hombre, un camino de auténtica conversión. (...) Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la penitencia en su significado más profundo» (Tertio millennio adveniente, 50).

«El pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarlo y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 387); es no querer vivir la vida de Dios recibida en el bautismo y no dejarse amar por el verdadero Amor, pues el hombre tiene el terrible poder de impedir la voluntad de Dios de dar todos los bienes. El pecado, cuyo origen se encuentra en la voluntad libre de la persona (cf. Mc 7, 20), es una transgresión del amor verdadero; hiere la naturaleza del hombre y destruye la solidaridad humana, manifestándose en actitudes, palabras y acciones impregnadas de egoísmo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1849-1850). En lo más íntimo del hombre es donde la libertad se abre y se cierra al amor. Éste es el drama constante del hombre, que a menudo elige la esclavitud, sometiéndose a miedos, caprichos y costumbres equivocados, creándose ídolos que lo dominan e ideologías que envilecen su humanidad. Leemos en el evangelio de san Juan: «Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado» (Jn 8, 34).

Jesús dice a todos: «Convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). En el origen de toda conversión auténtica está la mirada de Dios al pecador. Es una mirada que se traduce en búsqueda plena de amor, en pasión hasta la cruz, en voluntad de perdón que, manifestando al culpable la estima y el amor de que sigue siendo objeto, le revela por contraste el desorden en que está sumergido, invitándolo a cambiar de vida. Éste es el caso de Leví (cf. Mc 2, 13-17), de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), de la adúltera (cf. Jn 8, 1-11), del ladrón (cf. Lc 23, 39-43), y de la samaritana (cf. Jn 4, 1-30): «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10). Una vez que ha descubierto y experimentado al Dios de la misericordia y del perdón, el ser humano ya no puede vivir de otro modo que no sea el de una continua conversión a él (cf. Dives in misericordia, 13).

«Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11): el perdón se da gratuitamente, pero el hombre está invitado a corresponder con un serio compromiso de vida renovada. Dios conoce muy bien a sus criaturas. No ignora que la manifestación cada vez mayor de su amor terminará por suscitar en el pecador el disgusto por el pecado. Por eso, el amor de Dios se realiza con el ofrecimiento continuo de perdón.

¡Qué elocuente es la parábola del hijo pródigo! Desde que se aleja de casa, su padre vive preocupado: aguarda, espera su regreso, escruta el horizonte. Respeta la libertad de su hijo, pero sufre. Y cuando su hijo se decide a volver, lo ve desde lejos y sale a su encuentro, lo abraza con fuerza y, rebosante de alegría, ordena: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle – símbolo de la vida nueva –; ponedle un anillo en su mano – símbolo de la alianza –; y unas sandalias en los pies – símbolo de la dignidad recuperada –. (...) Y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (cf. Lc 15, 11-32).

5. Antes de subir al Padre, Jesús confió a su Iglesia el ministerio de la reconciliación (cf. Jn 20, 23). Por tanto, no basta sólo el arrepentimiento interior para obtener el perdón de Dios. La reconciliación con él se obtiene mediante la reconciliación con la comunidad eclesial. Por eso, el reconocimiento de la culpa pasa a través de un gesto sacramental concreto: el arrepentimiento y la confesión de los pecados, con el propósito de vivir una vida nueva, ante el ministro de la Iglesia.

Por desgracia, el hombre contemporáneo, cuanto más pierde el sentido del pecado, tanto menos recurre al perdón de Dios: de esto dependen muchos de los problemas y las dificultades de nuestro tiempo. Durante este año, os invito a redescubrir la belleza y la riqueza de gracia del sacramento de la penitencia, releyendo atentamente la parábola del hijo pródigo, en la que no se subraya tanto el pecado cuanto la ternura de Dios y su misericordia. Al escuchar la Palabra en actitud de oración, de contemplación, de admiración y de certeza, decid a Dios: «Te necesito, cuento contigo para existir y vivir. Tú eres más fuerte que mi pecado. Creo en tu poder sobre mi vida, creo en tu capacidad de salvarme, tal como soy ahora. Acuérdate de mí. Perdóname».

Mirad «dentro» de vosotros. Más que contra una ley o una norma moral, el pecado es contra Dios (cf. Sal 50, 6), contra vuestros hermanos y contra vosotros mismos. Poneos en presencia de Cristo, Hijo único del Padre y modelo de todos los hermanos. Él es el único que nos revela cómo debe ser nuestra relación con el Padre, con nuestro prójimo y con la sociedad, para estar en paz con nosotros mismos. Nos lo revela mediante el Evangelio, que es una sola cosa con Jesucristo. La fidelidad a uno es la medida de la fidelidad al otro.

Acudid con confianza al sacramento de la reconciliación: con la confesión de vuestras culpas mostraréis que queréis reconocer vuestra infidelidad y ponerle fin; testimoniaréis vuestra necesidad de conversión y reconciliación, para recuperar la condición pacificadora y fecunda de hijos de Dios en Cristo Jesús; y expresaréis vuestra solidaridad con vuestros hermanos, que también están probados por el pecado (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1445).

Por último, recibid con gratitud la absolución del sacerdote: es el momento en que el Padre pronuncia sobre el pecador arrepentido las palabras que devuelven la vida: «Este hijo mío ha vuelto a la vida». La Fuente del amor regenera y permite superar el egoísmo y volver a amar con mayor intensidad.

6. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 37-40). Jesús no dice que el segundo mandamiento es idéntico al primero, sino que es «semejante». Por consiguiente, los dos mandamientos no son intercambiables, como si se pudiera cumplir automáticamente el mandamiento del amor a Dios guardando el del amor al prójimo, o viceversa. Tienen consistencia propia, y ambos deben cumplirse. Pero Jesús los une para mostrar a todos que están íntimamente relacionados: es imposible cumplir uno sin poner en práctica el otro. «De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime, signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad» (Veritatis splendor, 14).

Para saber si amamos verdaderamente a Dios, debemos comprobar si amamos en serio a nuestro prójimo. Y si queremos conocer la calidad de nuestro amor al prójimo, debemos preguntarnos si amamos verdaderamente a Dios, porque «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20), y «en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 5, 2).

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente exhorté a los cristianos a «subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados» (n. 51). Se trata de una opción preferencial, no exclusiva. Jesús nos invita a amar a los pobres, porque hay que dedicarles una atención particular, precisamente a causa de su vulnerabilidad. Es sabido que son cada vez más numerosos, incluso en los países denominados ricos, a pesar de que los bienes de esta tierra están destinados a todos. Cualquier situación de pobreza interpela la caridad cristiana de cada uno. Pero también debe llegar a ser un compromiso social y político, porque el problema de la pobreza en el mundo depende de condiciones concretas que deben ser transformadas por los hombres y las mujeres de buena voluntad, constructores de la civilización del amor. Se trata de «estructuras de pecado», que sólo se vencen con la colaboración de todos, si están dispuestos a «perderse» por el otro en lugar de explotarlo, y a «servirlo» en lugar de oprimirlo (cf. Sollicitudo rei socialis, 38).

Queridos jóvenes, os invito de modo particular a vosotros a emprender iniciativas concretas de solidaridad y comunión junto a y con los más pobres. Participad con generosidad en alguno de los proyectos que en los diversos países han puesto en marcha otros jóvenes con gestos de fraternidad y solidaridad: será un modo de «restituir» al Señor, en la persona de los pobres, por lo menos algo de todo lo que os ha dado a vosotros, más afortunados. Y podrá ser también la expresión inmediatamente visible de una opción profunda: la de orientar decididamente vuestra vida hacia Dios y hacia vuestros hermanos.

7. María resume en su persona todo el misterio de la Iglesia; es la «hija predilecta del Padre» (Tertio millennio adveniente, 54), que acogió libremente y respondió con disponibilidad al don de Dios. Siendo «hija» del Padre, mereció convertirse en la Madre de su Hijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es Madre de Dios, porque es perfectamente hija del Padre.

En su corazón no hay otro deseo que el de sostener el compromiso de los cristianos de vivir como hijos de Dios. Como Madre tiernísima, los guía incesantemente hacia Jesús, para que, siguiéndolo, aprendan a cultivar su relación con el Padre celestial. Como en las bodas de Caná, los invita a hacer todo lo que el Hijo les diga (cf. Jn 2, 5), sabiendo que éste es el camino para llegar a la casa del «Padre misericordioso» (cf. 2 Co 1, 3).

La XIV Jornada mundial de la juventud, que se celebrará este año en las Iglesias particulares, es la última antes de la gran cita jubilar. Por tanto, reviste una importancia particular en la preparación para el Año santo del 2000. Ruego a Dios que sea para cada uno de vosotros ocasión para un renovado encuentro con el Señor de la vida y con su Iglesia.

A María le encomiendo vuestro camino y le pido que prepare vuestro corazón para acoger la gracia del Padre, a fin de que os convirtáis en testigos de su amor.

Con estos sentimientos, deseándoos un año rico en fe y compromiso evangélico, os bendigo a todos de corazón.

Vaticano, 6 de enero de 1999, solemnidad de la Epifanía del Señor

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE
A LOS JÓVENES Y A LAS JÓVENES DEL MUNDO
CON OCASIÓN
DE LA XV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14)

Muy queridos jóvenes:

1. Hace quince años, al terminar el Año Santo de la Redención, os entregué una gran Cruz de leño invitándoos a llevarla por el mundo, como signo del amor del Señor Jesús por la humanidad y como anuncio que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención. Desde entonces, sostenida por brazos y corazones generosos, está haciendo una larga e ininterrumpida peregrinación a través de los continentes, mostrando que la Cruz camina con los jóvenes y que los jóvenes caminan con la Cruz.

Alrededor de la "Cruz del Año Santo" han nacido y han crecido las Jornadas Mundiales de la Juventud, significativos "altos en el camino" en vuestro itinerario de jóvenes cristianos, invitación continua y urgente a fundar la vida sobre la roca que es Cristo. ¿Cómo no bendecir al Señor por los numerosos frutos suscitados en las personas y en toda la Iglesia a partir de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que en esta última parte del siglo han marcado el recorrido de los jóvenes creyentes hacia el nuevo milenio?

Después de haber atravesado los continentes, esta Cruz ahora vuelve a Roma trayendo consigo la oración y el compromiso de millones de jóvenes que en ella han reconocido el signo simple y sagrado del amor de Dios a la humanidad. Como sabéis, precisamente Roma acogerá la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000, en el corazón del Gran Jubileo.

Queridos jóvenes, os invito a emprender con alegría la peregrinación hacia esta gran cita eclesial, que será, justamente, el "Jubileo de los Jóvenes". Preparaos a cruzar la Puerta Santa, sabiendo que pasar por ella significa fortalecer la propia fe en Cristo para vivir la vida nueva que Él nos ha dado (cfr. Incarnationis mysterium, 8).

2. Como tema para vuestra XV Jornada Mundial he elegido la frase lapidaria con la que el apóstol Juan expresa el profundo misterio del Dios hecho hombre: «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Lo que caracteriza la fe cristiana, a diferencia de todas las otras religiones, es la certeza de que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, la segunda persona de la Trinidad que ha venido al mundo. Esta «es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta "el gran misterio de la piedad": Él ha sido manifestado en la carne» (Catecismo de la Iglesia Católica, 463). Dios, el invisible, está vivo y presente en Jesús, el hijo de María, la Theotokos, la Madre de Dios. Jesús de Nazaret es Dios-con-nosotros, el Emmanuel: quien le conoce, conoce a Dios; quien le ve, ve a Dios; quien le sigue, sigue a Dios; quien se une a él está unido a Dios (cfr. Gv 12,44-50). En Jesús, nacido en Belén, Dios se apropia la condición humana y se hace accesible, estableciendo una alianza con el hombre.

En la vigilia del nuevo milenio, renuevo de corazón la invitación urgente a abrir de par en par las puertas a Cristo, el cual «a todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Acoger a Cristo significa recibir del Padre el mandato de vivir en el amor a él y a los hermanos, sintiéndose solidarios con todos, sin ninguna discriminación; significa creer que en la historia humana, a pesar de estar marcada por el mal y por el sufrimiento, la última palabra pertenece a la vida y al amor, porque Dios vino a habitar entre nosotros para que nosotros pudiésemos vivir en Él.

En la encarnación Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y nos dio la redención, que es fruto sobre todo de su sangre derramada sobre la cruz (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 517). En el Calvario «Él soportaba nuestros dolores... ha sido herido por nuestras rebeldías...» (Is 53,4-5). El sacrificio supremo de su vida, libremente consumado por nuestra salvación, nos habla del amor infinito que Dios nos tiene. A este proposito escribe el apóstol Juan: « tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Lo envió a compartir en todo, menos en el pecado, nuestra condición humana; lo "entregó" totalmente a los hombres a pesar de su rechazo obstinado y homicida (cfr. Mt 21,33-39), para obtener para ellos, con su muerte, la reconciliación. «El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación... ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!» (Redemptor hominis, 9.10).

Jesús salió al encuentro de la muerte, no se retiró ante ninguna de las consecuencias de su "ser con nosotros" como Emmanuel. Se puso en nuestro lugar, rescatándonos sobre la cruz del mal y del pecado (cfr. Evangelium vitæ, 50). Del mismo modo que el centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios (cfr. Mc 15,39), también nosotros, viendo y contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre (cfr. Redemptor hominis, 9). "Pasión" quiere decir amor apasionado, que en el darse no hace cálculos: la pasión de Cristo es el culmen de toda su existencia "dada" a los hermanos para revelar el corazón del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra, en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al universo. La Cruz «se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana» (Evangelium vitæ, 50).

«Uno murió por todos» (2 Cor 5,14); Cristo «se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). Detrás de la muerte de Jesús hay un designio de amor, que la fe de la Iglesia llama "misterio de la redención": toda la humanidad está redimida, es decir liberada de la esclavitud del pecado e introducida en el reino de Dios. Cristo es Señor del cielo y de la tierra. Quien escucha su palabra y cree en el Padre, que lo envió al mundo, tiene la vida eterna (cfr. Jn 5,24). Él es «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36), el sumo Sacerdote que, probado en todo como nosotros, puede compadecer nuestras debilidades (cfr. Heb 4,14ss) y, "hecho perfecto" a través de la experiencia dolorosa de la cruz, es «causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

3. Queridos jóvenes, frente a estos grandes misterios aprended a tener una actitud contemplativa. Permaneced admirando extasiados al recién nacido que María ha dado a luz, envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es Dios mismo entre nosotros. Mirad a Jesús de Nazaret, por algunos acogido y por otros vilipendiado, despreciado y rechazado: es el Salvador de todos. Adorad a Cristo, nuestro Redentor, que nos rescata y libera del pecado y de la muerte: es el Dios vivo, fuente de la Vida.

¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser "suyos": quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!

Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. De hecho conocéis bien vuestros éxitos y vuestros fracasos; sabéis qué cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y qué consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar nada ni en el mundo ni en sí mismos.

Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor. No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4,12). Con Cristo la santidad –proyecto divino para cada bautizado– es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.

Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad. Pero ¿cómo podréis afirmar que creéis en Dios hecho hombre si no os pronunciáis contra todo lo que degrada la persona humana y la familia? Si creéis que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no podéis eludir el esfuerzo para contribuir a la construcción de un nuevo mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perdón, sobre la lucha contra la injusticia y toda miseria física, moral, espiritual, sobre la orientación de la política, de la economía, de la cultura y de la tecnología al servicio del hombre y de su desarrollo integral.

4. Deseo de corazón que el Jubileo, ya a las puertas, sea una ocasión propicia para una gran renovación espiritual y para una celebración extraordinaria del amor de Dios por la humanidad. Desde toda la Iglesia se eleve «un himno de alabanza y agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2,19)» (Incarnationis mysterium, 6). Nos conforta la certeza manifestada por el apóstol Pablo: Si Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todos los acontecimientos de la vida, incluso la muerte, salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó hasta la Cruz (cfr. Rm 8,31-37).

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y el de la Redención por él llevada a cabo para todas las criaturas constituyen el mensaje central de nuestra fe. La Iglesia lo proclama ininterrumpidamente durante los siglos, caminando «entre las incomprensiones y las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» (S. Agustín, De Civ. Dei 18,51,2; PL 41,614) y lo confía a todos sus hijos como tesoro precioso que cuidar y difundir.

También vosotros, queridos jóvenes, sois destinatarios y depositarios de este patrimonio: «Ésta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla, en Jesucristo nuestro Señor» (Pontifical Romano, Rito de la Confirmación). Lo proclamaremos juntos en ocasión de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, a la que espero que participaréis en gran número. Roma es "ciudad santuario", donde la memoria de los Apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires recuerdan a los peregrinos la vocación de todo bautizado. Ante el mundo, el mes de agosto del próximo año, repetiremos la profesión de fe del apóstol Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68) porque «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

También a vosotros, muchachos y muchachas, que seréis los adultos del próximo siglo, se os ha confiado el "Libro de la Vida", que en la noche de Navidad de este año el Papa, siendo el primero que cruzará la Puerta Santa, mostrará a la Iglesia y al mundo como fuente de vida y esperanza para el tercer milenio (cfr. Incarnationis mysterium, 8). Que el Evangelio se convierta en vuestro tesoro más apreciado: en el estudio atento y en la acogida generosa de la Palabra del Señor encontraréis alimento y fuerza para la vida de cada día, encontraréis las razones de un compromiso sin límites en la construcción de la civilización del amor.

5. Dirijamos ahora la mirada a la Virgen Madre de Dios, a quien la devoción del pueblo cristiano le ha dedicado uno de los monumentos más antiguos y significativos que se conservan en la ciudad de Roma: la basílica de Santa María Mayor.

La Encarnación del Verbo y la redención del hombre están estrechamente relacionadas con la Anunciación, cuando Dios le reveló a María su proyecto y encontró en ella, joven como vosotros, un corazón totalmente disponible a la acción de su amor. Desde hace siglos la piedad cristiana recuerda todos los días, recitando el Angelus Domini, la entrada de Dios en la historia del hombre. Que esta oración se convierta en vuestra oración, meditada cotidianamente.

María es la aurora que precede el nacimiento del Sol de Justicia, Cristo nuestro Redentor. Con el "sí" de la Anunciación, abriéndose totalmente al proyecto del Padre, Ella acogió e hizo posible la encarnación del Hijo. Primera entre los discípulos, con su presencia discreta acompañó a Jesús hasta el Calvario y sostuvo la esperanza de los Apóstoles en espera de la Resurrección y de Pentecostés. En la vida de la Iglesia continúa a ser místicamente Aquella que precede el adviento del Señor. A Ella, que cumple sin interrupción el ministerio de Madre de la Iglesia y de cada cristiano, le encomiendo con confianza la preparación de la XV Jornada Mundial de la Juventud. Que María Santísima os enseñe, queridos jóvenes, a discernir la voluntad del Padre del cielo sobre vuestra existencia. Que os obtenga la fuerza y la sabiduría para poder hablar a Dios y hablar de Dios. Con su ejemplo os impulse para ser en el nuevo milenio anunciadores de esperanza, de amor y de paz.

En espera de encontraros en gran número en Roma el próximo año, «os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hc 20,32) y de corazón, con gran cariño, os bendigo a todos, junto a vuestras familias y las personas queridas.

Desde el Vaticano, 29 de junio de 1999, Solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo

Joannes Paulus P.P. II