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Trabajo
y Sociedad |
La trayectoria del movimiento obrero
en Europa occidental
en el siglo XX: realizaciones,
fracasos, mutaciones
Centre
National de la Recherche Scientifique
(CNRS),
Universidad
de Paris I Sorbonne (CRHMSS)
groppo@univ-paris1.fr
Este artículo se basa en una disertación
pronunciada en septiembre
de 1999 en la Universidad Nacional de
Santiago del Estero
Traducción de Cristine Schindler (UNSE)
Revisión técnica de C. Z. y A. T.
Las páginas
que siguen proponen un balance, inevitablemente muy somero, de lo acontecido
con el movimiento obrero en Europa occidental, de sus realizaciones y de sus
fracasos. No se trata, evidentemente, de pretender entrar en detalles o de rendir
cuenta de toda la diversidad de las situaciones nacionales de un cuadro
geográfico tan inmenso. El objetivo es simplemente poner en evidencia los
cambios más significativos y las principales tendencias comunes al conjunto del
movimiento obrero de esos países. Nuestra hipótesis inicial es que los países
de Europa occidental presentan suficientes características comunes como para
que se las pueda considerar expresivas de un conjunto relativamente homogéneo.
Un balance depende del
momento en el cual se realiza. Nuestra visión de la historia europea del siglo
XX y del lugar que en ella ocupa el movimiento obrero, está influenciada por
los eventos de las últimas décadas, especialmente por el derrumbe de los
regímenes comunistas en 1989, la desaparición de la URSS dos años más tarde, y
la globalización (“mundialización”) de la economía. Esta visión es diferente de
la que uno podía tener apenas diez años atrás.
De los cambios que han afectado al movimiento obrero, hay que
esforzarse, sin embargo, en distinguir entre los pertenecientes a la corta
duración, del orden de los
"acontecimientos" –événementiel - y de aquellos que se inscriben, en cambio, en una duración más
larga. La crisis de los partidos comunistas en Europa Occidental, por ejemplo,
comienza mucho antes de la Caída del Muro de Berlín y de la desintegración de
la Unión Soviética, que la han acelerado brutalmente.
Por “movimiento obrero” entendemos ante todo el movimiento organizado,
es decir los sindicatos, los partidos políticos y las otras asociaciones que
tienen su origen en la clase obrera y que son una expresión autónoma de ella.
Pero el concepto de movimiento remite a una realidad más vasta, menos
organizada, que podríamos llamar también movimiento social. El mundo del
trabajo asalariado ha originado a menudo movimientos de este tipo, autónomos, y
desarrollándose fuera de las organizaciones obreras oficiales que son también
parte integrante del “movimiento” obrero.
En Europa occidental el
siglo XX ha sido el del ascenso, de la consolidación y del relativo ocaso del movimiento
obrero organizado. Comparemos a continuación la situación del movimiento al
principio y al final del siglo, indicando cuáles de sus objetivos originarios
han sido logrados y cuáles han sido abandonados en el camino o no han sido
realizados.
En la situación general de Europa occidental en este fin del siglo,
tres elementos parecen particularmente significativos desde el punto de vista
de nuestra problemática: a nivel político, la victoria de la democracia, que
aparece de ahí en más como la forma “normal” y la única realmente legítima de
organización del sistema político y de la vida social; en el plano económico,
el triunfo de la economía de mercado, en el marco de una globalización que
borra las fronteras y que hace cada vez
más difícil el control de los procesos económicos, tanto a nivel nacional como
internacional; en el plano social, el cuestionamiento de varios aspectos del welfare state, ahora caracterizado por
un nivel de desocupación alto. Esos elementos conciernen también a otras áreas
geográficas pero limitaremos nuestras reflexiones a Europa Occidental.
Si bien el triunfo de la democracia aparece como la continuación y el
desenlace de un proceso que históricamente empezó con la Revolución Francesa,
dicho triunfo de ninguna manera estaba garantizado de antemano. Es suficiente
acordarse, por ejemplo, de las crisis de los regímenes democráticos y de la
instalación de dictaduras totalitarias y de regímenes autoritarios en Europa
entre las dos guerras para entender que el siglo hubiese pedido terminar bajo
el signo del fascismo o del comunismo, o todavía de otras formas de
autoritarismo. En la derecha o en la izquierda, durante el siglo han sido
muchos los que pensaban que la democracia era un régimen político antiguo y
superado.
Es sobre todo la prosperidad económica del período iniciado después de
1945 la que ha permitido consolidar la democracia en Europa occidental. Es
decir que jamás la democracia está adquirida definitivamente, y que podría
estar controvertida si esa prosperidad llegase a desaparecer.
De cualquier manera, es importante subrayar que el siglo actual
termina bajo el signo de la democracia porque el movimiento obrero, en su gran
mayoría, ha ligado su destino a esa forma política, y también porque ha sido a
lo largo del siglo un elemento motriz de la democratización de las sociedades
de Europa occidental. De hecho, la democracia no tiene nada de natural: es el
producto histórico de las luchas que han sido llevadas a cabo desde el siglo XX
y en las cuales el movimiento obrero ha
tenido una parte importante.
Acerca del triunfo de la economía de
mercado: para evitar equívocos conviene recordar que las economías de Europa
occidental siguen siendo economías mixtas con una dosis más o menos importante
de regulación del estado. La tendencia
dominante, no obstante, es la tendencia a la disminución de la
regulación, a la privatización del sector público (o de una parte de ese
sector) de la economía y del crecimiento del rol de mercado. Lo que llamamos
“economía del mercado” está reconocido actualmente como la forma más eficaz de
organización de la actividad económica. A lo largo de las dos últimas décadas,
la mayoría de los países de Europa occidental se han alejado del modelo
keynesiano que había inspirado durante mucho tiempo sus políticas económicas.
En el mismo período, la idea de planificación, desacreditada por el fracaso de
los sistemas económicos de tipo soviético, ha conocido igualmente un ocaso, más
aún cuando la economía actual, globalizada (o “mundializada”), aparece
difícilmente planificable. Hoy en día, el liberalismo económico, a menudo
presentado como la última y definitiva verdad de la economía capitalista, ha
alternado períodos donde prevale la tendencia al liberalismo económico con
otros donde se pone más el acento sobre la necesidad de una regulación de parte
del Estado.
Hay que recordar también
que, si bien el modelo keynesiano está en crisis, las políticas neoliberales
practicadas hasta ahora (especialmente en Gran Bretaña) no han dado tampoco
resultados particularmente brillantes: en particular, han demostrado ser
incapaces de resolver los desequilibrios del sistema capitalista y a menudo los
han agravado más aún. Es probable que el retorno de una crisis económica
particularmente grave conduciría a poner de vuelta entre paréntesis el
liberalismo económico. Eric Hobsbawn nos recuerda oportunamente que “la Gran
Depresión de los años 30 destruyó por medio siglo el liberalismo económico” (Hobsbawn E., The Age of
Extremes. A History of the World, 1914-1991, New York, Vintage Books, 1996,
pp. 94-95)[1] Conviene
también señalar que la economía de mercado no es necesariamente sinónimo de
democracia, y que puede acomodarse muy bien con regímenes políticos
autoritarios, como lo ha demostrado, entre otros casos, la experiencia de la dictadura
militar en Chile.
El cuestionamiento de varios aspectos del welfare state marca un hito importante. Especialmente asociada a
las políticas económicas de inspiración keynesiana, la construcción del estado
de bienestar fue una respuesta a la crisis económica de los años 30 y a sus
consecuencias dramáticas. Ha sido posible gracias al excepcional período de
crecimiento casi ininterrumpido que Europa occidental vivió entre el fin de la
segunda guerra mundial y el principio de los años 70. En las décadas de crisis
que siguieron, el financiamiento del sistema se ha vuelto problemático, sobre
todo por el hecho de que el crecimiento de las economías de Europa occidental,
si bien no se detuvo, se ralentizó en ciertos periodos.
Ahora bien, el welfare state se ha transformado en uno
de los fundamentos del pacto social y se constituyó en un factor importante de
estabilidad política. Su
cuestionamiento tendría entonces repercusiones considerables en todos los
niveles. El movimiento obrero, que ha sido uno de los principales artífices de
la construcción de ese sistema, se encuentra debilitado, y allí se origina su
desmantelamiento.
Es en Europa donde el movimiento obrero, que surgió de la industrialización capitalista, comienza a organizarse en el siglo XX, tomando auge en las décadas de 1880 y 1890 con el desarrollo de los sindicatos, de los partidos socialistas, del movimiento mutualista y cooperativista. Las ideas, las formas de organización y las estructuras del movimiento obrero europeo, a través de militantes e ideologías, han ejercido una influencia considerable sobre los movimientos de otros continentes, en particular (pero no únicamente) en países de América del Norte y América Latina, tales como Argentina, Brasil o Estados Unidos. Hace un siglo, Europa occidental ocupaba, en el panorama internacional del movimiento obrero, un lugar más importante que hoy.
El movimiento obrero, expresión de un proletariado industrial cada vez
más numeroso, era una fuerza nueva en plena expansión, cuyo peso e influencia
aumentaban al ritmo mismo de la
industrialización. Sus formas de organización -esencialmente la de los partidos
socialistas y los sindicatos- eran fundamentalmente las mismas en todos los
países. Los partidos socialistas habían hecho su aparición en todas partes de
Europa, hacia el final del siglo XIX, tomando casi siempre como modelo al Partido Socialdemócrata alemán. Se
presentaban en el ámbito de la democracia parlamentaria, y una de sus
reivindicaciones políticas fundamentales era la instauración del sufragio
universal. La mayoría de los regímenes
liberales de la época tenían, en efecto, una base electoral muy
restringida, pues el sufragio seguía siendo limitado a ciertas categorías de la
población masculina, dado que las mujeres estaban excluidas. Francia, que había
introducido en 1848 el sufragio universal masculino, era entonces una
excepción. Las limitaciones del sufragio excluían
particularmente a la clase obrera de toda participación a la vida política.
Luchando por el sufragio universal, los partidos socialistas fueron un poderoso
factor de democratización de los sistemas políticos liberales. Han sido también
el prototipo de los partidos de masas que se han desarrollado en el siglo XX.
Por su intermedio, una parte de las clases subalternas comenzó a participar de
la vida política nacional y a sentirse implicada en ello.
Paralelamente, en todos los países en proceso de la industrialización
se asistía al desarrollo del sindicalismo obrero. Procedentes a menudo de las
sociedades de socorros mutuos, los sindicatos se estructuraron progresivamente
–primero sobre la base de la profesión, más tarde de la rama de actividad- al
nivel local, regional y nacional, y ensancharon sin cesar su base. La
influencia dominante en el movimiento sindical de Europa occidental fue la del
socialismo reformista, pero asimismo un sindicalismo revolucionario,
influenciado por el anarquismo, se desarrolló con vigor en Francia, en Italia y
en España. Un siglo más tarde, el sindicalismo revolucionario ha desaparecido
como corriente autónoma, mientras el sindicalismo cristiano, relativamente
marginal a principios del siglo, ha tomado importancia. El sindicalismo
comunista nacerá recién después de la Revolución de Octubre, luego de la creación
de la Internacional Comunista. En ciertos países como Francia e Italia, se
transformará luego de la Segunda Guerra Mundial en corriente dominante. En
otras partes, es el socialismo reformista el que continuará dominando el
panorama sindical. Los sindicatos y los partidos políticos se valen de un mismo
grupo social, la clase obrera, de la cual quieren representar los intereses
económicos en el caso de los sindicatos, y los intereses políticos en el caso
de los partidos. Sindicatos y partidos
se consideran como las dos ramas de un mismo movimiento y mantienen lazos
estrechos, fundados sobre una división de trabajo funcional entre tareas
“económicas” y tareas “políticas”.
El movimiento obrero de principios del siglo XX confía en su futuro.
Esta consciente de ser una fuerza de expansión, llevada por el desarrollo mismo
del capitalismo, y encuentra en el marxismo una grilla de lectura de la
evolución social que nutre su optimismo, ya que lo designa como el heredero
predestinado del capitalismo. Las corrientes revolucionarias en particular,
están convencidas de que el sistema capitalista está condenado inexorablemente
a derrumbarse bajo el peso de sus contradicciones internas: una idea que será
luego retomada por el movimiento comunista. Por otra parte, el conjunto del
movimiento obrero comparte totalmente la fe positivista en la ciencia y en el
progreso.
La controversia sobre el revisionismo de Bernstein, que moviliza la
social democracia alemana y una gran parte del socialismo marxista a principio
del siglo, muestra la importancia del aspecto doctrinario y de la ideología en
el movimiento obrero: permite también medir la distancia en relación con los
partidos socialistas de hoy en día, donde una controversia de esa naturaleza es
simplemente impensable.
La idea de solidaridad entre trabajadores –en la fábrica, a nivel
local, nacional e internacional- es el núcleo del movimiento desde sus
principios. Esta fundada sobre la conciencia de pertenecer a un mismo grupo
social –la clase obrera- teniendo los mismos intereses vitales y pudiendo
defenderlos frente a los patrones y al Estado, como la condición indispensable
para poder resistir a la explotación y mejorar su suerte y su condición. Esa
idea se afirma también a nivel internacional, concretándose en las tentativas
de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de coordinar su acción:
el internacionalismo ocupa un lugar importante en el imaginario y en la
simbología del movimiento obrero.
A principios de siglo, la clase obrera forma un grupo aparte, que vive separado del resto de la sociedad. Esa segregación espacial (dado que los obreros viven reagrupados en ciertos barrios, cerca de las fábricas o de las minas) constituye además un factor de cohesión del grupo, ya que favorece la formación y la transmisión de una cultura obrera específica. En esas condiciones, el movimiento obrero es también, en muchos aspectos, una contra-cultura, que tiene sus propias instituciones, reglas de vida, etc., que estructura en gran medida la existencia cotidiana de grandes sectores de la clase obrera, gracias especialmente a una red de asociaciones de todo tipo (deportivas, culturales, educativas, etc.) Allá donde esa red es muy densa, ella permite al obrero vivir afectivamente en una sociedad aparte dentro de esa sociedad capitalista que siente como hostil o ajena. En otros términos, el movimiento obrero es también una esfera social, una forma de sociabilidad, un modo de vida. Ese aspecto de contra-cultura ha sido importante durante la primera mitad del siglo XX, pero luego llegó su ocaso. Hoy en día ha desaparecido en gran parte, dado que la clase obrera no vive en una situación semejante a la de antes.
A principios del siglo, el socialismo europeo es todavía un movimiento
unitario en el plano político, a pesar de sus divergencias entre partidos, o
entre el ala reformista y el ala radical en el seno de cada partido. En la
Internacional Socialista se podían encontrar a personalidades políticas tan
diferentes como Kautsky, Bernstein, Jaurés, Lenin, ó Rosa Luxemburgo. La
ruptura vendrá después de 1917, con la creación del Comintern y las escisiones
que dan origen a los partidos comunistas. A partir de este momento, la división
entre socialistas y comunistas se instala de manera duradera y marca el paisaje
político europeo hasta hoy. A lo largo del siglo esta división –exacerbada por
el hecho que la corriente comunista había ligado su destino al de un Estado y
renunciado así a su propia autonomía- ha debilitado considerablemente el
movimiento obrero en su conjunto, y en particular al movimiento sindical.
El movimiento obrero ha
sido, durante el siglo XX, un elemento importante y a veces determinante en la
transformación de las sociedades de Europa Occidental, en el sentido de la
democratización política y social. Por su acción, en particular en el ámbito de
la política social, ha contribuido a modelar dichas sociedades según las
aspiraciones y los valores del mundo del trabajo. La comparación entre el
estado de las sociedades de Europa occidental al principio y al final del siglo
XX, permite constatar que numerosos objetivos que el movimiento obrero se había
propuesto hace cien años pudieron concretarse.
Estos son algunos de los
logros:
Se puede resumir sintéticamente la mayoría de
esas realizaciones en la fórmula del welfare
state, que efectivamente debe mucho al movimiento obrero. Si se considera
la noción de un programa mínimo –corriente dentro de los partidos
socialistas de la época anterior a 1914- que comprende una cierta cantidad de
reformas sociales y políticas, se puede estimar que ese programa ha sido
realizado en lo esencial.
Contrariamente, otros objetivos, especialmente los
del programa máximo, no han sido logrados. El sistema capitalista esta
todavía vigente: no solamente no se ha derrumbado, como lo preveía o lo deseaba
una gran parte del movimiento obrero, sino que demuestra una gran vitalidad. Es
un capitalismo en parte diferente de aquel de comienzos de siglo, pero sus
mecanismos fundamentales –el beneficio, la empresa privada, el mercado- permanecen iguales. Además de las
fluctuaciones cíclicas “normales”, el sistema ha conocido algunas crisis de
gran envergadura, -dentro de las cuales una, la de los años treinta, fue
particularmente grave por su intensidad, su amplitud y sus repercusiones
políticas (la llegada al poder del nazismo en Alemania)-, pero ha logrado
sobrellevarlas. Inclusive se puede decir que las luchas obreras han contribuido
a vigorizar al sistema, ya que lo han empujado a buscar una productividad cada
vez más elevada y a acelerar la innovación tecnológica. En tanto que el desafío
comunista lo ha empujado a reformarse. Pero las tentativas de reemplazarlo de
manera duradera por sistemas diferentes han fracasado, y otras alternativas
creíbles aún no están a la vista. Las que fueron imaginadas por el movimiento
obrero del siglo pasado –sea el proyecto anarquista, o aquel del sindicalismo
revolucionario, o sobre todo después de 1917, el proyecto comunista- o bien no
han sido realizadas, o no han podido perdurar. Si al final del siglo XIX se
presentaba al socialismo como una alternativa global al capitalismo, en el
umbral del siglo XXI este ya no es el caso, al menos en Europa occidental, a
pesar de que aun existan todavía partidos que se llaman socialistas.
La principal tentativa de construir un sistema
económico no capitalista fue realizada en la Unión Soviética y sirvió de modelo
(impuesto o libremente elegido) a muchos otros países en Europa (pero no en
Europa Occidental) y en el Tercer Mundo. Durante décadas, una parte del
movimiento obrero europeo se ha identificado con el movimiento soviético, bajo
la forma del modelo stalinista, tal como se había impuesto al final de los años
20: una economía totalmente estatizada, planificada centralmente en los últimos
detalles, que había abolido completamente el mercado y la empresa privada, todo
eso acompañado, en el plano político, por la dictadura del régimen comunista.
El comunismo, como antes el socialismo, respondía a la idea mesiánica de un
"partido de clase" en Europa Occidental y funcionó, en ciertos
aspectos, como una religión secular, prometiendo la salvación y la regeneración
de la humanidad. Para los comunistas, adeptos a esa nueva religión, la URSS era
la utopía realizada, la prueba que el capitalismo podía ser efectivamente
reemplazado por otro sistema más avanzado, conforme a los ideales de igualdad y
de justicia del movimiento obrero. La planificación soviética aparecía como la
base de una economía racional, científicamente organizada, que ponía fin a la
“anarquía” económica del capitalismo.
En Europa
occidental, como en otras partes, el movimiento comunista ha estado estrechamente
asociado con la experiencia soviética, y ese lazo identitario fue su fuerza,
pero también ha provocado su ocaso a partir del momento en que, después de la
muerte de Stalin, el sistema soviético entró en una fase de crisis. La
alternativa soviética al capitalismo ha logrado perdurar unos setenta años,
pero se reveló finalmente un fracaso en el plano económico. Es necesario
destacar que el sistema soviético se derrumbó desde el interior, a causa del
ahogo de su economía y de su incapacidad de reformarse, y que su desaparición
no se puede imputar a causas exteriores. Su derrumbe ha acelerado el ocaso de
los partidos comunistas que habían ligado su destino al modelo stalinista.
Hasta los partidos que hacía largo tiempo que habían tomado distancia de la URSS
–como el partido Comunista Italiano- fueron afectados. Después de haber sido
uno de los protagonistas del siglo, en lo venidero el comunismo de tipo
soviético pertenecerá al pasado. Aun los partidos comunistas sobrevivientes ya
no lo presentan como una alternativa del capitalismo. Sin embargo hay que
cuidarse de juzgar esta experiencia histórica únicamente a partir de su fracaso
final, olvidando que el sistema soviético ha perdurado una gran parte del
siglo, y que el movimiento comunista ha representado una inmensa esperanza para
millones de personas en el mundo. En Europa occidental, un balance serio de la
experiencia comunista solamente puede establecerse país por país. En algunos el
comunismo ha sido solamente un fenómeno marginal de la vida política y social;
en otros, como Francia o Italia, fue en ciertas épocas la corriente mayoritaria
en el seno del movimiento obrero, y desempeñó un rol muy importante. En todos
los casos, este balance es rico en contrastes. Por una parte, el comunismo ha
tenido una función positiva, en la medida en que contribuyó a la mejora de las
condiciones de trabajo y de la legislación social, a la integración de las
capas populares a la vida nacional, a la lucha contra el fascismo y el nazismo,
a la descolonización, etc. Por otro lado, ha sido un factor de bloqueo del
sistema político democrático por su actitud hostil o ambigua hacia la
democracia. En Italia, después de 1945 por ejemplo, la Democracia Cristiana
pudo permanecer en el poder sin interrupción durante unos cuarenta años,
precisamente porque el PCI era la fuerza hegemónica de la izquierda y porque
una alternancia política conducida por ese partido era impensable mientras
durara la guerra fría. El miedo al comunismo ha tenido en Europa occidental dos
efectos contradictorios: por un lado, ha reforzado en Italia y en Alemania
sobre todo, los movimientos de tipo fascista; del otro lado ha empujado las
clases dirigentes a aceptar o aún a
emprender reformas sociales, destinadas a precisamente a ocupar el espacio del
comunismo, reformas que difícilmente se hubiesen emprendido sin ese miedo. Es
en parte el miedo a la revolución y al comunismo el que ha estimulado al
capitalismo a reformarse y ha ser más “social”, del mismo modo que en el siglo
XIX, en Alemania, la voluntad de sustraer obreros a la influencia de la social
democracia había llevado al canciller Bismarck a introducir importantes medidas
de protección social a favor de los trabajadores.
Al principio
del siglo, el movimiento obrero estaba dividido entre reformistas y revolucionarios,
pero unido en el plan político. Esa unidad política se quebró después de la
primera guerra mundial. A partir de los años 20, la división principal en
Europa occidental fue entre socialistas y comunistas. Hay que recordar que una
de las principales líneas de fractura entre socialistas y comunistas fue en
torno al concepto de democracia: en efecto, los socialistas rehusaban aceptar
la dictadura del partido comunista como una instancia superior de democracia,
condenando los métodos violentos y terroristas de los comunistas rusos, y
permaneciendo adheridos a la democracia parlamentaria. Por el contrario los
comunistas condenaban la democracia parlamentaria como “burguesa” y pretendían
instaurar en su lugar la “dictadura del proletariado”, o sea concretamente, la
dictadura de su partido.
La evolución
reciente ha quitado su razón de ser a la división “histórica” entre socialistas
y comunistas. Por otra parte, en la coyuntura actual, en Europa occidental, la
idea de revolución no moviliza las muchedumbres. Habiendo estado asociada
durante décadas a la Rusia Soviética y al movimiento comunista, esa idea ha
sufrido los altibajos de la desaparición de la URSS y del ocaso del comunismo.
En el movimiento obrero de hoy permanecen tendencias y corrientes que se
definen como revolucionarias (trotskistas, anarquistas, etc.), pero que
representan en general sólo minorías bastante reducidas, hasta exiguas. A las
tendencias que se inscriben en la tradición comunista, y que siguen llamándose
así, les resulta imposible disociar la idea de comunismo de la experiencia
negativa que ella representa para la gran mayoría de la opinión pública.
La evolución del socialismo democrático
Al principio
del siglo el conjunto del movimiento obrero se proponía reemplazar al capitalismo
por otro sistema económico y social. Luego de las escisiones comunistas
posteriores a la Primera Guerra Mundial, el socialismo democrático abandonó
progresivamente la idea de un sistema alternativo, mientras continuaba durante
cierto tiempo refiriéndose a ese sistema en su discurso. No obstante, no
renunciaba a transformar la sociedad, pero, como había elegido como brújula el
método democrático y la vía parlamentaria, se esforzó sobre todo en procurar
reformar al capitalismo. Desde el punto de vista económico el resultado fue un
sistema mixto, basado en el mercado y la empresa privada, pero con un sector
público y nacionalizado más o menos amplio y con diferentes formas de
regulación por parte del Estado, en particular a través de políticas económicas anticíclicas destinadas a
mantener el pleno empleo. En el plano social, la construcción de un Estado
providencia (welfare state) cuyos
núcleos son el seguro de desempleo y una cobertura social para el conjunto de
la población con políticas redistributivas, cuyo objetivo es la generalización
de un ingreso mínimo para todos. Este conjunto de medidas económicas y sociales fue elaborado porque
se sacaron lecciones de la Gran Depresión de los años 30. Desde ese punto de
vista, el capitalismo de la segunda mitad del siglo XX, al menos hasta los años
80, fue efectivamente un sistema reformado, diferente en muchos puntos de vista
de aquel de los años 30. La idea fundamental consistía en que, si se quería
evitar la repetición de una crisis como la de los años 30, no se podía eliminar
al mercado y al liberalismo económico, pero que había que introducir mecanismos
correctores. En Europa occidental la posguerra se caracterizó por la aplicación
de políticas keynesianas, con las cuales se identificaron bastante el socialismo
democrático. El movimiento sindical de inspiración socialista ha adherido a esa
evolución: las políticas redistributivas del welfare state estaban basadas en un pacto político en el cual los
sindicatos garantizaban, a cambio, una cierta moderación salarial. Eso es lo
que los politólogos han llamado con una expresión que encuentro poco apropiada,
como “modelo neo-corporativo".
Hay que señalar
que la elección del método democrático ponía una serie de límites a la acción
de los partidos. Como en ninguna parte tenían la mayoría absoluta en las
elecciones, esos partidos podían gobernar solamente en coalición con otras
fuerzas políticas, y entonces debían hacer compromisos, modificar sus programas
o renunciar a aplicar ciertas partes de ellos. Al principio del siglo los
partidos socialistas europeos eran, en todas partes, partidos de oposición.
Después de la Primera Guerra Mundial, asumieron cada vez más responsabilidades
de gobierno y se integraron en los sistemas políticos nacionales respectivos,
transformándose en uno de sus principales componentes. Hoy en día, numerosos
países de Europa occidental están gobernados por socialistas y conservadores, y
esto es ahora un aspecto normal de la vida política de esos países. No
obstante, nadie espera que los socialistas que están gobernando “construyan el
socialismo”.
En ese ámbito
ideológico, los partidos socialistas se han alejado progresivamente del
marxismo, que a comienzos del siglo era todavía una referencia fundamental para
muchos de ellos. De una manera general, el aspecto doctrinario e ideológico se
ha tornado mucho menos importante. Actualmente la ideología común a los
partidos socialistas de Europa occidental es esencialmente la ideología
democrática. Es interesante notar que en Italia, donde el antiguo Partido
Socialista ha desaparecido en el gran sismo de comienzo de los años 90, la
mayoría del antiguo Partido Comunista, que también ha desaparecido, ha elegido
llamarse Partido Democrático de la Izquierda (PDS), y al final simplemente
Demócratas de la Izquierda (DS).
Es muy obvio
que en este fin de siglo no se sabe muy bien lo que significa la palabra
“socialismo” y se prefiere a menudo evitarla, visto el uso que han hecho de
ella los regímenes comunistas.
Al principio
del siglo, la palabra “socialista” evocaba un sistema económico basado sobre la
propiedad pública (lo que no significaba necesariamente estatal) de los medios
de producción, que no funcionaban sobre la base del beneficio y del trabajo
asalariado, pero sí de la utilidad social y de la libre asociación de los
trabajadores. Durante la mayor parte del siglo ha designado sobre todo el
sistema económico (y social) soviético, cuya esfera de aplicación no se ha
extendido a Europa occidental. Actualmente no posee más un sentido unívoco.
Los cambios de la estructura social
Un considerable
cambio se ha producido también en la estructura de los partidos socialistas,
que tienen ahora poco en común con sus homólogos de principio del siglo. En
efecto, ya no son partidos de clase, partidos obreros en sentido estricto. Esa
transformación remite a aquella que se ha producido en la estructura social de
las sociedades capitalistas avanzadas, muy diferentes a las sociedades de donde
provenían los socialistas al principio del siglo. La idea de que la industrialización
multiplicaría indefinidamente el número de los obreros, hasta el punto que
ellos constituirían el grupo mayoritario en la población activa y en la
sociedad en general, no ha sido realizada. El proletariado industrial
efectivamente ha aumentado pero no es mayoritario, y a partir de cierto momento
–que se puede situar hacia el final de los años 70-, ha empezado a disminuir,
tanto en cifras absolutas como relativas. Como lo subraya Eric Hobsbawn: “Entre
1973 y el final de los años 80 el número total de las personas ocupadas en la
producción industrial en los seis países europeos de "vieja
industrialización" (Bélgica, Alemania Occidental, Gran Bretaña, Francia,
Suecia, Suiza) disminuyó de siete
millones, ya sea hasta alrededor de una cuarta parte, o hasta la mitad entre
1979 y 1983. Y hacia el final de los
años 80 la mano de obra empleada en la
producción industrial se ha estabilizado en alrededor del 25%
del empleo total, salvo en Estados Unidos, donde ya estaba por debajo
del 20%”. (Hobsbawm, op. cit. p. 304).
En compensación
otros grupos sociales, especialmente las capas medias asalariadas, han conocido
durante ese siglo una progresión mucho más importante que la de los obreros, y
constituyen ahora la mayor parte de la población activa. Las actuales
sociedades de Europa del Oeste están compuestas en su gran mayoría por
asalariados, pero los obreros como tales ocupan allí un lugar decreciente, y ya
no son la figura central y dominante del paisaje social. Ciertas categorías
obreras, que han sido durante mucho tiempo los bastiones del movimiento obrero,
como por ejemplo los mineros, casi han desaparecido. El siglo XX ha marcado el
apogeo pero también el ocaso del proletariado industrial, y al mismo tiempo del
movimiento obrero “clásico”, ampliamente identificado con ese
grupo social. Los partidos socialistas, que querían ser la expresión
política del proletariado, han perdido poco a poco el carácter esencialmente
obrero de sus comienzos. Este fenómeno se ha producido sobre todo en la segunda
mitad del siglo. ¿Podemos considerarlos todavía como una componente del
movimiento obrero? La respuesta no es más tan evidente como podía serlo hace
todavía algunas décadas. La definición más cercana a la realidad es quizás la
siguiente: partidos democráticos que representan sobre todo los asalariados y
más particularmente a los trabajadores manuales, y que aspiran siempre al
cambio social por la vía de reformas.
¿Son todavía
partidos de masas? Esa forma específica de partido, del cual el movimiento
obrero ha sido el iniciador, conoce ella también un ocaso más o menos rápido.
En el pasado, los partidos obreros tanto socialistas como comunistas no eran
solamente máquinas políticas y electorales, sino también organismos capaces de
estructurar en una gran medida la vida de sus adherentes. Del lado socialista,
un ejemplo particularmente significativo ha sido “la Viena roja” entre 1918 y
1933/34. Eso virtualmente ha desaparecido.
El movimiento
obrero ha nacido y se ha estructurado como movimiento de los trabajadores manuales
y más particularmente de la clase obrera. En Europa occidental esa
configuración se ha mantenido, en general, hasta los años 70. Luego,
transformaciones cada vez más rápidas han hecho que sea en parte caduca. El
cambio no ha sido solamente el de la organización del trabajo (el camino del
“fordismo” al “post fordismo”) y de la estructura social, sino también del modo
de vida, de la cultura, de la conciencia.
Durante el
largo período de desarrollo económico que en Europa occidental siguió a la
Segunda Guerra Mundial, la clase obrera ha entrado, ella también, en el
universo de la sociedad de consumo. Sus trabajos, su estilo de vida, su modelo
de consumo, y aún sus maneras de vestirse, se han acercado considerablemente a
los de la clase media. La segregación social del principio de siglo ha
desaparecido en gran parte, y con ella numerosos elementos que alentaban, en
los obreros de principio del siglo, la conciencia de pertenecer a una clase
aparte. Según Hobsbawm, la cohesión de la clase obrera consciente de ella misma
llegó a su cima al fin de la Segunda Guerra Mundial, para después desmoronarse
inexorablemente (cf. Hobsbawn, op. cit, p. 306).
Los
trabajadores de “cuello blanco” que ha multiplicado el capitalismo post
industrial, son en gran parte trabajadores asalariados igual que los “cuellos
azules”, y muchos de ellos cumplen tareas semejantes a la mayoría de los
obreros. De algún modo, la distinción entre esas dos categorías es puramente
convencional y por ende bastante arbitraria, pero esa transformación de la
estructura social ha reducido considerablemente la base y la influencia del
movimiento obrero. Evidentemente un “movimiento obrero” que circunscribiera su
campo de acción a sólo los obreros estaría ineludiblemente condenado al ocaso.
Los sindicatos, principales organizaciones obreras, han tomado conciencia de
ese peligro y se han esforzado, sobre todo durante estas últimas décadas, en
organizar también a esos otros sectores del mundo del trabajo (empleados,
técnicos, administrativos). Los partidos políticos ligados al movimiento obrero
han hecho lo mismo y se abrieron a otras categorías distintas de los
trabajadores manuales: el carácter obrero de antes ha disminuido
progresivamente. El mundo del trabajo (o más exactamente del trabajo asalariado)
se ha feminizado también fuertemente durante el siglo. Esa feminización se manifiesta también dentro
del movimiento obrero. El hecho de que las mujeres ejerzan responsabilidades
importantes en los sindicatos o en los partidos socialistas ya no es excepcional.
Aquí también se puede medir la distancia
recorrida en relación con el principio del siglo, aunque estamos todavía lejos de la equidad de
género.
En cierto modo,
la expresión “movimiento obrero” no es realmente apropiada y corresponde nada
más que en parte a esta realidad de fin de siglo, que uno no sabe exactamente
como definir. Más neutros, las expresiones inglesas “labours” –que designa el
conjunto de los asalariados- o “labour movement”, parecen más pertinentes, pero
no se pueden traducir a idiomas como el francés, el alemán, el italiano o el
castellano, en los cuales uno está obligado a continuar hablando de “movimiento
obrero”.
En las
sociedades de Europa occidental una proporción importante de la clase obrera
propiamente dicha está compuesta ahora por inmigrantes. Al principio del siglo,
la inmigración era ya una realidad nada desdeñable en Francia y en parte en
Alemania, pero el fenómeno concernía sobre todo a Estados Unidos y a ciertos
países de América Latina. Europa era sobre todo un lugar de emigración. La
situación es completamente diferente hoy en día, y aún países de los que
tradicionalmente se emigraba, como Italia y España, se han transformado a su
vez en países de inmigración durante las últimas décadas. La inmigración va a
reforzar las filas de la clase obrera propiamente dicha que deviene entonces en
pluri-étnica.
Conclusiones
Al fin del
siglo XX el movimiento obrero de Europa occidental se encuentra globalmente en
la situación de un relativo ocaso. Desde hace alrededor de veinte años ha
entrado en un proceso descendente y se ha debilitado considerablemente, al
mismo tiempo que disminuía su base social tradicional. Persiste como un actor
importante y reconocido de la vida socio-económica y política, dispone todavía
de un capital moral considerable, pero ha perdido, de una manera incontestable,
una parte de su fuerza de atracción. Al principio del siglo encarnaba la
esperanza y la promesa de una sociedad nueva, sin clases, liberada de la
explotación. Si no hubiese existido esa dimensión mesiánica, la revolución rusa
de 1917 jamás hubiese tenido una repercusión tan grande en Europa y en el mundo
entero. El movimiento obrero ha sido también, en muchos aspectos, una suerte de
religión. Ese carácter mesiánico y utópico ha desaparecido ahora. En Europa
occidental el movimiento obrero ya no está considerado como el precursor de la ciudad
futura. No se espera de él una solución global a los problemas de la
sociedad actual, sino respuestas a problemas puntuales: defensa del puesto de
trabajo, mejoras salariales, etc. Tampoco propone una alternativa global al
sistema capitalista y a la sociedad actual, ni tampoco imágenes radiantes y de
confianza en el futuro. Como el resto de la sociedad, mira el futuro con
perplejidad y con una cierta inquietud. El mundo del trabajo tiene, por otra
parte, serias razones para preocuparse por las transformaciones que ocurren y
por sus consecuencias: tasa de desocupación elevada, creciente precarización,
cuestionamiento del welfare state,
etc. El aspecto más inquietante para el movimiento obrero es la aparición de
una desocupación masiva que abarca actualmente, en Europa, casi a la décima
parte de la población activa y que se presenta como un fenómeno estructural,
ligado al hecho de que el tipo actual de desarrollo capitalista destruye más
empleos de los que crea. La perspectiva de un retorno al pleno empleo aparece
como ilusorio. Al contrario, estamos entrando en una sociedad en la cual una
parte creciente de la población se encuentra excluida del trabajo y depende
totalmente de las diferentes formas de welfare
para vivir: de ahí la agravación de los fenómenos de exclusión social y de
pobreza.
Esa pesadilla
social es ya parte de la realidad. Tal situación debilita objetivamente el movimiento
obrero y, en primer lugar, los sindicatos. El desplazamiento de varias
actividades productivas hacia los países de bajos salarios desgasta finalmente
a los sindicatos.
El
debilitamiento del movimiento sindical es un fenómeno general, pero más o menos
marcado según los países. Francia constituye un caso límite, teniendo en cuenta
que los sindicatos poseen poca entidad fuera del sector y de las empresas
públicas. ¿Pero qué podemos decir, por ejemplo, del sindicalismo italiano, que
puede enorgullecerse de sus millones de
adherentes, pero que en gran parte –entre un tercio y la mitad, según las
confederaciones- son jubilados?
A medida que la
globalización económica progresa, la acción sindical llevada a escala nacional
es menos eficaz, ya que muchas decisiones esenciales para la vida económica se
toman fuera de ese ámbito. Las tentativas de coordinar la acción sindical a
escala internacional, y más particularmente europea, han dado hasta ahora
resultados de poca envergadura. Sin embargo, esa es la dirección que deberá
adoptar al movimiento obrero si quiere responder eficazmente al desafío de la
globalización.
El
internacionalismo era uno de los valores centrales y fundamentales del
movimiento obrero al principio del siglo. La primera guerra mundial lo afectó
severamente y, en rigor, el siglo ha estado más marcado por los nacionalismos
que por el internacionalismo. La acción del movimiento obrero transcurrió
esencialmente en el ámbito nacional, y tal es todavía el caso hoy en día. Desde
ese punto de vista, hay un desfasaje evidente entre la dinámica del desarrollo
capitalista y las respuestas del movimiento obrero.
El movimiento
obrero tiene su origen en la industrialización capitalista. Ciertas formas
históricas que ha adquirido resultan inseparables de ese proceso. Los aspectos
y las formas de organización más directamente ligadas a la fase de la
industrialización están destinados inevitablemente a declinar con la
transformación hacia una fase “post industrial” o “post fordista” del
capitalismo.
Eso significa concretamente que ciertas categorías de trabajadores como los mineros o los
metalúrgicos no tendrán más en Europa occidental un rol central como en el
pasado: la primera porque están en vía de extinción, la segunda porque
disminuyen sin cesar. La gran fábrica fordista que agrupaba un número elevado
de obreros y constituía de esa manera un lugar favorable a la sindicalización,
parece también pertenecer al pasado. Ha sido reemplazada por unidades de
producción más pequeñas y más diseminadas geográficamente. El partido obrero,
como tipo particular de partido basado en la clase obrera, está destinado
probablemente a desaparecer o a ser marginal: su espacio político sólo puede,
en efecto, reducirse. El carácter esencialmente masculino del movimiento obrero
clásico continuará también decayendo, en un mundo obrero que se ha feminizado
extensamente. Cierto tipo de cultura obrera (por ejemplo la de los mineros) va
a desaparecer con la extinción del ámbito y de las condiciones que la habían
producido. El movimiento obrero será cada vez menos “obrero” y cada vez más un
movimiento de empleados asalariados. No obstante, no existe ninguna
razón para pensar que desaparecerá, ya que cumple, especialmente en su aspecto
sindical, una función esencial: el mundo del trabajo necesitará siempre estar
representado, hacer oír su voz, defender sus intereses y sus derechos. La
aspiración a una sociedad más justa y más solidaria de la cual el movimiento
obrero ha sido una de sus expresiones, no desaparecerá. Tendremos que seguir
buscando soluciones a los problemas que crea un capitalismo cada vez menos
controlable.
[1] Eric Hobsbawm, The Age of Extremes. A History of the World, 1914-1991, New York,
Vintage Books, 1996 pp. 94-95).
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