ACERCA DEL AUTOR
Estando en imprenta la edición de este libro, pasadas las 16.00 hs. del 22 de agosto de 1995, se apagó la vida de su autor. Premonitoriamente, Fernando Nadra se había anticipado a la muerte, ganándole la primera batalla que es también la última: alcanzó a dejar en estas páginas un invalorable testamento ético, moral y político que servirá de ejemplo, estímulo y guía para muchas generaciones de argentinos.
Quienes lo acompañaron en sus últimos momentos saben que murió como vivió: luchando, haciendo planes, imaginando un futuro luminoso de tolerancia, democracia y justicia social para su patria. En sus horas de agonía transmitía a sus hijos ideas concretas para alumbrar el proyecto dibujado en su Utopía posible que, al decir del prologuista, Pedro Frías, es el Estado social de Derecho, incansable búsqueda que definió su trayectoria política, iniciada hace 65 años con la toma del colegio nacional de su provincia natal, Tucumán. Pocos sabían que hacía un lustro, serenamente y redoblando su entrega a la causa de su patria, le había declarado la guerra al cáncer que lo invadió, casi contemporáneamente con el cruel desengaño que implicó el descubrimiento del verdadero rostro de la organización y muchos de los hombres junto a los que había luchado la mayoría de su vida.
Su vibrante oratoria, su afilada calidad de polemista, la convicción y pasión con la que defendió cada una de sus ideas lo llevó a sufrir cárcel, tortura y hasta incalificables calumnias, después de haberlo entregado todo, incluso años de libertad y su fortuna personal, a la causa que lo desveló.
Lejos de alimentar el odio o el resentimiento, el precoz poeta que cofundara el movimiento cultural y poético del Noroeste, La Carpa, desarrolló el más vasto pluralismo y amplitud en las relaciones, lo que le permitió ser amigo de personalidades relevantes de la política nacional e internacional, y nuclear en su lecho de enfermo o en su despedida final a las principales figuras de la vida nacional, como Carlos Menem y Raúl Alfonsín, embajadores, humildes villeros, familiares de ex detenidos y desaparecidos, vecinos, antiguos compañeros de estudio, que expresaban el orgullo de haberlo conocido, desde obispos a empresarios o militares, y de un extremo al otro del arco político democrático, figuras del arte y la cultura, hombres y mujeres a los que quiso y lo quisieron, con los que no pocas veces polemizó, pero que no estuvieron presentes formalmente: su homenaje llevaba el sello del compromiso y del afecto, aún desde el respetuoso disenso. La lista es interminable y forzosamente incompleta: Ernesto Sábato, Mercedes Sosa, Víctor Heredia, José María Castiñeira de Dios, Raúl Larra, Jorge Asís, Adriana Puigross, Manuel Mora y Araujo, Jorge Vanossi, Alberto Kohan, Facundo Suarez Lastra, Abel Latendorf, Eduardo Sigal, Fernando Bustelo, Jorge Canelles, Antonio Carrizo, Jorge Castro, Jacobo Timerman, y tantísimos otros.
Era el homenaje al impulsor de los encuentros pluripartidarios que precedieron y sucedieron al retorno de la democracia en 1973, al ejecutor del diálogo de los ocho partidos de oposición con Juan Domingo Perón, y que el ex-presidente y Nadra imaginaban como el inicio de un Consejo de Estado donde hallar soluciones de consenso para los principales problemas del país. A quien luego del golpe de estado genocida de 1976, dedicó sus esfuerzos a dos temas principales: la unión de todos los partidos políticos y sectores sociales para abrir camino a la democracia, y en ese carácter sus contemporáneos coinciden en ubicarlo como el gestor principal de la Multipartidaria, que Ricardo Balbín encabezó para forzar la salida electoral de 1983. El otro plano fue su denodada y arriesgada lucha en el campo de los derechos humanos, en una labor silenciosa y a veces difamada, con la que contribuyó a salvar la vida de numerosos detenidos-desaparecidos, actuando pública y personalmente en estas gestiones en comisarias o cuarteles, promoviendo la participación política durante la visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA (CIDH) en 1979, encabezada por Antonio Aguilar, a quién entregó -enfrentando los cordones policiales- cinco carpetas con documentación valorada como esencial para su investigación.
Miembro del Consejo de Presidencia de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), fue paradójicamente condenado a muerte por la Alianza Anticomunista Argentina (“Triple A”), por su militancia política, y simultáneamente por el autotitulado Comité Central del ERP, ante su demoledora crítica a las acciones irracionales de las organizaciones armadas de comienzos de la década del ‘70, volcada en su libro “Reflexiones sobre el Terrorismo”.
Nadra llegó a ser la principal figura pública del PC, en cuya dirección libró una silenciosa y casi solitaria lucha por su democratización y pluralismo que se remonta, por lo menos, a los duros enfrentamientos que protagonizó a fines de la década del ‘70 en favor de una condena abierta contra la dictadura militar y por el respeto y reconocimiento de las Madres de Plaza de Mayo, por entonces subestimadas cuando no vituperadas por los máximos y reales dirigentes comunistas. En 1989 impactó a la opinión pública con su escrito “Porqué renuncié al Partido Comunista”, donde fundamentó su decisión en la imposibilidad de modificar “desde adentro” el rumbo estalinista de la organización, a la que dedicó los 50 mejores años de su vida. Su intento final por cambiarla había sido la publicación de “La Religión de los Ateos. Reflexiones sobre el estalinismo en el PC argentino”, el último de sus más de 30 trabajos editados y traducidos a varios idiomas, en el que realiza una autocrítica política personal, prácticamente desconocida entre los políticos argentinos, del pasado y del presente.
Su vocación de unir, en lugar de dividir, de buscar acuerdos en lugar de profundizar enfrentamientos, fue el rasgo principal que, hasta su último aliento, marcó el paso de los 79 años de Fernando Nadra por la historia argentina. Esta figura legendaria de la izquierda recibió un merecido homenaje en la oración emocionada que le dirigió en el sepelio su entrañable amigo, monseñor Justo Laguna. Un obispo despedía y bendecía a un ateo destacando la comunión existente entre su cosmovisión socialista, su moral y amor al hombre y la justicia, y la doctrina cristiana. Más que un símbolo, la síntesis de una vida trascendente.