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Reinaldo Montero
Ensayo crítico, a propósito de Los equívocos morales.
¿Es el pergamino el pozo sagrado
del que un trago calma para siempre la sed?
Fausto.
I
El hombre no es una entidad firme. La invención de la idea de destino, de lógica azarosa, de constancia de lo efímero, es un don de la inteligencia para aliviar a la criatura de una alarmante evidencia: uno llega a ser una cosa con la misma simplicidad con que pudo haber sido otra. Lo grande, lo verdaderamente trascendental, no repara en nuestras individualidades. El hombre, en cambio, no paga con la misma moneda: él sí repara en lo trascendental, se emancipa de su propia grandeza.
Lo más asombroso del hombre está en su fugacidad. Ninguna misión rebasa en altura a una lágrima o a una sonrisa. Los escritores, por ejemplo, suelen decir que la literatura es imprescindible, inmensa. Nada de eso; cualquier texto, si no es sagrado, es sobrevivible. Lo impresionante, lo verdaderamente noble, es ese bello individuo que cree en la excelencia de la literatura. Ninguna obra es más grande que su creador, lo saben aquellos talentos que una vez experimentaron hastío ante su producto artístico. Dios, creador de creadores, miraba de soslayo lo que había hecho, "veía que era bueno", y seguía adelante. El ser humano merece más que ese miramiento, y ese "más" no es otra cosa que su efímera dimensión.
Se pueden ensayar, por supuesto, miles de chácharas (pseudo) optimistas acerca de la ilimitada fuerza del hombre, de su invencibilidad, de la sutileza de su pensamiento. Ellas apenas sirven para anestesiar la dolorosa verdad de una existencia abisal; logra, en consecuencia, desconcertar al hombre de esa diminuta grandeza que es la vida que le toca.
El "humanismo" meloso y sentencioso no ayudó más que la filosofía criticista. Uno se entretenía, en el mejor de los casos sinceramente, exaltando las potencias humanas; el otro mostraba sus límites y buscaba las vías accesibles a una grandeza posible en los marcos de esos límites. ¿Puede el hombre saber lo que es Dios, la sustancia, la materia? "Sí", respondería el primero, y a continuación agregaría una larga lista de atributos positivos de nuestro intelecto. Un filósofo criticista como Locke o Hume se preocuparía por investigar si preguntas tales están dentro de los límites accesibles al conocimiento humano, y solo después de tener esta respuesta ensayaría alguna tesis.
Los juicios festinados y conformistas sobre el poder y la bondad de los humanos no pasan de ser estados de ánimo que reflejan mejor una satisfacción personal (instantánea) que un conocimiento cabal de la sociedad; información que es punto de partida para el bien.
Resulta que los verdaderos filántropos, aquellos que, por ejemplo, se preocuparon en el parlamento británico del pasado siglo por la reforma del sistema carcelario, por la reforma de la educación, por la creación de guarderías infantiles, fueron hombres conocedores de la maldad de los demás hombres. Eso los exalta ante nuestros ojos: no exigían virtudes a sus compatriotas como premisa de su ayuda y amor, les permitían seguir siendo hombres-hombres. El realismo no es pesimismo; y hay que estar alertas, pues las visiones falsearias del mundo contienen en su núcleo lo contrario de lo que postulan. Hay que reconocerlo, Shafterbury solo es posible con Mandeville.
Tenía cierta razón Kant al restar contenido moral a la amistad que se da a cambio de amistad, al amor que se ofrece a cambio de amor. El mandamiento cristiano «amarás a tu prójimo» vale cuando se refiere al prójimo enemigo; amar al que nos ama es un sobreentendido. Esa afirmación significa algo cuando se trata del "enemigo", es en esa situación cuando empiezan a aparecer las verdaderas causales del amor.
El hombre no tiene que ser grande, bueno, poderoso para merecer al amor de otros hombres; como no tiene que tener una misión histórica, un valor probado en la guerra, un conocimiento profundo para merecer la vida. Como decía Martí, todo hombre tiene momentos de cerdo, de zorra, y de paloma y halcón; todos los hombres. Amarse en esa pequeña escala es la gran faena humana, tan ardua, que no todo el mundo se resigna a ser feliz simplemente en su hogar. Se sabe que Pascal sancionó a los mortales por ser incapaces de esta acción titánica: permanecer tranquilo dentro de una habitación. Es con seguridad menos seductor, pero más trabajoso, que posar en un trono o pudrirse en un mausoleo.
Swift quiso llamar la atención sobre las paradojas que implicaba un planteamiento hiperbólico de la dimensión humana. En un universo agigantado la criatura humana resulta una minucia; en uno enano, un gigante. Lo intentó pero nadie le hizo caso, o casi nadie; se pensó que hablaba para los niños. Pero como Swift estaba decidido a encontrar un interlocutor adecuado, escribió una Filosofía para mayordomos.
Resulta que el oficio de sirviente permite observar, como pocos, el entrecruzamiento entre lo grande y lo pequeño, entre el poder y el miedo, el dominio y la obediencia. Un mayordomo se asoma a "lo histórico" desde abajo; conoce del héroe sus zapatos y su cetro, su día de cumpleaños y de su coronación. Lo ha visto llorar, reír y cantar como un hombre común. Un mayordomo puede entender perfectamente que solo hay grandeza cuando se asume lo efímero con ansias de eternidad; lo sabe él, que reverencia lo tangible, que ha llegado a adorar lo vulgar. Sabe que la grandeza de siempre es una metamorfosis de la de día a día, que "la historia", desea, anhela, padece.
Un criado sabe que detrás de una guerra destinal hay una mujer amada, un orgullo lesionado, un rencor vigente. Por eso Swift sabía que, aún en tono irónico, podía comunicarse con ellos. El mayordomo es lo pequeño en el reino de lo grande; sus juicios críticos son certeros ya que los hace sin pertenecer al sistema de lo criticado. Es un auxiliar de un universo ajeno, un extranjero. Y Swift era también otro extranjero y como tal pudo desnudar la mentira de una sociedad injusta; hizo con Inglaterra lo que a su manera haría José Martí con los EE. UU., Koestler con la Unión Soviética, Ciorán con Francia.
Es una curiosa coincidencia el interés de José Martí por la historiografía latina, especialmente por Tácito. Y es que Tácito nos legó en rigor unos Anales que están compuestos por simples oraciones descriptivas del mundo que vivió. No hay un gran sistema, apenas narración; cuenta cosas elementales, acciones pequeñas que impresionan por resultar las verdaderamente humanas, y cuando nos habla de los grandes héroes y sucesos nos refiere, junto a lo trascendental, lo emocional y efímero que le acompaña. Esto cautiva el interés de Martí, quien recuerda a Galba cuando adopta a Pisón, a Othón cuando decide darse muerte o a Tiberio cuando desdeña las ofrendas de sus aduladores.
Es bajo esta impresión que formula este interesante juicio filosófico sobre la historia en sus Cuadernos de apuntes: «Nada me parece más justo, ni más puesto en verdad, ni más revelador de mente ahondadora, que aquel modo de Tácito de explicar grandes sucesos por causas triviales. -Porque así es en lo cierto, y tal va el mundo.- Una rivalidad entre dos caudillos crea dos sistemas políticos diversos. ¡Y cómo llueven las razones para apoyar aquellos sistemas recién creados! ¡El celo, y el temor de verse por encima al rival, cuán elocuentes!»[Ed. C. N. C. La Habana, 1965. p. 257]
El "neotacitismo" es desde entonces no tanto un intento por subjetivizar la historia (como puede parecer), sino una preocupación por investigar las fuerzas realmente actuantes en la misma. Así se "rebajan" los niveles de análisis y se localizan mejor las responsabilidades históricas, alternativa doblemente interesante cuando predominan los análisis macrológicos de la sociedad: es un énfasis, y un énfasis necesario. De esa necesidad se percató en su momento Tierno Galván, quien propuso un análisis más inmanente de la España de Franco; "La Historia" muchas veces entorpece la comprensión de "las historias".
¿Y qué ve al cabo Martí en esa manera de hacer la historia?, ¿qué ve Martí en Tácito? Pues al artista, porque para el arte no pasan inadvertidas esas pequeñas dimensiones humanas que a veces se da el lujo de desdeñar la ciencia y hasta la filosofía. Por ello no es totalmente injusta la acusación de haber estado de espaldas a lo humano, a la praxis real y no inventada; esta es una vergüenza de la inteligencia que, a pesar de Tácito, no hace mucho tiempo se ha empezado a superar. Tenía que suceder: las "historias universales" ya no están de moda.
En esta toma de conciencia vale destacar la campanada de Husserl; por eso, como ha tenido la agudeza de señalar J. Habermas, la fenomenología es la única filosofía que aún hoy no tiene un "post" (tampoco un "neo").
Pues al encuentro de esa tesitura va precisamente Los equívocos morales de Reinaldo Montero, un planteamiento artístico de un evento histórico pocas veces presentado en su arista humana. En efecto, la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, en especial la ocupación de Santiago de Cuba y la derrota de España, suele entenderse en términos de imperialismos que se redefinen, tendencias históricas que se frustran y no de familias que se separan, hombres y mujeres que aman, militares que se confunden. Es ese resquicio olvidado el que nos rescata Reinaldo Montero y en su obra, como en la de Tácito, vemos vivir (por fin) esos hombres efímeros que son los acreedores de la Historia trascendental.
II
En Los equívocos morales hay una gran intuición; si hay equívocos, deben ser morales, no éticos. La moralidad pertenece al ámbito subjetivo, y hasta privado si la vemos en términos de elección. Lo íntimo, pues, sería el coto ideal de una preferencia moral; resulta que ahí no debe perturbar la acción del estado, ni siquiera la de la "sociedad civil". A la moral pertenece el espectro de normas a partir del cual el hombre (mejor el individuo) orienta su acción; son prescripciones que se pueden acatar lo mismo que transgredir. Claro está, la conciencia moral no está activada perennemente, el automatismo permite ahorrar energía psíquica en situaciones triviales. De hecho, en la obra de Montero son visibles los conflictos en personajes privilegiados, particularmente en Cervera. En otros casos, la simplicidad ética permite una claridad moral tan admirable como poco sofisticada.
La eticidad se impone al individuo con una fuerza ella misma "supraindividual"; en cierto sentido también supramoral y hasta suprarracional si se entiende a la razón como una capacidad humana entre otras.
Hegel vinculó la eticidad a la historia y otras instituciones sociales "macro", entre las que sobresale el estado. La eticidad es de alguna forma la realización terrena de Dios. Pero ella puede verse además de una manera elemental; rectificando a Hegel pudiéramos entenderla como aquel conjunto de valores que se asumen en la parte superior de una escala, por encima de las contingencias; aquellos principios morales que no son objeto de cuestionamiento y en rigor tampoco de elección. La eticidad encauza la moral, y en determinadas encrucijadas hasta la perturba.
Los equívocos morales plantean entonces un conflicto que desaparecería si lo planteamos en el marco ético, pero en este caso se potencia su dramaticidad pues se trata de una situación donde hasta la misma ética está en curso. En un estado liminal donde se reformula lo incuestionable, donde emerge un nuevo reino ético y transitan las fidelidades.
Montero se hace con un interesante conflicto pues presenta una situación de equivalencia entre una eticidad que asciende y otra que fenece; en el momento de cruce ambos paradigmas están, como decía Spengler, a la misma distancia de Dios. Este es el gran momento que capta la obra, presenta como conflicto moral una disyuntiva ética; y no en todos los momentos de la historia la contienda entre el bien y el mal llega a ser tan comprometedora. Los personajes no han de elegir entre dar o quitar, pedir o hurtar, hablar o callar; aquí las elecciones se vuelven dramáticas: vida o muerte, patria o amor, honor o exterminio. Son dilemas catastróficos intensos y puntuales que solo se pueden vivir, como en la obra de Montero, de manera excepcional.
El universo de la eticidad se prescribe racionalmente, y como el hombre no es solamente razón, puede afirmarse que hay en ese universo algo de "inhumanidad"; o quizás mejor, de "des-humanidad". Lo básicamente humano es, en efecto, el conflicto moral, no el principismo ético. La eticidad orienta la moralidad, tiene respuestas y no preguntas, convicciones y no dudas.
Precisamente uno de los grandes valores de Los equívocos morales es que presenta un conflicto moral huérfano, que tiene la peculiaridad de (mal) orientarse por una eticidad que languidece. Montero capta una definitiva (?) transición del cuerpo al átomo, de lo trascendente a lo inmanente, de lo "social" a lo individual, y al presentar esa transición en el contexto de fines del pasado siglo nos anuncia un nuevo ciclo.
La familiaridad del mensaje nos acerca los tiempos; exhibe, no demuestra, los límites humanos de lo histórico. No viceversa. No son infinitas las variaciones históricas de factura humana; no hay, por ejemplo, inagotables maneras de obedecer y de mandar, tampoco de odiar y amar. Es por eso que la admiración de nuestra vida debe buscar más profundidad que altura. Montero nos presenta un drama donde son las alturas las que permanecen perplejas ante el conflicto, las que no pueden optar sin mutilar; en cambio, sus personajes profundos (no bajos) existen en un meridiano natural, saben lo que quieren. O ni siquiera saben, sencillamente quieren. Algo grande está en marcha cuando la vida decide prescindir de argumentaciones.
III
El año 1898 es peculiar para la isla de Cuba en el contexto histórico latinoamericano; por esta razón muchos historiadores están en desacuerdo en torno a su significado, algunos incluso dudan de que signifique realmente algo; por lo menos algo diferente a una independencia trunca por la intervención militar norteamericana. Por lo pronto, en Cuba no hay una fiesta nacional vinculada al día de la independencia y se ha optado por adjetivarla ante las confusiones que puede traer. Así se habla de una independencia "formal" al lado de una independencia "real".
Esa época confusa aún en nuestra autoconciencia es en la que viven los personajes de Los equívocos morales; ¿qué hacían entonces? Es la gran revelación de Montero: pues ni más ni menos que vivir como viven los demás hombres.
La obra muestra muchas paradojas; paradójica fue la época en que se inscribe. Resulta que los "aliados" terminaron por gravar legalmente una independencia que se preciaban de haber ayudado a conquistar; por otra parte iniciaron un innegable proceso de modernización de la isla. España, enemigo vencido, conservó importantes posiciones económicas y sociales, incluso se "regeneró" como paradigma de resistencia en parte de las conciencias cuando las reformas modernizadoras comenzaron a enseñar su lado oscuro. Coherentemente con esta lógica, quién más ve en Los equívocos morales es el ciego Atanasio, capaz de aleccionar con sabias sentencias cada ingenuidad que asome por su lado. «No vayas a embarcarte, grumete. Lo veo. Abismo, caída, una fosa». En su primer parlamento ya el destino queda desnudado. Y no es un desliz, la intriga se mantiene porque lo inconcebible no es que suceda, es la impotencia del conocimiento incluso ante lo que se sabe que sucederá.
Si hay instancias cruciales en la trama son el hambre, al amor y el honor; la tríada se retuerce en múltiples formas. Lo importante, en cambio, es que no se presentan como conceptos si no como sentimientos. Siempre hay alguien que desea comer, besar o vencer. Es muy aleccionador verificar las transiciones que las representaciones de la historia sufren de una escala social a otra, de Cervera a Tobares, de las tías a los amantes, del ciego ubicuo a los personajes esperpénticos; y lo es más comprobar que la historia, como Historia, solo tiene sentido en los grandes personajes que toman decisiones o en el ciego que ya la ha vivido. En ambos casos es una historia dramática asumida, en consecuencia, como representación. ¡Qué diferentes percepciones de una figura a la otra! ¡Qué abismo! Cervera se empeña en verificar presente con pasado, presente con recuerdo, pólvora con libros; por eso dice: «Un nuevo Trafalgar justificaría la pérdida de Cuba». La historia escrita o contada se le impone aún por encima de su propia evidencia: «...el que venza dictaminará que el vencido provocó su propia ruina...» Los relatos, las imágenes, tienen fuerza ontológica; su influjo permanece por encima de la noción del mecanismo.
Cervera duda, la guerra para él puede significar gloria o desastre; está casi seguro que lo segundo. Tiene que elegir entre el honor o la muerte de sus jóvenes marinos y la suya propia, entre luchar o huir, entre la patria o la vida. Dilema desastroso, cualquier alternativa es mutilante: vergüenza con muerte, vida sin honor, batalla sin victoria, huida sin valor. Aquí la guerra, allá la novia, la madre, el amor.
Mientras más cerca de la muerte más fuerte es la impresión de su significado. Incluso en las mismas alturas Cervera se estremece antes de marchar a la gloria, o al desastre. «Cualquier cosa era preferible, por el honor de la Patria, que huir rumbo a España», dice el jefe de la plaza santiaguera; a lo que replica Cervera: «Otro equívoco moral». Se aprehende aquí un momento liminal, para ese militar desesperanzado, lanzado a un lugar lejano sin posibilidades objetivas de éxito, el mundo de la eticidad, en el que se cuenta el amor a la patria y a la vida humana, empieza a tensionarse en el nivel de la moralidad. Los valores absolutos empiezan a ser interrogados, ellos mismos, por su ubicación entre el bien y el mal. Como había referido, cuando esta transición sucede, algo realmente diferente se está fraguando; como diría Hegel, el espíritu se apresta a cambiar de forma.
Entretanto, las tías hacen función de casamenteras, cuchichean sobre eventos cotidianos, inventan ardides para obtener el alimento necesario para mantenerse con vida (y poder participar en la historia); Tica y Balboa se enamoran, se hacen reproches y participan en los "destinos históricos" sin percatarse siquiera de que lo hacen: «Es como si Santiago estuviera de fiesta».
Al final, el esperpento de los esperpentos. Los personajes valleinclanescos imaginan un milagro consistente en que el mundo sea diferente; ellos revelan, de alguna manera, una noble ingenuidad, la confianza en que una revelación es capaz de rectificar el terco curso de la historia. Es la frontera que aún no ha podido rebasar la inteligencia artística de estos tres personajes: el pasado no se sonroja, tiene poco pudor, la revelación de su secreto no impide que de todas maneras vuelva a repetirse. Repetirse, una y otra vez.
Reproduzco este diálogo porque además de ser el eje metafísico de Los equívocos morales, es testimonio de una obsesión filosófica del autor de Medea y El suplicio de Tántalo (Otra vez): la repetición de lo que fue, la monotonía de "el curso de las cosas" y el sacrificio del fragmento que esta lógica supone. Decía Weber que el científico, y agrego que también el filósofo, son gente que se entregan a una idea que creen revelada para que ellos se la demuestren al mundo. Yo creo que si el lugar de arte, Montero decidiera hacer algún día ciencia o filosofía (explícitamente), ese sería su "thelos":
RIMBOMBANTE. ¿Para qué repetimos y repetimos y...? |
RESOPLES. Es nuestra cruz, nuestro calvario. |
RIMBOMBANTE. Hato de..., piara de... Pasarse la vida entera..., |
RESOPLES. Bueno, uno tiene la esperanza de que... |
PARDIEZ. ¿De que qué? |
RESOPLES. ...de que ocurra un milagro. |
IV
En algún momento Hegel sugiere una original y polémica ecuación: la cantidad de historia es directamente proporcional a la cantidad de infelicidad. Así, un pueblo de hombres totalmente satisfechos (de ser la felicidad alguna variante de la plenitud) no habría dejado memoria. La felicidad absoluta no sería entonces inalcanzable sino irrecordable. Como se comprenderá, a pesar de todo el hegelianismo de la otrora conocida tesis de F. Fukuyama sobre el fin de la historia, esta no implicaría un fin de la infelicidad.
Crear una historia es crear un espacio de corroboración, de afianzamiento, lo que denuncia la existencia de grietas identitarias. Como no hay, en rigor, sociedades silentes, cabe inferir que tampoco las hay enteramente felices. Existir es ser recordado.
La génesis de esos universos sociales a los que se refieren los hombres y las comunidades humanas ha guardado relaciones de distinta naturaleza. Lo individual, por ejemplo, suele ser desplazado por lo social dada la importancia que esa abstracción tiene en el proceso de dominación humana; pero igual lo ha reproducido, o intentado marginar.
Ha dicho el filósofo español Emilio Lamo de Espinosa que Norbert Elías logra la síntesis de Weber y Freud, logra demostrar que lo privado es el reflejo de lo público y viceversa; lo que no significa otra cosa que la sociogénesis del individuo es al mismo tiempo la psicogénesis del estado. Tal sincronización, sin embargo, solo cabe esperarse en cierto tipo de sociedades complejas; creo que no es posible universalizar tal relación. Estamos acostumbrados a que la sociogénesis del individuo sea en verdad el cumplimiento de pautas dictadas desde un centro de poder; y no un poder ilocalizable como teorizara Foucault pensando en sociedades postmodernas, se trata de poderes verificables y medibles.
El diseño de abstracciones aglutinantes, frente a las que irremediablemente debe acomodarse el individuo concreto dando la apariencia de actor participante, ha funcionado como «redes imaginarias del poder» (Bartra, R. Las redes imaginarias del poder político, Ed. Era, México, 1981.) Pero sucede que una era donde la imagen dicta la realidad, dichas abstracciones adquieren poder represivo real, material.
Vale la pena preguntarse entonces si un Almirante, distante en ilustración, jerarquía y edad de una flota de marineros, de un amante grumete, tiene la legitimidad suficiente como para decidir un destino que los implique. Cierto que Cervera podía mirar más lejos, que estaba facultado para diferenciar entre la sobrevivencia inmediata y la vergüenza histórica, pero creo que era justo que se tomara en cuenta la preferencia de los simples hombres.
Es conocido que el mensaje más claro del pensamiento postmoderno, al menos en la formulación que hizo hace ya veinte años J. F. Lyotard en La condición postmoderna (1979), consistía en una rotunda crítica a los "metarrelatos". Pero es necesario recordar algunas veces que los metarrelatos no son malos en sí, la propia modernidad se inspiró en esas representaciones globales del mundo que incluían diagnóstico y receta, el asunto estriba precisamente en que esos metarrelatos pasaron por el poder y no consiguieron realizar la emancipación que preconizaban; y además, en que eran construcciones intelectuales que usurpaban discursos ajenos, robaban la voz, trayendo al primer plano el problema gnoseológico, epistémico, político y sobre todo moral de hablar por otros.
Por principio, es innoble aceptar lo que lesione la soberanía individual; pero se trata de un principio ético, un valor orientador del juicio y la acción muy difícil de llevar hasta sus últimas consecuencias. Pero resulta que un principio puede seguir valiendo como tal aún cuando (y esto es una regularidad del principismo) se dificulte su instrumentación.
La filosofía tuvo siempre afán de consecuencia, tal vez de esa necesidad que tienen ciertos individuos de pasear algunas ideas por el universo total de la cultura nazca su coherencia. No obstante, aunque sería lo ideal, en filosofía política y aún más en política es difícil ser consecuente con el principio de soberanía individual. Todo resultaría simple si se tratara solamente de observarle: legalización de la droga, despenalización del suicidio y del auxilio al mismo, cese de los controles demográficos y de natalidad, etc. No obstante, el respeto a la individualidad debe funcionar como un principio vigía, y a la hora de tomar las decisiones, realizar todas las consultas necesarias para que el individuo participe en la determinación de su destino. Hay que velar por una reconciliación asintótica del individuo con la Historia.
Una solución intermedia sería un planteamiento jerarquizado de la soberanía, muy relacionado con el concepto kantiano de autonomía. No se trataría de separar lo individual de lo social, al sentimiento del deber, si no de vertebrarlos como parte de un proceso. Ni el estado dicta al individuo ni el individuo desafía al orden; el individuo escoge lo que quiere ser, después al grupo al que quiere pertenecer, el grupo escoge la sociedad a que se integra y los valores que ha de compartir.
Sweig recordaba una rotunda frase de Goethe: «prefiero la injusticia al desorden»; creo que la paz depende de la atenuación (ni siquiera digo solución) de la contradicción (aún no antinómica) entre estos elementos: libertad-igualdad.
Con Los equívocos morales Reinaldo Montero personaliza, humaniza, esa tensión conceptual irresuelta entre lo trascendente y lo inmanente. El arte se abraza otra vez con lo mejor del pensamiento. En un tono positivo G. Lipovetsky constata la dualidad latente en el mundo de hoy. No lo dramatiza como Montero, sencillamente lo dice como filósofo. En su libro El crepúsculo del deber se exhiben los dos polos de la contradicción que desgarra a Cervera; es un nuevo acierto de la intuición: «Cuando se apaga la religión del deber, no asistimos a la decadencia generalizada de todas las virtudes, sino a la yuxtaposición de un proceso desorganizador y de un proceso de reorganización ética que se establecen a partir de normas en sí mismas individualistas: hay que pensar en la edad postmoralista como en un 'caos organizador'»[Ed. Anagrama, 1996. p. 15].
Bauta, La Habana, octubre de 1997
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