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Reinaldo Montero
(sobre su obra)

 

Ensayo crítico, a propósito de Los equívocos morales.

PUERTOS, CICLOS, EQUÍVOCOS
por Omar Valiño

 
Los barcos hundidos reafirmaron en Reinaldo Montero la idea de un escenario arquetípico para especular sobre una obsesión que lo persigue: la Isla y su destino.
Entonces eligió como telón de fondo la célebre batalla naval acaecida en la bahía de Santiago de Cuba en 1898 para escribir Los equívocos morales. Los buques que vio en el fondo del mar yacían, según su visión, no como evidencias de un pasado retenido en el tiempo, sino como testigos y símbolos de una historia presta siempre a recomenzar.
Tal presupuesto ideológico es sustentado otra vez aquí por el autor. En su obra narrativa más reciente abundan los acercamientos desde esta perspectiva [Cf. El suplicio de Tántalo (otra vez), Ed. Unión, La Habana, 1994, y Trabajos de amor perdidos, en «La Gaceta de Cuba», La Habana, No. 1, 1996, pp. 48-53.]. Sin embargo, en Los equívocos... gana consistencia -puesto que ya había aparecido, de alguna manera, en Concierto Barroco [Concierto Barroco, versión del libro de igual nombre de Alejo Carpentier, en colaboración con Laura Fernández, todavía inédito y Medea (Ed. Unión, La Habana, 1997), junto a Los equívocos... conforman, amén de sus respectivas autonomías, una tríada en sus obsesiones ideotemáticas y escriturales. Tienen como antecedente inmediato e importante la puesta en escena de Fabriles (adaptación del libro homónimo de relatos del autor por Rafael González y dirección de Carlos Pérez Peña), por Teatro Escambray, la cual mostró a Montero, en mi opinión, nuevas posibilidades teatrales para su dramaturgia..]- un nuevo espacio configurador para insertar ese punto de vista: el puerto. La conjunción de ambos -espacio y perspectiva- generará una riqueza singular de significados.
No se trata del puerto estrictamente como escenario físico, sino como territorio insustituible de una construcción cultural gracias a su permanente función de intercambio. La idea se refuerza en su posterior Medea, desarrollada en el puerto de Corinto, cuando coloca como epígrafe el aforismo de Graziella Pogolotti: «la isla son los puertos», el cual también pone en boca de un personaje. Se entiende, pues, la isla nunca como tierra aislada, sino como sitio de partidas y llegadas donde se hilvana una cultura, una nación.
Precisamente, en uno de los dos puertos definitorios de la isla de Cuba ocurrió el combate entre las fuerzas navales estadounidenses y la escuadra española que retoma Los equívocos morales. Este episodio fue determinante en el curso posterior de la guerra hispano-cubano-norteamericana, la primera disputa imperialista de la historia.
No obstante, en mi opinión, la pieza no es un drama histórico [Parte de estas reflexiones pueden encontrarse en mis críticas Un equívoco teatral, -«Tablas», La Habana, No. 3, 1996, pp. 81-84-, y Un equívoco entre el rostro y la máscara, -«La Gaceta de Cuba», La Habana, No. 6, 1996, pp. 63-64 -, aunque en función del análisis del montaje de la pieza por parte de Teatro Escambray.]. Esa referencia, sin dejar de tener importancia, incluso a nivel cognoscitivo, opera como un sistema de relaciones dentro del cual van a colocarse las acciones de los personajes, a la vez que sustenta un teatro de tesis o hasta un renovado teatro político, como ha señalado Rosa Ileana Boudet.
Las acciones de los personajes y sus móviles en torno al conflicto bélico constituyen uno de los núcleos conceptuales de la obra. Como eje de este encontramos al jefe de la escuadra ibérica, el almirante Cervera. Sus dudas, o su convicción, acerca del papel que debe jugar frente al mandato expreso de sus superiores, son esenciales. Cervera adquiere un carácter trágico al representar al hombre que, con pleno conocimiento de causa, se enfrenta de manera indefectible al destino, igualado aquí a la orden militar.
Ese carácter trágico del personaje se extiende a todo el contexto de la pieza cuando, desde su mismo comienzo, se perfila la analogía contemporanizada con la tragedia clásica. El ciego Atanasio, cual Tiresias, "ve" el destino del grumete Balboa y le anuncia su profecía. Al pronunciar «abismo, caída, fosa» está observando en el horizonte el hundimiento de los barcos. La pieza y la historia no tendrán variaciones posibles, están ya escritas. Los equívocos... se despedirá con su propio inicio.
Por otro lado, la presencia de un trío de actores comediantes (Pardiez, Resoples y Rimbombante) y el rol que les ha sido otorgado, constituyen un segundo núcleo de ideas del texto. Al tiempo que con su accionar relativizan de manera permanente la historia contada y la colocan en situación representada -en realidad teatral, una suerte de metafísica del teatro [Debo parte de esta idea a Emilio Ichikawa, sobre todo en lo referido a la concepción del texto como literatura, convencido de su existencia fuera de las tablas.]-, sufren su condición de actores. Tienen la obligación de repetir, como Sísifo, una tarea que jamás culmina y en la cual no pueden influir para transformarla. De esta forma, el autor introduce otro nivel de reflexión sobre el destino trágico. Así, vuelve sobre la idea según la cual el hombre en la historia está condenado «a empezar siempre de nuevo [realizando] esfuerzos y enojos que no concluyen más que en un repetido comienzo...» [El suplicio de Tántalo (otra vez), cuento del libro homónimo, ed. cit., p.36].
Al mismo tiempo, ambos núcleos estructuran dos polos "independientes" que permiten una oscilación de tonos en el texto. Si el primero tiende a la densidad dramática (en ocasiones recargado de información y detalles históricos que obstaculizan una concepción escénica dinámica), el segundo lo hace a la ligereza. Fértiles cruces entre el peso y la levedad, aunque sin maniqueísmos o exclusiones, como valores complementarios. Desde un mismo punto de vista, se entreteje así una lectura de la historia como tragedia con otra visión del tiempo histórico como comedia. Aún así, más lejos de Marx que de Virgilio Piñera, creador el último de una fusión cubanísima entre ambos géneros: padecimiento y dolor trágicos al son de la burla y el choteo. No es posible aquí, pues, la vencida fórmula forma-contenido; los recursos utilizados expresan en sí mismos ideas, al tiempo que revelan novedosas aristas de aquéllas.
Los mencionados polos, como ya expresé, se oponen solo en apariencia. Más bien intentan, mediante un mecanismo complejo, dilatar la recepción del lector/espectador. Pardiez, Resoples y Rimbombante juegan con la artificialidad y la convención teatrales, a la vez que se encuentran apresados entre la muerte y la resurrección del teatro cada noche. Así, ellos no solo resultan los conductores de la acción sino los creadores en varios planos -artesanal, funcional y simbólico- del tejido del drama. Con su homenaje al teatro popular -recuerdan la tríada gallego/negrito/mulata, o, otras de la commedia dell´arte, o tradiciones de esa estirpe- ridiculizan en la repetición del teatro las reiteraciones de actitudes y poses, así como las retóricas acompañantes para describirlas, en la vida militar. Su objetivo es advertir que esa repetición sirva para comprender, no sea un acto inútil, opere en la mente del receptor.
Tal advertencia se desliza en forma más cercana a través del centro de la disquisición de Cervera. Sus interrogantes implícitas, ¿qué sentido posee la resistencia?, ¿la razón está del lado de la conveniencia o del imposible?, ¿qué estamos obligados a hacer en cada momento; se niegan la táctica y la estrategia?, es ocioso recalcarlo, resultan de una absoluta vigencia entre nosotros.
Al lado de esa dimensión épica, Montero sitúa un conjunto de personajes reveladores de esa dimensión cotidiana que rodea la gran historia, algunos participan y sufren, otros se aprovechan, todos la padecen. Allí, en ellos, es todavía más difícil delimitar intenciones (¿es verdadero el romance de Tica y Balboa u obedece a intereses circunstanciales?); para mi funcionan como un fresco, un paisaje también determinante en la fundación de una cultura. La historia se reitera, sí, en diferentes circunstancias, mas las actitudes humanas -de un signo u otro- poseen fuerza de ley, y, a su manera, condicionan, perduran y fundan.
De modo paralelo, el autor realiza, más que una reflexión, una apuesta sobre el sentido del teatro y del arte. Alguno de los comediantes dice: «uno hace y vuelve a hacer esta historia, que es la misma, y siempre la cambian, y nunca la cambian completa...», quizá no sea más que una confesión personal que sintetiza, a través de la voz autoral, el sucesivo montaje de planos de Los equívocos morales.
Obra de equilibradísima y simétrica estructura, de notable valor literario, de sumas y síntesis diversas -ecos chejovianos, cercanías con Brecht y Estorino, roces piñerianos, fuentes populares y clásicas- debe su fuerza, sin embargo, a la hondura íntima, personal con que está planteado su universo de interrogantes, aunque pareciera, en primera instancia, incapaz de rebasar el planteo social. En definitiva, Los equívocos morales apunta a la renovada tragedia de la especie humana de renunciar, por desconocimiento o torpeza, a su pasado, donde se depositan las enseñanzas "genéticas" para lograr su sobrevivencia como género. Y, tal vez en un grado mayor de profundidad, subraya la fragilidad de la huella humana en el Hombre, su incapacidad para elevarse sobre las marcas de fuego de su trayectoria vital, su ser determinado por una experiencia que, en reiteradas ocasiones, no le sirve de nada.
Tal conciencia del suplicio tantálico y de la inagotable tarea de Sísifo le quema el alma a Reinaldo Montero. Por eso en el puerto como espacio real y simbólico del nacimiento de la franja de la especie humana por la cual más padece, se pregunta cíclicamente, ¿será esta eterna inexperiencia, esta fragilidad sin fin la que conduce al ser humano a los equívocos morales?

Alamar, La Habana, 14 de octubre y 1997

 

 

 

 

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