CLEO
Cleo, ¡jum!, semejante nombrecito, dizque Cleo, Cleeeeooooo, eso suena
como grito sin causa, como a regodeo, a quien se le habrá ocurrido ponerme
semejante nombre, ah?, ni siquiera se le ocurrió ponerme un nombre medio
aceptable, Rosa, Flor, ni siquiera Lola, es que no se les pasó por la cabeza ni
siquiera ponerme un Pepa, que al menos suena como contundente, ¡pero dizque
Cleo!, bueno que le vamos a hacer. Y ese imbécil que será lo que me mira?, será
que estoy hoy mas fea que de costumbre o que?, bueno, a fin de cuentas todos
los días hay algún cretino que la mira a una con cara de palo mojado, ya me
estoy es acostumbrando a que me miren así, de todos modos yo no es que sea
precisamente una belleza, a las que son como yo les toca esa suerte, que le
vamos a hacer, si tal parece nacimos para que no nos dejen entrar, para que
nadie nos haga pasar, a las que son como yo les toca pararse al pie de la
puerta como unas pendejas a esperar que abran, que abran para que entre el
tumulto, para que entre el bulto, para que entre la chichonera, no para que
entre una. Por eso es que yo soy de las que me espero, si me dejan entrar bien
si no, también. Y no soy de las que corro, camino despaciecito y me espero mi
turno, es que eso de correr no se ve bien en una gorda como yo, hay unas que
corren como desesperadas y eso les brinca todo, y no solo eso, lo que le duele
a una todo cuando corre y le brinca todo, y no se ría que la cosa es seria, usted no sabe lo que es eso. Mejor
dicho es que el dolor le empieza a una es cuando le toca esperar, ese dolor
hondo, que le va recorriendo todo el cuerpo y la va llenando a una de
desespero, de inquietud, y eso sin contar el hambre que nos coge a nosotras las
gorditas bien por la tarde, que una no hace sino pensar en la comida y en la
comida y no se si es eso de pensar en la comida o en encontrarse con ella que
le hace que a una se le olviden todos los dolores, todas las angustias, todas
las inquietudes, y empiece una a sentir todo el cuerpo como tan rico, como tan
agradable, como tan livianito a pesar de que una está coma que coma, sin
fijarse si se unta una la boca, las mejillas, la corbata, ¡no importa nada!,
¡se siente una rico!, por eso es que al salir se siente una tan bien, tan
descansada, tan optimista, caminando tranquila, taconeando hacia el potrero, a
esperar a que llegue de nuevo la hora del cambio de perspectiva, la hora en que
casi por arte de magia a las que son como yo nos cambia la perspectiva existencial, a esperar de nuevo la hora del ordeño.
Mire padre que caso mas extraño, ahora, haciendo
revisión de los episodios de mi vida, que ha sido tan florida en todo tipo de
experiencias constructivas y en la que he recibido tantas loas, una película de
la televisión me ha hecho llegar a la conclusión de que soy nada menos que el
cómplice de un homicidio bastante particular.
En realidad no se por qué le estoy contando esto a
usted padre, pero le aseguro que aunque no me desagrada que haga parte de los
arcanos que los curas guardan como secretos de confesión, no puedo darle a esto
ese carácter, ya que en realidad no siento ningún tipo de arrepentimiento, y al
recordar ese febril entusiasmo con el cual adelanté el hecho, creo que en
realidad es algo que valió la pena vivirse.
Fíjese padre, corría por allá el año de 1956 en
Ebéjico,!que nombre tan feo para una población tan amigable!, llena de gentes
tan bellas y entusiastas, no? Pues como Usted sabe padre yo fui administrador
hospitalario durante muchos años, era un hombre soltero, lleno de vitalidad, un
tanto locuaz, lo reconozco, y muy aficionado a la lectura y a la tertulia
intelectual, y me encontré allí como administrador del hospital local con un
personaje mas que curioso, el doctor Slassenger, Juan María Slassenger, hijo de
alemanes que en realidad lo llamaron de otra manera, pero que luego le dieron
el Juan María para que se adaptara mejor a estas montañas andinas en donde
habían decidido quedarse a vivir después de llegar en misión de trabajo y tener
dificultades para regresar a causa de la guerra; pero ese es otro cuento del
que le contaré en otra ocasión padre, lo de ahora es que el Doctor Juan María y
yo trabamos una profunda amistad, principalmente debido a que compartíamos
algunas tendencias literarias, ambos gustábamos de leer e Baudelaire en francés
sin que ninguno de los dos tuviera un aceptable manejo de ese idioma. Bueno, el
asunto es que de pronto por motivos de raza, o como llaman ahora por cosas de
culturas, mi amigo no era un médico convencional, era un investigador, un
buscador de tesoros en las maniguas de la ciencia médica, recuerdo que en
alguna ocasión mencionó que había descubierto una sustancia con unas
características tales que solo podría pensarse en que fuese la peor arma en una
inimaginable guerra, años después ambos escucharíamos con asombro el uso del NAPALM,
pero ese tampoco es el asunto, perdone pues padre que lo agobie con tanta
divagación que parece no tener una ilación pero que le aseguro que la tiene.
Juan María era un experimentador padre, su casa era
un pequeño laboratorio, lleno de libros que le llegaban de Europa, en alemán
por supuesto, y de todos los libros de medicina que se podían conseguir en
español en esa zona y por esos años; sus colegas del hospital por eso se
burlaban de él, lo veían como a un excéntrico, como a un loquito que no
compartía con ellos ni sus gustos postizos, ni su afán de enriquecerse, ni
mucho menos su estilo personal estereotipado de médico arrogante, no, Juan
María mantenía un cierto recato y humildad que algunos interpretaban como desprecio, pero que no era mas que timidez o
ensimismamiento debido al volumen de ideas que permanecían burbujeando en su cabeza.
Doña Lucelia Aristizabal era una señora cabal, dama
de una de las familias mas respetadas de Ebéjico, casada con un ingeniero de
Bogotá, que misteriosamente desapareció del pueblo poco después de que se fuera
por fin una colonia de gitanos en la cual según las malas lenguas había una
muchacha medio arpía que se robaba dos o tres corazones en cada pueblo.
Lucelia, o lucecita, como la llamaban cariñosamente sus amistades, tenía ya mas
de sesenta años, y una lora en una espinilla que no le permitía caminar con el
garbo que la había caracterizado en otras épocas, tenía según Juan María, dos
problemas aún mas graves, hipertensión y diabetes, debido a esto los médicos
del hospital, encabezados por el doctor Suárez, se limitaban a darle paliativos
y placebos, y delegaban en Ricardo el enfermero la responsabilidad de limpiar
la inmensa llaga que carcomía poco a poco la pierna de la señora, no tanto por
el desagrado que dicha labor provocaba, sino por el riesgo que entrañaba el
generar una complicación en tan distinguido personaje, que no toleraba ni
siquiera la anestesia local ni ningún tipo de medicamento antibiótico conocido.
Pues ha sucedido que Juan María recibió de Alemania
una revista en la cual se mencionaban unos experimentos hechos en ratones del
trigo denominados procesos de analgesia por hipotermia, que planteaban toda una
alternativa para la ciencia médica, y ha sucedido además que doña Lucelia,
agobiada por el dolor y el olor de su herida recurrió desesperada al Doctor
Juan María, violando la fidelidad que durante ya varios años había mantenido
hacia Suárez, y Juan María llegó a mi oficina de administrador hospitalario con
tal brillo en sus ojos, con tal rubor en sus mejillas y con tal resonancia en
su voz, que me contagié de inmediato de su entusiasmo por hacer en Ebéjico el
primer experimento quirúrgico con analgesia por hipotermia en lo que sería la
amputación de la ya prácticamente descompuesta pierna de lucecita.
Manual en mano Juan María se dedicó casi por
completo a construir con el carpintero del hospital, el noble don Joaquim, que
había perdido tres dedos tratando de idear una sierra movida con la fuerza de
un caballo, y que Slassenger había atendido salvándole el meñique y el pulgar,
que aunque estaban completamente despedazados, aún estaban adheridos a la mano
en el momento de llegar el herido al pabellón de urgencias, una inmensa
"cápsula gelizante" en la cual se adelantaría el procedimiento
quirúrgico a doña lucecita. La construcción en madera era como una gran caja de
mago con dobles y triples fondos en los cuales no solo se depositaría el hielo
con el cual se congelaría a la paciente para poder operarla, sino que se
ubicaría el material quirúrgico y se almacenaría aún mas hielo ya que el estado
de hipotermia, de acuerdo con la literatura recibida, debía inducirse
lentamente hasta conseguir una temperatura aún menor que la que se puede tolerar
en estados "normales", y se debe retirar con la misma parsimonia para
no causar shock al paciente en el proceso postoperatorio.
Yo, padre, en realidad pensaba en dos cosas, una,
que mi amigo ganara por lo menos una nominación al premio Nóbel debido a su
aplicación de los últimos avances de la medicina mundial en el pueblo de
Ebéjico, y dos, en ver a lucecita con algún asomo de alivio, ya que desde la
misteriosa pérdida de su esposo no se le volvió a ver sonreir, y desde que un
absurdo accidente de hogar le ocasionó la lora en la espinilla se le veía
desmoronada y sombría. Por esta razón, desde antes de que se terminara del todo
la obra de carpintería, ya yo había hablado con algunos de los principales
comerciantes para que me hicieran llegar a su debido tiempo al hospital la
mayor cantidad posible de hielo, aprovechando no solo el que se podía conseguir
en la localidad, sino importando de pueblos vecinos "yipaos" de hielo
protegidos en cobijas para que no se derritieran antes de llegar al hospital.
Pues si padre, como usted podrá suponer lucecita no
sobrevivió a la operación, a pesar de las cargas de hielo que se le aplicaron y
de la inmensa sabiduría del Doctor Juan María Slassenger, Lucecita se apagó
bajo las casi tres toneladas de hielo que se lograron recopilar para el
procedimiento y que le hicieron cambiar su tono de voz al principio, y luego
incluso el orden de sus ideas. Sin embargo, aunque los colegas de mi amigo
pretendieron acusarlo y desacreditarlo por tal hecho, arguyendo que lucecita
estaba bien al adelantarse el procedimiento, lacónicamente Juan María manifestó
tener grabada en una cinta magnética que le habían enviado de Alemania, la voz
de la señora aceptando bajo su cuenta y riesgo la "analgesia por
hipotermia" que su médico le había propuesto.
Cuando Carmen Rosa llegó al hospital de la
Misericordia nadie daba nada por su vida, su aspecto fue visto por el
acostumbrado puñado de curiosos que se amotinaban ante la puerta de urgencias
cuando por todo el pueblo se oía estridente el piiiii piiiii de la ambulancia
de don Efraín. Carmen Rosa estaba desmadejada, mas pálida que una vela, con la
mirada perdida, como de muerto, y su cuerpo ensangrentado lucía sobre su seno
izquierdo la empuñadura de una lezna de zapatero que se había adentrado sin
miramientos en la esponjosa nube de sus senos, alcanzando no solo sus
costillas, sino invadiendo sin compasión alguna, con imprudencia sin límite, el
misterioso arcano de su caja torácica.
La ambulancia había rugido al salir del hospital, y
sus estertores se encaminaron por el centro del pueblo , dando un pequeño rodeo
como para que la gente cayera en cuenta de que se trataba de algo muy urgente,
muy grave, y siguiera con sus oídos el derrotero del fatídico vehículo, que posteriormente
se encaminó hacia la galería del mercado y de allí al lugar innombrable que
queda mas allá del barrio Giraldo.
En realidad desde la carretera central ya se
alcanzaban a ver los interiores de las casonas de "la zona", en donde
las mujeres que los viejos denominaban las "realmente alegres" vivían
una vida aparentemente liviana en medio de una particular decoración de sedas y
encajes en sus cuerpos, terciopelos en sus sofás, colchas de retazos sobre las
camas tendidas, todo elaborado con las telas que compraban los miércoles, el
"día de ellas", en el pulcro almacén de las hermanitas Barahona
quienes se habían dedicado a entretener su eterna soltería cultivando la música
de cuerdas y surtiendo el almacén de telas que heredaron de papá Felipe, quien
por su puesto en vida había sido asiduo visitante de la zona hasta que algo
parecido a un violento catarro en los genitales y un tratamiento mas que
doloroso lo dejaron sin ganas de volver ni de vivir, de tal manera que se
dedicó a cultivar amores imposibles con las mas experimentadas damas de la zona
a quienes regalaba unas curiosas carrozas elaboradas en alambre de gancho de
ropa cubierto con bronce dorado que daban a las cómodas sobre las cuales
reposaban un curioso aire de distinción familiar, además de la mas plena
identidad de la naturaleza de la casa en la que se encontraba.
Carmen Rosa era una muchacha relativamente joven,
poseedora de una angelical cara de bebé, una mirada mas que electrizante, y
unas piernas gruesas como las columnas del templo de Artemisa que culminaban en
un capitel tan misterioso y ardiente como el cráter del León Dormido. Esa
figura la había hecho tan popular y apetecida que poco a poco los viejos fueron
desplazando a su primera clientela, los muchachos del Robledo, el San José, el
San Solano, el San Luis, El Carlo Magno, el Rufino, e incluso se sabía de
muchachos que habían venido desde el Deogracias de Pereira, el Colegio de
Cristo y hasta unos seminaristas de La Linda que madrugaban a las cuatro de la
mañana para disfrutar a medio día y en ayunas del fuego interno del monte de
venus de Carmen Rosa, para regresarse luego en bus muchilero y rezar las
vísperas a punto del desmayo no tanto del hambre o del cansancio sino de la
violencia del arrebato casi místico del mediodía y del embriago causado por el
imborrable recuerdo que se convertiría en su arma contra todo en las largas
noches conventuales.
Pero Carmen Rosa tenía un gran defecto que acabaría
por fin con su exitosa carrera y casi con su vida, carecía de malicia, se sentía
atraída por todo y por todos, y los amaba como nada...a todos, y les daba todo
a todos y hacía todo con todos, con la mas entrañable ternura. Nunca había
dejado decepcionado a un adolescente por su falta de dinero, se entregaba con
la mas absoluta generosidad al juego de las sábanas, al arte de las almohadas,
y el que hubiesen empezado a llegar los señores con mas dinero no había sido ni
culpa ni iniciativa suya. Primero fue Arcecio, el chofer del bus de un colegio
de curas que les oyó sin querer a los muchachos de tercero de bachillerato su
conversación detallada sobre lo que les había pasado con Carmen Rosa, y sin
ningún recato llegó un viernes preguntando desde tres cuadras atrás donde podía
encontrar a la tal Carmen Rosa. Luego fue don Estanislao, un acomodado
constructor que sin saber por qué hizo lo mismo que el chofer del bus, siendo
que sus dos hijos adolescentes estudiaban en otro colegio.
Sin embargo la vuelta de la moneda de Carmen Rosa se
debió fue a Espinel, el zapatero, que a pesar de su aparente rudeza,
acrecentada por su ojo ligeramente desviado, su gruesa nariz, su abultado
abdomen siempre al descubierto, sus manos callosas y su cabeza calva que
recordaba a los santos de las procesiones, se creyó que las respuestas de
Carmen Rosa a sus jadeos de amor y las caricias firmes y tiernas que
demostraban ser verdadero amor eran tan solo para él, y que por fin había
encontrado quien sembrara hortensias en el patio de centro de su derruida casa
de bahareque, pusiera las paredes a oler a cilantro a las once y a papas
amarillas a las cinco y cerrara discretamente el portón a las ocho para flotar
con el en ese delirio que le había prodigado allá, después del barrio Giraldo
por una suma insignificante que ella ni siquiera se molestó en contar porque no
le alcanzaban las manos para cumplir su noble tarea y desdoblar billetes al
mismo tiempo.
Por eso cuando Espinel tuvo el patio barrido con
escoba de esparto hecha por él para ella, desempolvada la cocina de carbón
cuyas cenizas mas recientes tenían mas de seis meses y colgado el viejo cuadro
del sagrado corazón frente a la cama metálica de tablas con estera y se fue
presto a decirle a Carmen Rosa que ya no había mas que esperar y ella le
contestó que ella no estaba esperando nada porque ahí donde estaba era donde
ella estaba y estaba bien, él no encontró mas que sacar la lezna que se había
quedado olvidada en la pretina del pantalón y con los ojos llorosos y feroces y
sin dejar escapar ese lamento de su garganta que era casi un grito, asestarle
la fatídica estocada sobre su pecho distraído y huir para que nunca mas se
supiera de él en ninguna parte.
El Doctor Juan María Slassenger era quien se
encontraba en urgencias en ese momento, y como solía suceder, al asomarse el
médico vestido con ese como pijama verde con sombrerito y tapabocas que le
hacen juego, la gente se silencia por un instante y luego retrocede casi
avergonzada con el galeno como haciendo contrición por su impertinencia, por su
sevicia, por su curiosidad, por su novelería, y permiten que la victima, ya
casi muerta y expuesta a ese escarnio público que casi la termina de matar,
llegue por fin al quirófano donde se decidirá su suerte "casi al
azar" como lo decía Slassenger para hacer sentir mal al administrador, su
amigo, que se esforzaba por dotar lo mejor posible el hospital con el precario
presupuesto de que disponía.
Sin embargo Juan María pasó lentamente saliva al ver
la cara de ángel de Carmen Rosa y la empuñadura de la lezna en su pecho, el
cual alguien en un arrebato entre acertado y morboso había despojado de las
ropas que lo cubrieran. No quedó mas que hacer, lo mas urgente era retirar
cuanto antes el objeto punzante para evaluar la gravedad de la lesión, pero
cual no fue su sorpresa cuando al retirar la lezna algo pareció "destrabarse"
dentro de Carmen Rosa y se sintió bañado por la tibieza de un chorro que se
elevaba a mas de un metro al unísono con los movimientos rítmicos de su pecho.
Por un momento Juan María dudó entre utilizar su instinto o buscar calmadamente
en su prodigiosa pero a veces despaciosa memoria lo que se debe hacer en un
caso de lesión severa sobre el miocardio. Optó por lo primero para fortuna de
la vida y para darle sin darse cuenta un giro radical a la vida de la paciente,
entonces observó por una fracción de segundo la punta de su índice que se
internó como la lezna en la humanidad de Carmenrosa hasta sentir la dureza del
músculo cardíaco y permitirle la movilidad en la que rabiosamente se empecinaba
pero impidiendo que la sangre siguiera escapando a borbotones y gritó como
desesperado, como agónico:
- !llamen de urgencia a Sor Matilde que es la única
que lee en ingles aunque no entiende!
- !Gilberto! !Gilberto carajo!
- si doctor
- métase en la pieza de los médicos, saque del
bolsillo de mi saco las llaves de mi casa, corra hasta allá, y busque en el
estante que está frente a mi escritorio un libro gordo que dice "heart
manipulation"
- jear que?
- !eart manipulatión carajo!
Y dejando evidenciar con su mirada vidriosa y
sanguinea los mas ocultos rincones de sus sentimientos y sus intimidades, dejó
escapar un nombre que nadie había pronunciado nunca en los púdicos recintos del
hospital...
-!y tráigalo rápido que Carmenrosa se nos
muere!...
(Junio 9 de 1994)
Los atardeceres de la pequeña villa andina eran
siempre anaranjados, un esquivo viento refrescaba la tarde casi todos los días,
y aunque hubiese llovido, la hora del ocaso era al mismo tiempo un final y un
despertar. La imaginación volaba, se soñaba con el mar desconocido, con los
países lejanos, con el espacio infinito.
Calarcá no tenía una población uniforme ni mucho
menos uniformada, pero una cierta parsimonia a la hora del ocaso parecía
caracterizarlos a todos. La encerradora pasaba con sus terneros y sus perros
flacos y amarillos a un paso mas lento que el del resto del día, el personero
volvía a su casa cerca del lago mascullando pensamientos ilustrados, el viejo
don Gonzaga caminaba en silencio llevando de la mano a Gonzalo quien se lo
permitía aunque ya se sentía demasiado crecido para eso, solamente porque era
la hora del ocaso, los escuelantes apaciguaban sus gritos y retozos y las
parejas de enamorados se silenciaban, y todos parecían percibir que el tiempo
transcurría con lentitud a la hora del ocaso.
También un olor familiar envolvía delirante a toda
la población a la hora del ocaso. Una agradable mezcla de azahares, juegos
infantiles, sudor de trabajo y las mas diversas fórmulas de la cocina paisa se
diseminaba en la tibieza del aire provinciano formando un perfume inconfundible
y ensoñador.
Una larga verja separaba el corredor de la casa de
los Sánchez tanto de la calle como del precipicio, ya que esta se adhería de
manera sorprendente a un barranco y permitía el acceso solamente por unas
largas y empinadas escalas.
Los Sánchez eran personas de bien, en mi casa
escuché muchas veces comentar a mis mayores en relación con ellos, un padre trabajador que ni siquiera
sospechaba la admiración que generaba entre amigos y conocidos, una madre
severa y cariñosa que imprimía en sus muchachos un comportamiento casi monacal,
y un abuelo misterioso, héroe de una indeterminada guerra, que debido a su
invalidez, recibía en su casa las esporádicas visitas de otros viejos soñadores
que se encargaban de acrecentar por todo el pueblo su fama de sabio consejero.
El segundo de los Sánchez se llamaba Gerineldo, pero
la rareza de su nombre y lo descomplicado de nuestro ambiente infantil nos
llevó a llamarlo Gerardo. Era en realidad un muchacho sencillo, pobre y diáfano
como la mayoría de los comarcanos, pero con unas características muy
particulares, además de su amplia frente, sus cejas pobladas y su estatura un
poco mas elevada que la de sus compañeros de edad, Gerardo era de pocas
palabras, supremamente puntual y de maneras excepcionalmente finas.
Casi todas las tardes, al acercarse la hora del
ocaso, la casa de los Sánchez se interponía entre mis ojos y los atardeceres
que nutrían mi mente de sueños y delirios, y veía cómo cada uno de los miembros
de la familia subía con desgano las escaleras hasta alcanzar el inicio del
pasillo, y sin que mediara ninguna interrupción, se dirigían con paso decidido
al final del corredor, paseándose de perfil frente a mis ojos camuflados en el
solar de mi casa a casi una cuadra de distancia.
En realidad era curioso ver cómo cada uno de los
Sánchez se acercaba al final del pasillo y hacía como una venia, el padre
prácticamente hacía una genuflexión al llegar al fondo del corredor, y esperaba
allí unos momentos con la cabeza inclinada, algunas veces, después de unos
segundos se tomaba la cara con las manos en una actitud que se me asemejaba a
la parte aquella de "contrición de corazón" que nos mencionaban las niñas de bachillerato del Colegio San
José en el catecismo.
Aunque no se alcanzaba a escuchar nada desde el
solar de mi casa, es un hecho que los Sánchez, al final del corredor escuchaban
atentamente, y luego algunos hablaban, o simplemente se mantenían en silencio
allí. Gerineldo por ejemplo parecía demorarse poco en aquel sitio, pero lo
abandonaba luego caminando con una lentitud que se me antojaba como a una
tranquilidad de conciencia, como a una seguridad brindada por la certeza de
tener un origen firme, unos antepasados valerosos.
El hermano mayor de Gerardo a quien nos referíamos
como "el bombero" ya que no sabíamos su nombre sino solo su afición
por participar en las actividades de ese cuerpo cívico, se demoraba más que los
demás en la ceremonia familiar de la llegada, quizás él tenía un mayor respeto
por su abuelo, o era el que aceptaba de mejor grado las insinuaciones,
sugerencias y reproches al final del corredor.
Sin embargo una curiosidad me asaltaba, cómo sería
la sede del patriarca aquel? qué estructura tendría la familia al final del
pasillo, y por qué extraña razón los Sánchez hacían tales gestos de respeto
señorial? tendría acaso el viejo abuelo una especie de trono o confesionario
allí, en donde recibía a cada uno de los miembros de la familia al terminar la
jornada?
Pero el misterio se develó de una manera mas o menos
abrupta, ya que por alguna razón mi madre, quien gustaba de participar en
muchas actividades de beneficencia, tuvo la necesidad de visitar la misteriosa
casa, y al enterarme me ofrecí para acompañarla. Su beneplácito aumentó mi
curiosidad, y me imaginé a mi mismo al final del pasillo recibiendo sobre mi
cabeza el martilleo del dedo índice de un viejo y heroico sabio transmitiéndome
entre metáforas y enigmas las mas preciadas joyas de nuestra tradición, pero no
fue así, ya que al terminar de subir las escaleras encontré con sorpresa y
decepción que en la casa de los Sánchez al final del pasillo hay un lavamanos.
Enero 12 de 1997
LA MUERTE DE UN HEROE
Al principio todo parecía ser pelos, !Dios!, me sentía como ahora, no
sabía que era, que pasaba, apenas podía moverme, no veía nada, solo sentía
pelos, sobre mi boca y mi nariz había pelos, unos pelos gruesos en la raíz, y
tan delgaditos en la punta que se me metían por los huecos de la nariz y me
hacían toser; y ese yo instintivo que se movía solo, yo me movía solo sin que
yo mandara a que me moviera; !Dios! ahora ese yo no se mueve aunque yo quiera
que lo haga, ojalá que esto se vuelva como aquello, aún recuerdo como recibí el
alivio en la lengua, cuando mi yo instintivo comenzó a moverse como una ola y
el sabor suave de la leche de mi madre mojó mi boca y mi garganta, creo que en
ese momento lo comprendí todo, comprendí que yo era un yo, que tenía que haber
hecho lo que hice y debería seguir haciéndolo, que era un ser cuya naturaleza
le mandaba ordenes y había que cumplirlas... o las ordenes se cumplen o la
milicia se acaba... !eso era!, !había nacido militar y lo comprendí casi unos
minutos des pues de nacer!.
Siempre es que tranquiliza saber quien es
uno, comprender el sentido de la vida, saber para donde se va, saber de donde se
viene, por eso me sentí bien cuando antes de poder abrir los ojos, cuando
apenas era un bebé escuché por primera vez y a lo lejos la primera orden
militar; aún la recuerdo... aunque no era para mi aún resuena en mis oídos... "Kala-sit... Kala-sit" y se
confunde con las que oí luego en otras partes a través de mi vida militar, y
con las palabras que acabo de escuchar... !Kala-sit... go-right... do-it...!,
lo dudé por un momento, pero por un momento muy corto, esa ha sido la clave de
mi vida, el secreto de mi éxito militar, que cuando dudo, que lo hago muy pocas
veces, me decido al instante, lo hago, resuenen por un segundo en mi cerebro
las palabras "do it" y lo hago, así he sido, un ser de decisiones, un
militar d-e-c-i-d-i-d-o, por eso he llegado lejos, por eso aunque nací en
Dusseldorf, en el centro mismo de una academia militar alemana, fui escogido
con algunos mas para recibir entrenamiento en Estados Unidos, para recibir
ordenes en inglés para afrontar los peligros mas grandes, para tomar las decisiones
mas importantes, para estar en operaciones heroicas...
!Dios! que dolor siento ahora, nunca me había
sucedido.
Hasta en los momentos mas difíciles de mi
entrenamiento militar había sido bueno para soportar el dolor y seguir
adelante, per ahora siento que me vence, que el yo instintivo me gobierna, que
no puedo cumplir mis propias órdenes, porque darse órdenes y cumplirlas es lo
que hace grande a un militar, se dice !levántate! y te levantas, aunque pese,
aunque duela, !lánzate! y te lanzas... al principio tuve miedo, fué allá, en
West Point, cuando me dijeron por primera vez "go-right", yo lo dudé
tanto que debí cumplir la orden siguiente, "come-on", y ver cómo lo
hacía un compañero, le tocó a Clancy, y lo hizo bien, tenía talento ese Clancy,
quien sabe que será de su vida, a pesar de que fuimos tan buenos amigos,
tomamos rumbos diferentes, el era canadiense, yo era alemán, por eso lo solía
mirar con algo de sorna, el lo toleraba y me hacía ver su superioridad y su
ventaja, era un año mayor que yo y compartía mi misma sangre, el fue a
narcóticos, yo a explosivos, nos despedimos como dos buenos militares, con una
sonrisa, con un simple ademán, sabíamos que tendríamos entrenamientos
diferentes, sabíamos que éramos buenos, sabíamos que a pesar de la edad y la
nacionalidad, éramos militares de la misma calidad, aspirábamos al mismo rango,
cumplíamos las mismas órdenes, el un pastor alemán canadiense, de lomo negro y
patas color de fuego, yo, orgullosamente, un pastor alemán alemán de Alemania,
rubio, todo mi cuerpo rubio, raro ejemplar según algunos, con la ventaja de ser
distinguido por mis superiores, por eso al terminar mi entrenamiento comencé de
inmediato a trabajar, fue en un aburrido aeropuerto de San Francisco
(California). Quién iba a traer
explosivos al aeropuerto de San Francisco si sabía que yo no me dejo engañar?,
por eso me trajeron a Colombia, un país donde todos los días son largos, donde
el aire huele a pólvora y dinamita, donde solo un ejemplar como yo puede
garantizar la seguridad de una sala.
Cuando estuve en el salón Elíptico lo tomé
como una operación de rutina, estaba seguro de mi mismo, olfateé minuciosamente
todos los rincones y rendí mi informe de total seguridad a mi comandante, con
un ladrido corto le dije algo así como "todo en orden y bajo control mi
comandante Ramírez, el salón Elíptico está listo para la reunión".
Empiezo a sentir miedo, realmente estoy
asustado, alguien ha dicho algo sobre darme un disparo, los pies de la gente
dan vueltas a mi alrededor, no puedo moverme, realmente no entiendo, solo
recuerdo a Clancy, solo se que desde el 20 de Julio hasta hoy he estado
entrenando asalto y reconocimiento aquí, en el aire enrarecido de Bogotá, en el
aire de fósforo, dinamita y alquitrán del centro de Bogotá, solo sé que esto no
me había sucedido nunca, siempre me habían dicho "go-right" y desde
que vi a Clancy hacerlo, yo también lo hice, y lo hice mejor que Clancy, mas
rápido que mi amigo Clancy, y siempre despues de lanzarme hacia la derecha,
antes de que mi comandante terminara la palabra, siempre había sucedido un
momento de vacío, de no saber que pasa, y algo o alguien que me esperaba, me
acariciaba el cuello y me sonreía, yo también sonreía, los perros también
sonreímos, siempre, menos ahora... Qué pasará que no viene Ramírez?... !Dios!
esto está muy raro, pero estoy seguro, Ramírez me dijo !go-front! y yo lo hice,
luego gritó:
! GO _ RIGHT !
recordé a Clancy...
me lancé de una altura
de cinco pisos...
hacia la
derecha...
y Ramírez...
no...
viene...