Aquí considero necesario referirme a un solo caso, muy fresco todavía pero muy debatido: el de la posición del PC, frente a la dictadura de 1976-1983. Y lo haré con toda crudeza, aunque algunos juicios sean puramente personales, porque he vivido intensamente esos años, y he sido actor de las luchas que entonces se desplegaron.
La inminencia del golpe de Estado de 1976, con su plan económico y sus crímenes en carpeta, era ya vox populi antes de su estallido. Sin embargo, ni el justicialismo en el poder, ni el radicalismo y otros partidos de la oposición, ni mucho menos la burocracia sindical, hicieron nada por impedirlo. Algunos sectores pretendidamente “democráticos” casi lo deseaban, como me consta con nombres y apellidos. Pensaban de ese modo “terminar con el caos”, especulando con las supuestas ventajas del “orden” que sobrevendría, como me lo dijeron personalmente. Mientras tanto, los sectores de la izquierda en armas nos espetaban el clásico “cuanto peor, mejor”, como tuve que escucharlos de labios de uno de los más altos jefes de una de sus organizaciones, con el que polemicé en un encuentro, mientras acusaban a los comunistas de “Agitar, como siempre, el fantasma del golpe de Estado”. Ese supuesto fantasma que luego se corporizó en la dictadura genocida que aniquiló a tantas y tan valiosas vidas juveniles.
Era tal la resignación de la dirigencia política que en una reunión realizada en los días previos, en la Cámara de Diputados, con un conjunto de sus integrantes -peronistas del grupo de trabajo, radicales, intransigentes, democristianos- en la que intervine en nombre del PC, exponiendo la gravedad de la situación y los riesgos inminentes, de un golpe de Estado, de características siniestras, con su lista de miles de asesinatos, lo que había que impedir a toda costa, los diputados presentes me agradecieron, sonrieron y me contestaron resignados: “Nadra, no se preocupe más, esto ya está cocinado”. Recuerdo que quedé tan consternado, que el sindicalista Jorge Di Pasquale, luego secuestrado y desaparecido, me acompaño al retirarme y tomándome del brazo me dijo: “Usted tiene razón, esto es muy grave, pero lamentablemente ni se tomaron, ni me parece que se tomarán, las medidas necesarias para impedirlo. Se nos vienen días muy negros”.
Incluso en la misma noche del 23 de marzo de 1976, cuando Isabel era conducida en helicóptero al lugar de su detención, todavía la Multipartidaria, reunida en la casa de Ricardo Balbín, en la calle Rivadavia 882, seguía especulando. Destacados dirigentes peronistas nos aseguraban que “no pasa nada", que todos “son rumores”, y que exagerábamos, como suele ser costumbre de los comunistas.
Así llegó el golpe de 1976 y la terrible dictadura militar que se implantó. Ala hora del balance, pues, si queremos aprender algo de la experiencia, hay que dejar de lado las generalidades. Tenemos que hablar claro. Los que por acción u omisión dejaron correr el golpe, o lo apoyaron de algún modo, no tienen derecho a posar de maestros de las nuevas generaciones. Y los que no conocen la historia real deben estudiarla antes de pontificar.
Habla claro es afirmar, rotundamente, que, por las razones que expondremos, el PC cometió, entre otros, dos graves errores: sostener que entre los militares golpistas de 1976 había pinochetistas y no pinochetistas, o democráticos, sin advertir que las diferencias internas eran secundarias y que no alteraban la unidad de las fuerzas armadas, en su política genocida; y a la vez proponer, sobre esa base, la posibilidad de una convergencia cívico-militar, que constituía una aberración política.
Es necesario destacar que, al margen de la nefasta posición declarativa del PC, el conjunto de la militancia se comportó heroicamente. Fueron miles nuestros presos y cesanteados, miles los perseguidos y torturados, y más de un centenar los asesinados y desaparecidos, para los cuales seguimos y seguiremos reclamando justicia.
El XVI Congreso de formuló una crítica severa a la posición partidaria, y el Comité Central expuso en su Informe de apertura una seria autocrítica al respecto. Quien lea los documentos del Congreso comprobará que nadie, política y fundadamente, ha sido más duro y profundo en la crítica y la autocrítica colectiva de ese período que el propio PC.
En cuanto a la autocrítica individual, hubo serias debilidades en los hombres de dirección. Prácticamente, no existe esa autocrítica de los dirigentes del más alto nivel. Debo, sin embargo, decir, y no me alegra por cierto, que, como excepción, formulen una extensa autocrítica personal en dos páginas centrales del periódico Que pasa, el 14 de mayo de 1986, siete meses antes del XVI Congreso. Me sentía obligado -política y moralmente- por cuanto desde el XIII Congreso, en 1969, me incorporé al Comité Central y a su Comisión Política, y desde junio de 1982 al Secretariado Nacional. Comenzaba mi documento diciendo:
Creo que al margen de la responsabilidad colectiva que nos cabe en los errores cometidos, y que el Comité Central ha asumido, es indispensable que cada dirigente del Partido contribuya con sus propias reflexiones. Es evidente que esas responsabilidades no son iguales para un militante de base que para nosotros. Hay que decir que nos hemos demorado en comprender, y por lo tanto en reconocer, desviaciones oportunistas de derecha, tan graves como diluir nuestra vocación de poder, no caracterizar a una dictadura fascista e, incluso, llegar a depositar expectativas en sectores como el videloviolismo, que en los hechos encabezaron la revancha del enemigo de clase contra las fuerzas revolucionarias, contra la clase obrera y el pueblo.
Por eso es tan trascendente el debate hacia el XVI Congreso. No sólo romper -como rompimos- el mito de la infalibilidad, sino reconocer los graves errores cometidos. Sólo profundizando la crítica y la autocrítica, convirtiéndola en lo que debe ser, un método y no un recurso extraordinario, abriremos paso al perfeccionamiento, al calor de las luchas, que es lo que dará sentido leninista, positivo y constructivo, a la autocrítica.
... Es una exigencia de la realidad asumir con franqueza revolucionaria la autocrítica desde cada sector de trabajo, para que el análisis colectivo nos fortalezca y nos ayude a restablecer plenamente la confianza entre la base y la dirección, a convertirnos en vanguardia efectiva. Por mi parte, al aplicar la línea establecida y hacerlo con decisión y disciplina, en la militancia, en los escritos y discursos, he agregado mi propia cuota a los errores que nos eran comunes.
Ese convite no fue aceptado en los hechos. Nadie habló, y todos se conformaron con la autocrítica colectiva.
Para entender mejor lo ocurrido, se podría mencionar los famosos “Informes reservados”, del aparato de información partidaria, que llegaban parcialmente, o tergiversados. Vendían la imagen de un conflicto interno de las fuerzas armadas, entre pinochetistas y no pinochetistas, mientras ambos detenían, torturaban o hacían desaparecer a las personas. Nadie en la dirección estrecha fue capaz de advertirlo y someterlo a prueba, y menos el secretario general -Athos Fava- y el de Organización -Jorge Pereyra- a los que les correspondía la principal responsabilidad, ambos integrantes del poderoso Secretariado nacional por más de veinte años. Y hasta hubo quien estimuló esa información amañada, para neutralizar la dura crítica de Rodolfo Ghioldi contra la dictadura.
Debo aclarar que, personalmente, no pertenecía al Secretariado en ese entonces, que era el organismo donde “se cocinaban” la línea y las decisiones más importantes. No lo digo para eludir ninguna responsabilidad, sino en defensa de los miles y decenas de miles de comunistas que no participaban en la elaboración de esa línea pero que tenían que acatarla disciplinadamente si no querían correr el riesgo de ser raleados o sancionados, como ocurrió efectivamente en una cantidad de casos.
Se puede agregar también que el gobierno de Isabel, a la muerte de Perón, se había convertido en el gobierno de la derecha y de las Tres A, con el ministro López Rega a la cabeza, adelantando en cierto modo lo que sería la futura dictadura. Eso facilitó una especie de silencio cómplice generalizado en los dirigentes políticos de la burgesía, y la desmovilización de una parte importante de la población.
Asimismo, se puede afirmar que influyó un hecho conocido: contrariamente a lo ocurrido en Chile, donde la dictadura de Pinochet, desde su inicio, atacó a los países socialistas y allanó sus embajadas, hasta el punto de obligarlas a retirarse del país, en la Argentina, la dictadura recogió la experiencia y se mantuvo diplomáticamente cauta. Ello condujo a la URSS a poner en práctica principios de las relaciones exteriores: respeto a los países y a sus gobiernos, sin interferencias internas. Pero el Partido confundió aserrín con pan rallado. No teníamos nada que ver con esa actitud diplomática y estatal de la URSS. Debíamos haber actuado, como partido político nacional, con absoluta independencia, y no lo hicimos.
A fin de completar el panorama, hay que recordar que las primeras tentativas, en las que participé personalmente, para lograr entre 1976 y 1978 la adhesión o la firma de un dirigente de los partidos políticos mayoritarios al pie de un reclamo por la libertad o la aparición de una persona, hombre, mujer o joven, militante o no, chocaban con la negativa, el silencio y la decisión de no asumir una posición comprometida, y bastará revisar la peticiones de la época y las pocas firmas que suscribían para comprobarlo. Los que lo hacían, asumían con dignidad el riesgo, pero a título meramente personal.
La memoria histórica debe expresarse también en un sentido positivo. Y aquí quiero hacer justicia mencionando los pocos nombres de políticos (además de los que perteneciendo a diversos partidos actuaron dignamente en los organismos de derechos humanos), que se decidieron a formular reclamos por la libertad de los presos (entre ellos, la del actual presidente Menem) y por la vida de los desaparecidos: Vicente Leonides Saadi, que actuó con valentía ejemplar, no sólo firmando documentos, sino buscando adhesiones, lo que le valió atentados explosivos en su casa y su estudio; Deolindo Bittel, que desde el Chaco no aflojó en ningún momento; Néstor Vicente, cristiano y humanista, con el que fui acercando posiciones y afectos; Miguel Unamuno, siempre sereno en medio de la tormenta; Raúl Rabanaque Caballero, que nos daba el sí anticipado, sin vacilaciones; Vicente Solano Lima, un conservador sin temores; Víctor García Costa y Simón Lázara, firmando y trabajando siempre. Y otros más -no muchos por cierto, cualquiera haya sido su actitud política posterior- que me dispensarán la mala memoria.
En aquellos difíciles y tétricos años, la dirección me designó, junto a un reducido número de compañeros, para que actuáramos desde los locales partidarios, mientras algunos permanecían seguros, en sus casas, “para preservar los cuadros principales”, según decían.
Desde allí, Entre Ríos 1033/39, secundábamos la labor de los organismos de derechos humanos, contribuíamos a la defensa política de cada uno de nuestros presos o detenidos, y encarábamos la riesgosa misión de reclamar ante los jefes de turno, en las propias madrigueras policiales y militares, de las que no se sabías si se volvería a salir.
En el local estábamos permanentemente rodeados por los tristemente célebres Falcon. Enfrente, en un departamento del primer piso, funcionaba un grupo de los servicios de inteligencia con miras telescópicas y equipos fotográficos. Durante días, meses y años, cada entrada y salida de los locales partidarios que funcionaban ponían en riesgo la libertad y la vida. Eran frecuentes los allanamientos, detenciones, robos de materiales y libros, atentados con explosivos, y finalmente secuestros y asesinatos. Fue lo que ocurrió con el compañero Novo que, después de una entrevista que mantuvimos en el Comité Central, se dirigió al Comité de la Capital, en callao 274, y a la salida fue detenido en un operativo militar-policial, junto con otros compañeros, desapareciendo para siempre.
Eran los tiempos en que la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, al principio casi sola, defendía a todos los perseguidos, incluidos lo integrantes de las organizaciones armadas, por lo que recibió emotivos agradecimientos de sus familiares. Esa actitud digna de los comunistas de la Liga, como la desaparecida Teresa Israel, compartida por los hombres de otras tendencias o independientes, no fue adoptada sin contradicciones y sin librar un debate en el seno del PC: por un lado, algunos encumbrados dirigentes que pretendían limitar la defensa, excluyendo a los llamados “ultras”, e incluso temiendo por la defensa de los militantes ubicados en la que llamaban “zona gris”, es decir, de cierta vinculación política o personal con las organizaciones armadas; y por el otro, los que sosteníamos que la asistencia jurídica debía ser universal, para todo el que la necesitase, sin que ello implicase compartir el enfoque político del defendido.
En setiembre de 1979 se produjo un vuelco en materia de derechos humanos, y una verdadera conmoción en la opinión pública, porque visitó el país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), encabezada por Andrés Aguilar como presidente y Edmundo Vargas Carreño como secretario, debido a una gestión a la que no era ajeno el PC. La CIDH se estableció en un edificio de la Avenida de Mayo 760, entonces sede de la OEA y desde allí recibía delegaciones, informaciones y denuncias. Alrededor del edificio se formó una cola permanente de centenares de hombres y mujeres que se presentaban en forma voluntaria a testimoniar contra la feroz dictadura reinante. Muchos críticos actuales, muy “democráticos” por cierto, runruneaban entonces que no se debía hacer escándalo alrededor de la CIDH, y hasta aconsejaban silenciar su presencia, negándose a participar en sus actividades, para “evitar mayores medidas represivas”, y un “posible retraso en la salida electoral”, con el que los amenazaban -en privado- los militares.
El PC encabezó firmemente las denuncias, acompañando a otros organismos e derechos humanos y sociales, no obstante cierta actitud sectaria del PC, o de sectores del mismo, en cuanto a las Madres, Familiares y otras agrupaciones, expresada en debates acerca del carácter de la solidaridad internacional, o de la absurda contraposición entre dos consignas que tenían su propio sentido: esclarecimiento de la situación de los desaparecidos y aparición con vida.
Una comisión Especial, que tengo el orgullo de haber presidido junto a otros compañeros, cruzó la Avenida de Mayo, se deslizó en medio de las colas de los compatriotas, apostados en la calle sin temor a las amenazas de los Ford Falcon sin chapa, que los rodeaban, y se presentó a la Comisión. Ya estaban llegando las 10.000 denuncias de los familiares, y muchos recién se enteraban de que había un problema de desaparecidos, en medio de una desaforada campaña psicológica de la dictadura. Al calor del Mundial de Fútbol juvenil y con el lema de “Los argentinos somos derechos y humanos”, que sus corifeos pintaban, pegaban en los cristales de sus automóviles o exhibían en sus vidrieras.
Nuestra delegación brindó a la CIDH un pormenorizado informe, evacuó sus consultas y le entregó cuatro carpetas con documentación sobre los crímenes de la dictadura, que atrajeron la atención de sus miembros, los que nos agradecieron la valiosa colaboración, una de las mejores, dijeron. Allí dejamos sentado que 25 comunistas habían sido asesinados, 500 secuestrados, de ellos 105 seguían desaparecidos y 1400 habían sido encarcelados. Dimos todos los detalles de los casos de Inés Ollero, Hernán Nuguer y Floreal Avellaneda, como fruto de una brillante labor de investigación de los abogados, rayana con la temeridad, que permitió que figuraran como un ejemplo en el Informe Final, y que el primero de ellos, el de Inés Ollero, fuera considerado un “caso piloto” de la CIDH.
En estos tiempos en que algunos posan de campeones de las libertades y la lucha antidictatorial, permitiéndose el lujo de criticar a los organismos que aún mantienen las mismas banderas de los peores tiempos, hay que poner un poco de claridad. Para ser creíble y tener derecho a criticar, con estatura moral, actitudes de aquellos tiempos, hay que reunir algunas condiciones: haber combatido activamente contra la dictadura, cualquiera haya sido la forma de lucha que se adoptó y no sólo con el pensamiento o abrazados a la almohada; en caso contrario, comenzar con la propia autocrítica, por mantenerse al margen, o por haber dejado pasar las fechorías que se cometieron.
En el vasto campo de los que hoy se conocen, o se presentan, como enemigos de la última dictadura, los hay de muy diverso origen, modalidad y raigambre: los que se fueron por su cuenta del país para resguardar su seguridad; los que se fueron amenazados o acorralados, entre la vida y la muerte, y desde el exilio aportaron decididamente a la solidaridad y al combate antidictatorial; los que se quedaron –obligados por convicciones políticas- para combatir desde nuestra tierra.
Están los que recién al final de la dictadura comenzaron a criticar o atacarla, lo que siempre es bueno, aunque fuese tardío. Y no son pocos los que dentro del país mantuvieron un riguroso silencio, cuando no cierta complicidad redituable, convertidos hoy en críticos demoledores, para ocultar su pasado indigno: políticos, diputados, concejales, senadores, ministros y funcionarios que, de un modo u otro, sirvieron a la dictadura.
Están los que creyeron, y siguen creyendo, que la represión desatada contra el pueblo es una cuestión de militares, o de hombres malos, enfermos o degenerados, que los hay sin duda, pro que sólo sirven para encubrir a los verdaderos responsables; y los que creemos que la represión tiene un origen esencialmente político y económico, que es obra de militares y civiles que defienden un sistema, y que enfrentan la larga lucha de nuestro pueblo para liquidar la dependencia, el atraso, el hambre y la miseria. Para abrir paso a la liberación nacional y social.
Hay que recordar que en los primeros tiempos, casi hasta fines de 1977, no fue posible librar una acción mancomunada por los presos y desaparecidos; ni qué hablar contra la dictadura. Nadie quería expresarse, porque significaba la cárcel o la muerte, se tratase de un obrero, de un estudiante, de un familiar o de un amigo. Pero paulatinamente se fue desplegando la lucha obrera y popular y la de los organismos de derechos humanos. Surgieron “Familiares” y las heroicas “Madres de Plaza de Mayo”. Crecieron los paros y las huelgas. Las manifestaciones. Los hábeas corpus y los juicios. La labor de las juventudes políticas. La actividad de los partidos. Y finalmente la Guerra de Malvinas, que contribuyó a deteriorar el poder de la dictadura, y a recomponer muchas organizaciones populares, pero no pudo impedir una retirada ordenada y acordada de los militares.
El PC defendió uno a uno a sus militantes y los arrancó de la cárcel y la tortura en muchos casos. Perpetuó su memoria en la prensa, en las pancartas y en libros especiales, que inmortalizaron los nombres de los mártires, cuando aún seguía prohibida la palabra desaparecido. Detrás de Vázquez el ferroviario, de Teresa la abogada, de Inés Ollero, la propagandista, de García y Steimberg, los jóvenes conscriptos, del pibe Avellaneda empalado, de Mario Marrero, el joven comunista que dirigió la primera huelga obrera, a pocos días del golpe, detrás de los presos y desaparecidos, estuvieron siempre el Partido y la juventud comunista. Ellos son los héroes y los mártires, símbolos de la lucha del PC.
Nuestros abogados, como el desaparecido Baldomero Varela, o el encarcelado por cinco años, Carlos Zamorano, u otros que fueron ellos mismos víctimas de los ataques terroristas, defendieron valerosamente a los compañeros y a todos los perseguidos. Siguieron a las fieras hasta su cubil, como en el caso de Jaime Nuguer y de los familiares de Inés. Les arrebataron datos, nombres, chapas, domicilios, testimonios que ya entonces, antes de 1983, mucho antes de la CONADEP, los pusieron al descubierto y permitieron iniciar sus respectivos procesos, encarcelando a jefes militares como Bignone, Franco, Chamorro y otros.
No obstante, las definiciones del XVI Congreso del PC nos dicen que la dirección del Partido era una dirección superada por los acontecimientos, y que además no fuimos capaces de hacer una autocrítica a tiempo. Aun en las discusiones previas de 1985, en la misma elaboración de las Tesis del Congreso, hubo una tenaz resistencia en la dirección. Fui secretario de la Comisión de Tesis, y no recuerdo que ningún otro miembro del Secretariado de aquellos días aceptara la idea de la autocrítica del pasado, especialmente de período de la dictadura, que había yo aconsejado en un primer proyecto. Este fue rechazado, con mayor energía por unos, con un dejo de vacilación por otros, con variados argumentos, y hubo que discutir mucho y varias veces, a fin de vencer la oposición.
Es necesario concluir entonces: ¿qué grado de aplicación tuvo el método de la crítica y de la autocrítica, en más de 40 años después del XI Congreso? Que yo sepa, casi ninguno. La autocrítica, sobre todo, y particularmente de la dirección, brillaba por su ausencia. Palabras, bonitas palabras, y más palabras. Nada más.
[...]
(Cita del libro “La religión de los ateos”,
capítulo Yo te critico, tu te autocriticas)