Pasado, presente, futuro de la violencia

Daniel Pécaut


Fecha del artículo Diciembre 1996 Autor Daniel PÉCAUT
Sociólogo, profesor de L'Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, Paris.
Fuente Revista Análisis Político, UNAL, Bogotá. Traductor Bernardo Correa Lopez


 
 
Desde 1980 Colombia es de nuevo el teatro de una violencia de una amplitud desconcertante. Con una tasa de muertes violentas que se aproxima en adelante a 80 por cada 100.000 habitantes, se clasifica a la cabeza de todos los países, con excepción de aquellos que conocen un estado de guerra abierta. Supera, y de lejos, a los países latinoamericanos donde la violencia constituye también un problema mayor La tasa de homicidios es de 24.6 por cada 100.000 habitantes en el Brasil, 22.9 en Panamá, 11.5 en el Perú. En Sri Lanka es del 12.2 y en los Estados Unidos es de 8.(1).

Sólo una fracción limitada de los homicidios reviste un carácter político explícito. Generalmente se estima qué ella no pasa del 6 al 7%. Los enfrentamientos entre las fuerzas del orden y las guerrillas no producen sino un número reducido de víctimas. Otros actores organizados intervienen: paramilitares, narcotraficantes, milicias urbanas, bandas ligadas a la gran delincuencia. Sin embargo, la mayoría de los homicidios corren por cuenta de fenómenos de violencia desorganizada: arreglos de cuentas, delincuencia común, riñas, etc., que representan alrededor del 85% del total.

Si estas distinciones tienen un sentido, no tienen sino un alcance limitado. En este momento la violencia es una situación generalizada. Todos los fenómenos están en resonancia unos con otros. Se puede estimar, como es nuestro caso, que la violencia puesta en obra por los protagonistas organizados constituye el marco en el cual se desarrolla la violencia. No obstante, no se puede ignorar que la violencia desorganizada contribuye a ampliar el campo de la violencia organizada. Una y otra se refuerzan mutuamente.

Habría que ser muy presuntuoso para pretender trazar todavía líneas claras entre la violencia política y aquella que no lo es. Cuando los narcotraficantes se enfrentan al Estado, o cuando lo corrompen, se convierten en actores políticos. Cuando las guerrillas protegen los cultivos de amapola y los laboratorios de heroína, dejan de ser solamente un actor político. La ambigüedad existe incluso cuando los colonos de las regiones de cultivo de la coca se matan entre sí por litigios de negocios o por cuestiones de honor. Aparentemente, esto no tiene nada que ver con la política, pero se le puede encontrar siempre una dimensión política, considerando que esta situación no se produciría "si el Estado asumiera sus responsabilidades".

Lo que es seguro, es que ya nada está al abrigo del impacto de los fenómenos de violencia. Ellos no se hacen sentir sólo en una parte del territorio; con algunas excepciones, ellos afectan a todos los municipios, grandes, medianos y pequeños. No conciernen únicamente a capas específicas de la población: pesan sobre la vida cotidiana de todos o casi todos. No son relativos solamente a zonas sustraídas a la autoridad de las instituciones: tocan a las regiones centrales y a las instituciones mismas, alterando o paralizando su funcionarniento. Las colusiones reinan en todos los planos. Si fuera necesario, el asunto Samper aporta una prueba suplementaria de ello. Es verdad que, al mismo tiempo, Colombia continúa reivindicando el estado de derecho y los procedimientos democráticos. Incluso acaba de darse una nueva Constitución, multiplicando las garantías de las libertades y los mecanismos de participación. Pero estas reformas -es lo menos que se puede decir-, no han frenado la difusión de la violencia, y el estado de derecho sufre cotidianamente muchas afrentas.

En las páginas que siguen nos proponemos mostrar que la violencia se ha convertido en un modo de funcionamiento de la sociedad, dando nacimiento a redes diversas de influencia sobre la población y a regulaciones oficiosas. No conviene analizarla corno una realidad provisoria. Todo sugiere que ha creado una situación durable.

PANORAMA DE LA VIOLENCIA

Una percepción calidoscópica

La curva de los homicidios desde hace quince años puede dar el sentimiento de que la violencia es un proceso contínuo . Sin embargo, esa sería una lectura superficial. Pues la violencia más bién aparece como una sucesión de configuraciones complejas e inestables.

En un primer tiempo; ella aparece ante todo como política: la expansión de las guerrillas es su aspecto más visible y parece responder al desgaste de un régimen, aquel del Frente Nacional, instalado desde 1958 e incapaz de hacer frente a las nuevas demandas sociales. Este diagnóstico político estará en el origen de los esfuerzos de los gobiernos sucesivos, a partir de 1982, por llevar a cabo reformas políticas y abrir negociaciones con las guerrillas. Los resultados más tangibles de ello serán, en el primer dominio, la adopción de la Constitución de 1991 y en el segundo, los acuerdos concluidos en 1990-1991 con algunas organizaciones guerrilleras, especialmente el M-19 y el EPL, que culminaron en su desarme e inserción a la vida civil.

Entre tanto, sin embargo, ha salido a la luz otra dimensión de la violencia, aquella que está asociada al despegue de la economía de la droga. Este despegue no es reciente. Ha empezado desde comienzos de los años 70 con el cultivo de la marihuana en los departamentos de la costa Atlántica. En la segunda mitad de los años 70 y, todavía más, a comienzos de los años 80, toma una amplitud considerable con la expansión de las actividades ligadas a la coca.

Si la producción colombiana de coca es entonces bastante inferior a la de Perú y Bolivia, el papel de Colombia no es menos central, pues ampara los laboratorios de transformación y controla las redes de exportación e incluso una gran parte de las redes de distribución en grande en los Estados Unidos. Ahora bien, son estas las actividades que aseguran las mayores ganancias. Sin embargo, no es sino hacia 1983 que esta realidad comienza a ser comentada públicamente, y es necesario esperar hasta el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara, en 1984, para que las autoridades se preocupen por ello. A partir de esta fecha, las consecuencias de esta economía ilegal sobre el desarrollo de la violencia no pueden seguir siendo ignoradas, entre otras su papel en el financiamiento de los grupos paramilitares.

Ni los golpes dados al "cartel de Medellín" en 1992- 93, ni el arresto de los jefes del "cartel de Cali" en 1995 significan el debilitamiento del papel de Colombia en la economía de la droga. Al comercio de la cocaína vienen incluso a añadirse, desde el inicio de los años 90, la reactivación del cultivo de la marihuana y, sobre todo, los rápidos progresos de las plantaciones de amapola y de la fabricación de heroína.

La escalada de la violencia urbana era sensible desde 1984, de una parte con las empresas de « limpieza social », de otra parte con la proliferación de las bandas armadas de jóvenes (2). A partir de 1988-1990 se convierte en un problema mayor. Se traduce en la proliferación de toda suerte de organizaciones armadas: sicarios, milicias de barrio, milicias ligadas a las guerrillas, bandas criminales, paramilitares, etc. Pero toma también la forma de una violencia anómica, hecha de delincuencia, arreglos de cuentas, riñas y litigios ordinarios que se saldan con innumerables asesinatos.

Desde 1994, el destape de la corrupción de las instituciones se convierte en un elemento suplementario del campo de la violencia. La corrupción no es un fenómeno nuevo y desde hace diez años se exhibía a plena luz. El hecho de que las acusaciones se dirijan en adelante sobre el Presidente y sobre una gran parte del personal político, judicial, militar, le da sin embargo otra dimensión. En adelante es el conjunto de las instituciones el que se encuentra arrastrado por ese cauce en el turbión de la violencia.

De una fase a la otra, los mismos componentes permanecen en obra pero se insertan en nuevas configuraciones. Al mismo tiempo, su percepción se modifica. A cada acontecimiento resonante, asesinato de una personalidad, acto terrorista de envergadura, masacre de dimensión desacostumbrada, la opinión reacciona como si la violencia acabara de tomar otro giro. Se puede hablar de una percepción caleidoscópica que traduce la dificultad para aprehender los fenómenos de la violencia en sus relaciones recíprocas.

Ciertamente, guerrillas, paramilitares, redes de narcotraficantes, bandas, permanecen presentes sin cesar. No obstante, se puede preguntar si, bajo el mismo término, se tiene que ver con las mismas realidades sociológicas. Sus relaciones con el contorno -trátese de la población, del territorio o del poder- pasan por tantas mutaciones que su identidad se metamorfosea.

Violencia y estructura sociales

Nos parece necesario empezar por un cuadro que resume algunos de los datos de la violencia reciente. En el cuadro 2 se encuentra la distribución de diversas modalidades de violencia en función de una clasificación de los municipios colombianos según las estructuras sociales que son allí dominantes. Los datos sobre la presencia de las guerrillas conciernen a tres años: 1985,1991 y 1994.

Cuadro 2

Porcentaje de municipios afectados por la guerrilla
o los grupos paramilitares y de municipios violentos
según la estructura social y productiva de los municipios


 
Municipios con presencia
de la guerrilla
%
Municipios con presencia
de autodefensa
%
Municipios
violentos*
%
Tipo de estructura social 1985 1991 1994 1993
Minifundio andino en crisis 13 41.5 51.0 5.5 26
Minifundio andino estable 12.6 31 44.8 0.7 17
Minifundio Costa Caribe 6.5 12.9 19 0 6.4
Latifundio ganadero 7.5 37 50 6.4 25
Zona de agricultura marginal 15.4 30.8 46 10.2 15.4
Frontera periférica 44.4 65 79 22.2 49
Frontera interna 62.1 87.9 93 29.3 100
Campesinado medio (excluido el café) 15 43 54 5.2 38
Campesinado medio del café 1.7 30 42 1.7 40
Estructura agricola moderna
en conjunto rural
25.8 42.2 62 17.7 40
Estructura agricola moderna
en urbanizado
13.3 44 56 21.8 56
Ciudades secundarias 3.2 3.9 65 9.6 41.9
Capitales locales 9.5 57.1 90 4.7 21
Metrópolis 0 100 100 0 100

*Son calificados como violentos 340 municipios afectados por la guerrilla y/o tasas elevadas de asesinato político, homicidio o secuestro.

Fuentes para 1995, M. Sarmiento, "Pobreza y violencia", en O. Fresneda, L. Sarmiento, M. Muñoz y otros, Pobreza violencia y desigualdad: retos para la nueva Colombia, Bogotá, PNUD, 1991. Para 1991 y 1993 y la repartición de los municipios violentos, C. Echandía y R. Escobedo, "Violencia y desarrollo en el municipio colombiano, 1987- 1993", Bogotá, informe de la Presidencia de la República, 1994. Para 1994, C. Echandía, según artículo de El Tiempo 9 de julio 1995.

Se pueden hacer los siguientes comentarios:
a)Las zonas de frontera son, y de lejos, las mas afectadas por la violencia: más todavía las de « frontera interna » (territorios de colonización continua insertados en medio de zonas con estructuras más consolidadas), que aquellas de frontera « periférica » (como, por ejemplo, las zonas nuevamente ocupadas del piedemonte de la cordillera Oriental o las regiones amazónicas). Es allí donde las guerrillas están, desde 1985, mejor implantadas; donde los grupos de autodefensa o paramilitares son más numerosos; donde el indicador de violencia es el más elevado.

Colombia ha sido siempre un país de fronteras. Pero el movimiento de ocupación de esas fronteras se ha ido acentuando en el curso de los últimos decenios. Pueden adelantarse muchas explicaciones sobre el nivel considerable de violencia que allí prevalece. Las zonas de colonización son aquellas donde una violencia tradicional está asociada a los litigios relativos a la posesión de la tierra, donde los colonos, no poseyendo sino rara vez títulos de propiedad y teniendo difícilmente acceso a ella, son progresivamente rechazados por los grandes propietarios.

Son también aquellas donde menos se ejerce la autoridad del Estado, donde la justicia y la policía no tienen sino una presencia precaria, de suerte que los litigios están destinados a arreglarse de manera expedita. Pero estas zonas también se han convertido en el teatro de una violencia moderna en la medida en que, en el curso de los años recientes, han surgido allí importantes polos de producción de riqueza (productos mineros, droga, ganadería, etc.), provocando una afluencia de población, de capitales y de luchas no controladas alrededor de la distribución de los nuevos flujos financieros.

b) En 1985, numerosas zonas de agricultura estabilizada permanecían todavía relativamente protegidas de la violencia, ya fueran minifundio clásico, gran propiedad y, sobre todo, mediana propiedad, especialmente en las regiones de cultivo del café. Todas estas zonas, en adelante, son afectadas. Los avances de la violencia son particularmente espectaculares en el curso del período reciente en las zonas del campesinado medio, y, más precisamente, en las del café. Las guerrillas han hecho allí una irrupción violenta, ya que más del 40% de los municipios productores de café deben ahora contar con su presencia. Las zonas de gran agricultura moderna no están más al abrigo: las guerrillas, lo mismo que los grupos paramilitares, están allí sólidamente instalados, y el porcentaje de municipios con un elevado índice de violencia es muy grande.

Se pueden adelantar muchas explicaciones. Las zonas de café habían sido particularmente golpeadas por la violencia de los años 50. Se puede suponer que esta experiencia que las ha protegido un tiempo contra el deslizamiento en la nueva violencia, tanto más que el café, con precios inciertos o mediocres en el curso de los años 80, no contribuyó tanto a la riqueza nacional. Tres factores, sin duda, han contribuido a la desestabilización: la penetración de la economía de la droga y más específicamente, de la amapola; el derrumbamiento de los precios del café desde hace cuatro años, que ha convertido al campesinado en un sector social endeudado y desesperado; la importancia estratégica de la región, por donde pasan los intercambios económicos entre las regiones de Medellín, Cali y Bogotá. En cuanto a las zonas de agricultura moderna, ellas representan un reto esencial en la consolidación de las guerrillas.

c) No menos sorprendente es la expansión de la violencia en las zonas urbanas. La guerrilla ha reforzado allí su presencia. El indice de violencia global ha llegado a ser muy fuerte, en particular en las ciudades secundarias y en las grandes metrópolis. Por lo demás, se debe notar que, entre 1990 y 1993, la tasa de homicidios ha progresado allí 20% por año, mientras que retrocedió 10% en las regiones rurales (3). En este momento la ciudad está en el centro de la violencia.

d) El cuadro 2 permite también tomar la medida de la expansión de la guerrilla. En 1978 no disponía todavía sino de 17 frentes implantados en un número reducido de municipios periféricos. En 1985 posee una cincuentena de frentes que afectan 173 municipios (4). En 1991, 80 frentes afectan 358 municipios. En 1994 dispone de 105 frentes que conciernen a 569 municipios, más de la mitad del total de municipios del país. De 1991 a 1994 su ritmo de implantación es particularmente impresionante en los municipios andinos estables (+ del 55%), las zonas de café (+ del 40%), las zonas de agricultura moderna (+ del 47% para aquellas poco urbanizadas), así como las ciudades secundarias (+ del 67%) y las capitales locales (+ del 66%)(5). Naturalmente, el tipo de implantación vaná, yendo de una presencia permanente a simples incursiones.

El acuerdo con el M-19 y el EPL, por tanto, no ha puesto a raya de ninguna manera los avances territoriales de la guerrilla. Por lo demás, tal como el Fénix, incluso las organizaciones que han depuesto las armas tienden a dar nacimiento a otras nuevas. Un frente, Jaime Bateman Cayón, con cerca de 2000 combatientes; ha tomado el relevo del M-19-a su turno, está en trance de negociar su "desmovilización"-. La minoría del EPL (llamado EPL Caraballo), que había rechazado deponer las armas, ha reclutado desde entonces muchas centenas de combatientes, y la mayoría de quienes las habían depuesto está en trance de retomarlas para defenderse de las acciones adelantadas por las FARC-EP en su contra.

No obstante, las FARC-EP (nombre tomado por las FARC en 1982, quienes añadiendo EP-Ejército Popular- querían manifestar su reorientación ofensiva) y el ELN siguen siendo, y de lejos, las organizaciones más sólidamente constituidas, la primera con 60 frentes y de 7000 a 8000 combatientes, la segunda con 32 frentes y cerca de 3000 combatientes. Estas guerrillas no conservan nada de las antiguas guerrillas periféricas. Están presentes en todas las zonas estratégicas, comenzando por las ciudades.

Se puede añadir que el mapa de la implantación de los grupos paramilitares corresponde ampliamente al de las guerrillas, incluso si es más restringido. Sin duda es la coexistencia de unos y otros en los mismos municipios lo que engendra a menudo situaciones de gran violencia. Entre los 340 municipios clasificados como muy violentos, 45 se caracterizan por una tal coexistencia, 187 por la presencia de sólo guerrillas, 7 por la presencia de sólo paramilitares (6).

Violencia política y violencia desorganizada

El cuadro 3 proporciona separadamente las tasas de « asesinato poltico » y las tasas de homicidios "ordinarios" por departamento. Tasas departamentales no pueden permitir sino comprobaciones muy aproximativas, pues muchos departamentos reagrupan zonas muy disímiles. Con todo, nos ha parecido que ofrecen la pósibilidad llegar por lo menos a una distinción entre dos tipos de departamentos, entre los más afectados por la violencia, según que predomine la violencia "política" o la « violencia desorganizada ».(8)

Los hay, en efecto, donde la tasa de asesinatos políticos se aproxima o supera la mitad de la tasa del conjunto de homicidios. Es el caso, por orden decreciente, de Córdoba, del Guaviare, del Cesar, de Arauca, del Magdalena, del Meta, del Cauca y los dos Santanderes. Se trata, en la mayoría de los casos, de departamentos de colonización o de ganadería extensiva. Se puede pensar que la intensidad de la violencia política está allí ligada a la solidez de la implantación de las organizaciones armadas, a los enfrentamientos que de ello resulta y al control que ejercen sobre la violencia ordinaria.

Hay, por el contrario, departamentos donde los asesinatos pólíticos no constituyen sino una proporción reducida de los homicidios. A este respecto, el Quindio ocupa el primer lugar. Vienen en seguida la Guajira, Caldas, Caquetá, Risaralda, Cundinamarca, Puturnayo, el Valle y Antioquia. Entre ellos se encuentran los tres principales departamentos de cultivo del café (Quindio, Caldas, Risaralda), sin duda víctimas de la implantación de redes de narcotráfico y de cultivos de amapola.

Se observan también dos departamentos de cultivo de coca (el Caquetá y el Putumayo) donde la violencia penetra la vida cotidiana. En el caso de Antioquia, el Valle y Cundinamarca, las subregiones son demasiado múltiples y la influencia de la violencia urbana demasiado importante para que se puedan formular conclusiones pertinentes. El caso de la Guajira es, sin duda, aparte: si la violencia ha conocido allí un recrudecimiento desde los años de la marihuana, ella se nutre también de rivalidades tradicionales entre clanes. En el conjunto de estos departamentos la conflictualidad político-militar aparece como insertada (embedded, según el término de Granovetter) en una violencia desestructurada (9).

Cuadro 3

Tasas promedio anuales de asesinato político
y de homicidio por departamento


 
Tasa de asesinatos
"políticos"
1987-89
Tasa de asesinatos 
"políticos"
1990-92
Tasa global de
homicidios *
1988-93
Antioquia 37.55 61.94 212.97
Arauca 138.02 91.66 160.79
Atlántico 1.10 5.33 25.95
Bolívar 3.50 4.65 25.95
Boyacá 14.74 21.79 48.65
Caldas 17.14 17.03 93.10
Caquetá 28.49 17.63 95.81
Casanare 48.92 50.88 62.98
Cauca 27.22 32.42 66.93
Cesar 24.66 36.27 51.51
Chocó 11.64 11.64 26.34
Córdoba 35.52 34.04 31.77
Cundinarma 5.36 10.00 46.30
Guajira 8.72 19.54 91.43
Guaviare 43.91 56.20 73.04
Huila 17.20 17.20 45.32
Magdalena 12.00 24.63 36.22
Meta 78.65 53.61 79.45
Nariño 2.03 3.61 24.03
Putumayo 7.25 21.27 91.43
Quindio 7.04 7.04 96.24
Risaralda 28.05 30.87 122.26
Santander 47.07 30.45 64.85
Santander Norte 16.11 24.40 72.90
Sucre 6.90 7.57 17.17
Tolima 6.30 14.14 49.41
Valle 13.31 24.89 93.25

* La tasa anual de homicidios engloba los asesinatos políticos.
Fuente: C. Echandía y R. Escobedo, op. cit.

La violencia y los polos de producción

La clasificación de los municipios aplicada en el cuadro 2 ha permitido considerar las eventuales correlaciones entre estructuras sociales e intensidad de la violencia. A comienzos de los años 1980 era lógico interrogarse en prioridad sobre las relaciones entre la violencia y las tensiones sociales preexistentes. Además de las indicaciones que una tal tentativa sigue proporcionando sobre los casos de las zonas de colonización, ella sigue siendo importante para explicar la violencia desorganizada. Lo es menos para comprender la implantación actual de la violencia organizada. Esta responde a la estrategia de actores que persiguen finalidades que no son necesariamente dependientes de las antiguas formas de propiedad.

El hecho mayor es que, en estos últimos años, esta estrategia ha apuntado sobre todo al control de los polos de produccion de otras riquezas. Conviene, por consiguiente, suministrar una descripción complementaria en función de la distribución geográfica de esos polos.

Comencemos por los polos de producción y de transformación de la droga. La presencia de la guerrilla corresponde muy precisamente a la implantación de esos polos en departamentos como el Caquetá, el Guaviare, Vichada, el Vaupés, Sucre, Córdoba, Chocó, Bolívar, los dos Santanderes. Se da en menor medida en Antioquia, el Huila, Tolima, el Cauca y Meta (10). La correlación es todavía más nítida en el caso de la amapola. Citemos a C. Echandía:

« Sobre los 174 municipios con presencia de cultivos ilícitos, 123, o sea 70,69%, conocen la presencia de la guerrilla; en 46 de ellos, o sea el 26.44%, se registra la existencia de grupos paramilitares; en 37 de esos municipios, o sea el 25.17% del total, se observa una compra masiva de tierras por parte de los narcotraficantes; los conflictos por la tierra, que se manifiestan bajo diversas formas, se producen en 52 de entre ellos, o sea el 29.89%: en fin, en 69 de los 174 municipios, que representan el 39.66% del conjunto, se registra un nivel elevado de violencia que se traduce en acciones repetidas de la guerrilla y/o en una tasa elevada de homicidios y/o de asesinatos y secuestros.»(11)
Las zonas tradicionales de cultivo del café se encuentran entre las más afectadas.

La misma relación con la implantación de la guerrilla vale para los polos de producción minera. En primer lugar, los polos de producción de oro (zona del Bajo Cauca, Antioquía y el sur del departamento de Bolívar) donde la guerrilla "exige pagar impuestos a los productores de oro y administra sus propias minas (12)" y donde se sitúan un gran número de los municipios más violentos del país y de aquellos donde han sido perpretadas masacres masivas. En seguida, el polo de producción de carbón en el departamento del Cesar, sometido sobre todo a la influencia del ELN. En fin, los polos de explotación petrolera en Arauca, Casanare y los dos Santanderes, igualmente bajo la dependencia del ELN, que percibe "impuestos" de las compañías.

Esta relación se manifiesta también en muchas regiones de agricultura. En el Urabá antioqueño las guerrillas reinan sobre las plantaciones de banano al tiempo que se enfrentan a los grupos paramilitares. Violencia organizada y desorganizada alcanzan allí niveles record, de lo que da testimonio la sucesión de masacres en serie desde hace muchos años. En regiones de ganadería extensiva, especialmente las de Córdoba, Sucre, Bolívar, Cesar; las guerrillas practican deducciones sobre los propietarios.

Otros polos están más situados bajo el control de los grupos paramilitares. Es el caso del polo de producción de esmeraldas en el oeste de Boyacá, que por lo demás ha sido siempre uno de los lugares de extrema violencia. También lo es aquel de la zona de ganadería del Magdalena Medio, en otra época controlado militarmente por la guerrilla, pero que ha pasado, a comienzos de los años 1980, a la órbita de las organizaciones paramilitares financiadas por los narcotraficantes, quienes han realizado allí inmensas compras de tierras.(13). Desde hace más de diez años, la población de Puerto Boyacá, situada en el Magdalena Medio y próxima a la zona de esmeraldas, se ha convertido de hecho en el epicentro de las organizaciones paramilitares.

Es decir que la hipótesis simplista según la cual la violencia echa raíces en la miseria es menos aceptable que nunca. La hipótesis inversa, formulada por algunos economistas, según la cual estaría directamente asociada a la rapidez de las transformaciones económicas, "claramente correlacionada con la expansión económica" y las zonas de salario rural elevado (14), y todavía más, según la cual existiría una « correlación cuasi inversa entre el desarrollo económico departamental y el grado relativo de violencia »(15), no nos parece una simplificación menos considerable. Ciertamente, ella vuelve a tomar nota de la concentración de la violencia alrededor de los polos de riqueza. Pero el "grado de desarrollo" no es sino un indicador bastante vago. Pues esas zonas "prósperas" presentan otras tres características. Ellas atraen a numerosos migrantes y la distribución de los ingresos es allí singularmente desigual. La brutalidad de los booms locales conduce a inversiones anárquicas. Como otras zonas pioneras, ellas escapan ampliamente a las instituciones estatales y padecen a menudo de infraestructuras insuficientes. Más que la "riqueza", la desorganización social que resulta de estos tres rasgos explica la intensidad de la violencia. Las organizaciones armadas pueden, ciertamente, tomar allí el aspecto de autoridades de sustitución. Pero es raro que logren evitar la expansión de la violencia desorganizada. Pueden lograrlo cuando disponen de una situación de monopolio local, lo que ha sido el caso, según veremos, de la guerrilla en algunas regiones de cultivo de la coca. No lo logran cuando están en situación de concurrencia y lo que prevalece son muchos polos, lo cual explica las altas tasas de homicidios de muchos municipios donde esto ocurre.

Por lo demás, otros estudios económicos indican que, por el contrario, la violencia tiende a exacerbarse en las fases de reducción del crecimiento (16). Esta última proposición puede ser comprendida de dos maneras: un crecimiento moderado avivaría las tensiones violentas o bien la exacerbación de la violencia implicaría un costo económico que se traduciría en una reducción del crecimiento, pudiendo alcanzar mucnos puntos del PIB (17). Según las situaciones locales y los momentos, una u otra de estas interpretaciones puede ser válida. De todas formas, las correlaciones entre producción y violencia no tienen sentido más que si se toman también en cuenta los factores propiamente institucionales. De eso están plenamente conscientes los economistas arriba mencionados cuando, abandonando las correlaciones demasiado imprecisas para ser convincentes, llegan a atribuir la responsabilidad de la violencia a "la ausencia de instituciones susceptibles de regular los conflictos" o a la parálisis del aparato judicial, en una palabra, a la fragilidad de las regulaciones institucionales.

El desarrollo de una economía ilícita, como la de la droga, no puede, por lo demás, efectuarse sino mediante el uso de la violencia. Los riesgos corridos por los actores de esta economía conducen al establecimiento de organizaciones oligopolisticas que minimicen los riesgos ligados a la producción como a la comercialización, asegurando las rentas de situación (18). Induso si los famosos "carteles" colombianos no son, en todo caso desde el punto de vista de su funcionamiento económico, sino asociaciones flexibles entre redes múltiples (19), extraen su poder del control que ejercen sobre los circuitos de exportación. Este modelo de oligopolios violentos tiende a extenderse a otras organizaciones ilegales que se esfuerzan por captar en su provecho una parte de las ganancias salidas de diversas actividades económicas, y de imponer; haciendo esto, formas de domiinio sobre la población en territorios dados.

En la medida en que esta situación se perpetúe, los actores de la economía legal pueden ser incitados a recurrir a procedimientos comparables para tener en cuenta los costos de transacción suplernentaria inducidos por la violencia, para incorporar los flujos financieros provenientes de la economía ilegal y para preservar su dominio social.

Son el quebrantamiento de las regulaciones institucionales y la pérdida de credibilidad del orden legal que abren el campo a la violencia generalizada.

EL CONTEXTO INICIAL DE LA VIOLENCIA

Los datos anteriores proporcionan indicaciones sobre algunos aspectos de la violencia. Queda por explicar por qué sus protagonistas han encontrado en Colombia un territorio tan favorable para su expansión, y más aún, por qué, una vez desencadenada, la violencia se ha difundido tan rápidamente y ha tomado tantas formas heterogéneas. Y lo mismo, por qué esta difusión ha sido durante tanto tiempo percibida con una relativa resignación, como si fuera casi "normal".

Es necesario, entonces, volver más acá de la intervención de los protagonistas , hacia el "contexto" que parece conducir a la eclosión de tales fenómenos. El contexto inmediato, las circunstancias políticas invocadas por amplios sectores de la opinión y por los protagonistas mismos para dar cuenta del desencadenamiento de la violencia. El contexto más lejano, aquel constituido por un pasado que sigue estando presente en todas las memorias y es designado por todos bajo el nombre de La Violencia, responsable de 200.000 muertos entre 1946 y 1964.

Y el contexto todavía más lejano, aquel que se inscribe en la larga duración y tiene que ver con las condiciones de formación de la nación y de su unidad inacabada, condiciones que parecen subtender no solamente los dos momentos de la violencia, sino la persistencia de una dimensión de violencia que atravesaría las relaciones sociales y políticas. Estos contextos pueden ser presentados como conjuntos de factores "objetivos" de los cuales la violencia sería la consecuencia "inevitable". Pero son también el resultado de un trabajo de interpretación y de elaboración políticas por el cual los actores de la violencia y la opinión se esfuerzan por dar sentido a lo que se ha producido.

Hablamos de "contexto inicial". A medida que los fenómenos de violencia se extienden y más aún, una vez que se han "generalizado", ese contexto inicial pierde su capacidad explicativa. Los fenómenos de violencia engendran su propio contexto. Las interacciones de todos los protagonistas de la violencia suscitan nuevas regulaciones y nuevas percepciones. Toda nuestra trayectoria está inspirada en la necesidad de dar cuenta de este pasaje, desde cierto punto de vista casi insensible, entre dos momentos: el primero, que hace remontar del presente hacia el pasado; el segundo, que instaura el presente como fuente de otro funcionamiento de la sociedad al cual cada uno debe adaptarse como puede.

La coyuntura política

Hacia 1977-80, cuando la violencia comenzó de nuevo a ser percibida como un fenómeno amenazante (20), amplias franjas de la opinión responsabilizaron de ello al desgaste y a las taras del régimen del Frente Nacional. Este sistema de división del poder entre los dos partidos tradicionales, establecido en 1958 para poner fin a La Violencia por una fórmula de tipo « consencional » (21), continúa recogiendo en cada elección más del 90% de los sufragios. Pero este resultado, hipotecado por una abstención crónica, lo es también por la influencia del clientelismo y los obstáculos puestos a la expresión de una oposición. Si el regimen se reclama del pluralismo democrático y del estado de derecho, su funcionamiento está cada vez más viciado por el recurso crónico a las medidas de excepción, medidas que toman, a partir de 1978, un giro aún más inquietante con la adopción, bajo la presión de los militares, de un "estatuto de seguridad", poniendo en cuestión las libertades fundamentales.

Ciertamente, es dificil asimilar el Frente Nacional a las dictaduras del Cono Sur e incluso al régimen mexicano: sigue siendo muy « civilista », incluso cuando concede un vasto margen de autonomía a las fuerzas militares, y está lejos de controlar a la sociedad. La mayor parte de los autores se contentan con denunciarlo como "democracia restringida" como arreglo de facto, nacido de la violencia y que sigue descansando sobre el uso de una violencia larvada, y, en todo caso, desprovisto de verdadera legitimidad (22).

Esta argumentación es ampliamente retomada por vastos sectores de la opinión. Las guerrillas y sus simpatizantes no hacen sino llevarla más lejos arguyendo que, en esas condiciones, el recurso a la lucha armada es no sólo la única vía posible para combatir la falsa democracia, sino una vía legítima. La existencia de guerrillas no es nueva. Ella no ha dejado de acompañar al Frente Nacional. Pero hasta entonces no había constituido sino un fenómeno periférico, pasando por altos y bajos, e incapaz de inquietar al régimen. Las FARC, el ELN y el EPL, las tres grandes organizaciones creadas en los años 60, hacían de alguna manera parte del paisaje. La aparición de una nueva organización, el M-19, a finales de los años 70, no modifica por sí sola esta relación de fuerza, pues incluso está menos bien instalada que sus predecesoras. Pero, esforzándose por instalarse en las ciudades -hasta ese momento preservadas-, innova utilizando un lenguaje nacionalista y, sobre todo, contribuyendo a difundir el rechazo al régimen entre las clases medias egresadas de las universidades.

Todo el problema consiste en saber si la acción de las guerrillas es susceptible de hacer caer los viejos puntos de referencia simbólicos y de producir, en amplios sectores de la opinión, una nueva representación de lo político en términos "amigo-enemigo". Desde 1978, la cuestión de la adhesión o no a la lucha armada se convierte efectivamente, en el caso de algunos grupos sociales, como los aparatos sindicales, el movimiento estudiantil, algunas organizaciones campesinas, en criterio de diferenciación entre los campos "progresista" y "reaccionario". Eso no es suficiente para engendrar una polarización política de conjunto.

El diagnóstico del Frente Nacional es de hecho incompleto. Si las taras que saca a la luz son indiscutibles, subestima su implantación en la sociedad y sus capacidades de transformación. El régimen puede siempre contar con la inercia de las adhesiones a los partidos tradicionales que conservan, sin duda menos que antes pero más de lo que a menudo se supone, el aspecto de subculturas (23). El clientelismo les sirve de intermediario ante una fracción importante de la población. Desde 1974 a 1977, las diversas manifestaciones de movilización social a las cuales se había asistido después de 1969 parecen retroceder, lo mismo que las guerrillas.

Periódicamente, el régimen llega a engendrar algunas esperanzas. Ha ocurrido así, en 1974, con la elección de Alfonso López Michelsen. Las desilusiones que han seguido han ciertamente reforzado la resolución de las guerrillas, pero ellas no han desestabilizado verdaderamente al sistema. En 1982, la elección de Belisario Betancur desencadenó de nuevo fuertes expectativas. Lanzando un "proceso de paz", que conducirá a un cese al fuego en 1984, y emprendiendo reformas políticas que los gobiernos siguientes amplificarán, su gobierno interrumpe la deriva hacia la polarización política, de lo cual da testimonio la adhesión de muchos intelectuales contestatarios. El desastre por el cual se termina desde 1985 el cese al fuego, lejos de realimentar una oposición "amigo-enemigo" condujo sobre todo a disminuir la credibilidad política de las guerrillas.

Al no versar sino sobre el funcionamiento del sistema, el diagnóstico desestima los factores más profundos de su desgaste: los intensos cambios de la sociedad sobrevenidos en los dos últimos decenios. De rural, se ha convertido en urbana; la educación primaria ha hecho avances gigantescos; la secularización de las costumbres ha progresado; la Iglesia, hasta ese momento garante del orden establecido, no se preocupa más sino de mantener el orden en sus filas y pierde bruscamente el contacto con la población; las clases medias educadas amplían sus efectivos. Tantas formas de modernización que afectan las bases de un Frente Nacional que da la impresión de estar prisionero de la sociedad tradicional, alimenta el escepticismo, la apatía y la abstención (24).

Estos elementos incitan también a arrebatos intempestivos de movilización (las "huelgas cívicas") y a una simpatía hacia los grandes hechos del M-19. Pero no conducen a ratificar masivamente la lucha armada. Pues las guerrillas, con la excepción del M-19, dan la impresión de estar no menos agarradas que el Frente Nacional por el viejo país, el país rural, sustraido a la modernidad, encasillado en redes de dominio. Si es verdad que las aspiraciones de las clases urbanas, medias y populares, apuntan sobre todo a una aceleración de la modernización cultural, ellas no pueden reconocerse en el lenguaje político de las FARC y otras organizaciones revolucionarias (25).

Una vez que la violencia se ha generalizado y que las fronteras entre la violencia política y otras violencias se han vuelto porosas; una vez levantadas por la Constituyente muchas "restricciones" anteriores, por lo menos sobre el papel, los partidarios de la lucha armada deben adaptar su argumentación. No es un azar si, en adelante, ponen el acento sobre la "corrupción" que habría roído permanentemente al Frente Nacional, de hecho caracterizado durante mucho tiempo por un nivel de corrupción relativamente modesto. Proyectan así sobre el pasado un rasgo bien real del presente, y que, por lo demás, vale no solamente para el régimen, sino para todos los actores, comprendidos los revolucionarios. El "contexto inicial" es así redefinido en función de los retos del momento.

Por lo demás, otros dos factores han entrabado la polarización política. El primero es que Colombia, pese a la violencia, ha escapado a la crisis de sobreendeudamiento de los países latinoamericanos, y ha mantenido, a lo largo de los años 1980, el crecimiento más fuerte de todos los países latinoamericanos, superando incluso a Chile, y ha conocido, entre 1978 y 1987, una relativa mejora en la distribuición de los ingresos. El segundo, es el traumatismo aún muy reciente de La Violencia que no incitaba a una confontación política global.

Las huellas de La Violencia

La memoria de La Violencia sigue siendo, en efecto, singularmente fuerte. Una memoria compleja, como lo ha sido La Violencia misma. Ella es memoria de una guerra civil entre los dos partidos tradicionales, y que, del lado conservador, ha tomado la forma de una verdadera cruzada religiosa para instaurar, sobre los escombros del liberalismo, un "orden católico". Ella reenvía también a la experiencia de numerosos campesinos, especialmente en las regiones cafeteras, desposeídos de sus bienes y obligados a desplazarse hacia las ciudades o las zonas de colonización. Ella evoca la ruptura de las organizaciones populares, sindicatos y asociaciones campesinas y el repliegue sobre estrategias individuales de sobrevivencia. Sobre todo, ella es asociada, por las clases populares de los dos partidos, a una humillación colectiva, pues esas clases se han desgarrado entre sí por una causa que en seguida descubrieron que no era la suya, sino que era la de las élites y los pequeños potentados locales que, con el Frente Nacional, se han reconciliado sobre sus espaldas.

Pero la memoria es igualmente la de la constitución de focos dispersos de resistencia campesina, bajo modalidades que van desde el bandolerismo hasta los grupos de autodefensa. Bajo una u otra modalidad, no se trata de una memoria abstracta. Ella permanece inscrita en el cuerpo de los sobrevivientes, transmitida de generación en generación, inseparable de las trayectorias familiares e individuales que han tenido lugar desde entonces. En las zonas de colonización como en las periferias urbanas, muchos son todavía los que atribuyen su situación actual a La Violencia.

Esta memoria no es extraña a la reiniciación de la violencia a fines de los años 1970. Ella ha reforzado el imaginario social de la violencia, que incita a pensar que ias relaciones sociales y políticas son regidas constantemente por la violencia, y que ésta puede invadir de nuevo toda la escena. ¿No han alimentado este imaginario los mismos dirigentes del Frente Nacional, repitiendo sin cesar que su pacto era la única barrera contra el retorno de la violencia y de la barbarie?

Por añadidura, la memoria ha sido alimentada por muchos acontecimientos ocurridos después de 1958. Frente Nacional o no, las élites han continuado viendo en las organizaciones populares -por lo demás extremadamente frágiles- amenazas para el orden público, y a menudo continúan respondiendo a las reivindicaciones más ordinarias con un tratamiento violento. Incluso la violencia partidista continúa manifestándose con frecuencia, en forma atenuada, en el plano local. No hay entonces nada de asombroso en que numerosos colombianos estén persuadidos de que la violencia no puede tener fin y que, hacia 1978, cuando efectivamente resurgió, no hayan visto en ello sino el reinicio de la antigua violencia.

Porque no faltan las continuidades bien reales. Continuidades manifiestas: las FARC son el prolongamiento de los núcleos de autodefensa campesina; el ELN y el EPL se instalan al comienzo en zonas-refugio de La Violencia y se apoyan a veces sobre los restos de antiguas "guerrillas liberales". De la misma manera, se comprueba un recubrimiento parcial de las antiguas y de las nuevas localizaciones de la violencia. Ocurre así para las regiones de colonización, para el Tolima, Santander; algunas partes de Antioquia y de Cundinamarca. Los "sicarios" de hoy presentan muchas similitudes con los "pájaros" de ayer (26).

Pero también continuidades indirectas: entre los primeros cuadros de las guerrillas, son numerosos aquellos que se reclutan entre jóvenes cuyas familias han sido víctimas de La Violencia y que, comprometiéndose en la lucha, persiguen el proyecto de lavar a sus padres de la humillación que han sufrido, como si fuera posible retomar el curso interrumpido de los acontecimientos pasados y darles otro desenlace. Las huellas de las representaciones sociales de los años 1950 son sensibles en las representaciones de los guerrilleros de hoy. La reivindicación agraria nutre siempre la de las FARC. El viejo fundamentalismo católico aflora bajo el milenarismo del EPL y del ELN cuando pretenden engendrar "el hombre nuevo".

La memoria de La Violencia contribuye así, de múltiples maneras, a que la nueva violencia no sorprenda, a que aparezca como "normal", a que se difunda también fácilmente, a que sus dimensiones y sus retos inéditos no sean percibidos sino tardíamente. Al rnismo tiempo, impide que se opere un alineamiento masivo para un descifrarniento de lo político en términos amigo-enemigo. El traumatismo anterior está demasiado vivo para que la población se comprometa sin inquietarse en un conflicto general.

Esta población también sabe demasiado bien que la violencia no conduce necesariamente al quebrantamiento de las estructuras de dorninación, que rápidamente se convierte en un modo de funcionamiento paralelo, con sus ganadores y sus perdedores, que tienden a ser "siempre los mismos", que está destinada a fragmentarse, dando nacimiento a fenómenos locales heterogéneos que no pueden desembocar en ninguna ruptura política. Se lo verá más lejos: en ocasiones en que la opinión pública se manifiesta, lo hace rechazando toda perspectiva de enfrentamiento de conjunto. Los recuerdos de La Violencia no son lo único que está en juego. Desde la Independencia, los colombianos no saben que orden y violencia están unidos, como el revés y el derecho de la misma realidad, a falta de un principio de unidad nacional (27).

La precariedad del Estado-Nación

No se puede contentar con afirmar que la formación inacabada de la Nación es la consecuencia de las barreras geográficas que dividen el territorio y los espacios vacíos que allí subsisten. La fragmentación regional y la existencia de regiones no sometidas a la autoridad del Estado son en primer lugar el producto de procesos políticos de larga duración que marcan la historia nacional. Nos limitaremos a citar tres de esos aspectos.

Son los dos partidos, el liberal y el conservador, surgidos a mitad del siglo XIX y no el Estado, los que han definido las formas de identificación y de pertenencia colectivas, los que han dado nacimiento a subculturas transmitidas de generación en generación, los que han instaurado una división simbólica sin relación, o casi, con las divisiones sociales, los que han engendrado fronteras políticas que se han perpetuado hasta ahora. Esta división del cuerpo social ha sido lo bastante impositiva como para prohibir a los movimientos, nacionalistas, populistas, la expresión política de los conflictos de clase, lo mismo que para impedir las intervenciones de los militares, de los intelectuales o de los tecnócratas que, por lo demás, han acompañado la construcción de las unidades nacionales. Lo ha sido también bastante para que el régimen, ya sea que esté fundado sobre la hegemonía de un partido o sobre un pacto entre ambos, no disponga nunca sino de una legitimidad incierta. En fin, lo ha sido suficientemente como para que el Estado, perpetuamente repartido entre facciones y subfacciones de un partido o de los dos, no pueda considerar en forjar la sociedad, ni siquiera en reivindicar sobre ella una autoridad indiscutible.

La articulación de las economías nacionales con la economía internacional y la organización de los actores sociales a partir de derechos otorgados desde lo alto han sido, en el resto de América Latina, los otros dos fundamentos de la consolidación del Estado nacional. Nada de esto ha ocurrido en Colombia. Es con la producción del café, cuyo despegue definitivo no data sino de 1920, que Colombia se ha insertado, por lo demás modestamente, en la economía internacional. No ha tenido necesidad, a partir de la crisis de 1929, de establecer mecanismos de intervención del Estado para paliar la caída de los precios del café: Brasil se encargó de ello y por consiguiente fue más racional jugar el free rider. Esta es una de las razones que explican que se haya a continuación mantenido un estilo de gestion economica caracterizado por un débil papel del sector público.

Por lo demás, la desconfianza hacia un Estado sometido a los azares políticos y la debilidad de los sectores populares organizados, han conducido a atribuir esta gestión, no a los tecnócratas, sino a círculos surgidos del sector privado, que han contribuido mucho al estilo particular de las políticas económicas colombianas, constantemente ortodoxas y prudentes. En cuanto a los actores sociales, han permanecido situados bajo la tutela de los partidos políticos. No es sino en 1944-45 que han sido instaurados los derechos sociales que hubieran podido favorecer un reforzamiento de esos actores. La tormenta de La Violencia, que los ha arrastrado, ha decidido todo de otra manera. En esas condiciones, el reencuentro entre los actores sociales y el Estado no ha podido producirse, en detrimento de la consolidación de los primeros, pero también del segundo.

Con una sociedad dividida y fragmentada, con un Estado sin autoridad, la unidad simbólica de la Nación apenas si tenía la oportunidad de ser reconocida. El pluralismo de los partidos y de sus facciones haciendo las veces de democracia, no bastaba para suscitar un sentido de una ciudadanía común y menos todavía el de un espacio común de arreglo de los conflictos (28).

Tantos elementos que conducen a la complementaridad del orden y de la violencia. Las instituciones y la vida económica testimonian una asombrosa estabilidad. Pero las disputas entre facciones partidistas comportan su dosis de violencia potencial o real La precariedad del Estado lo condujo a que funcione de la misma manera en el caso de los enfrentamientos sociales, aquellos de las zonas centrales, pero todavía más aquellos de las inmensas zonas periféricas colonizadas a partir de 1950 por abundantes migraciones sobre las cuales el Estado no tenía ningún control, ni en su punto de partida, ni sobre todo en su punto de destino, con el riesgo, en este último caso, de dejar establecer situaciones de desorden y de violencia que llevaran a los colonos a aceptar la tutela de poderes de facto.

Accesoriamente, la precariedad del Estado permitió que el contrabando adquiriera, desde finales de los años 60, una dimensión impresionante, y esto en todos los sectores de la actividad económica, cimentándose así las destrezas que permitieron el rápido despegue del tráfico de droga a partir de 1970. En fin, la fragilidad de la unidad simbólica de la Nación contribuyó a que las delimitaciones entre lo legal y lo ilegal sigan siendo inciertas y a que el horizonte local siga siendo más concreto que el horizonte nacional.

Este contexto no implica que Colombia haya sido permanentemente el teatro de una violencia efectiva. De 1910 a 1945, conoció una historia más bien tranquila, llegando a evitar que empeoraran los intensos conflictos sociales que han sacudido las regiones cafeteras de 1925 a 1935; logrando induso una alternancia política, ciertamente al precio de una violencia que ha producido algunos miles de muertos, pero limitada en su extensión geográfica -tres departamentos- y en su duración -tres años - (29). De nuevo, de 1965 a 1977 la violencia se estabiliza en un nivel muy mediano. Pero este contexto significa que, desde el momento en que los actores deciden recurrir a la violencia, se benefician de un entorno favorable, y que, una vez iniciado el proceso, puede fácilmente difúndirse sin sorprender a nadie, como si se tratara de algo ya bien conocido.

PROTAGONISTAS, INTERACCIONES ESTRATÉGICAS, CONTEXTO DE VALORES

Es, por tanto, a los actores ligados al desencadenamiento de la violencia en 1978-80 que debemos volver. En la parte anterior hemos hecho sobre todo referencia a las guerrillas. Ellas son, efectivamente, el primer protagonista en hacer abiertamente irrupción en la escena y, durante un tiempo, la van a monopolizar con los militares y los policías. Pero hemos ya levantado la larga lista de los otros protagonistas que venían rápidamente a reunírseles.

Se podría intentar, tomándolos en cuenta, distinguir tres campos distintos de la violencia. El primero, político, con los militares, las guerrillas, los paramilitares. El segundo, construido alrededor de la economía de la droga. El tercero, articulado alrededor de las tensiones sociales, organizadas o no. Sin embargo, salta a los ojos que esta distinción es apenas satisfactoria. De hecho, todos los protagonistas intervienen en los tres campos simultáneamente. Los narcotraficantes han hecho incursiones directas en la escena política hasta 1983, a continuación han intervenido por medios indirectos. A la inversa, las guerrillas consagran una gran parte de su actividad a la captación de recursos económicos. Por lo que tiene que ver con los otros protagonistas, ellos se inscriben indiferentemente en un campo o en el otro.

En realidad, los progresos de la economía de la droga han llegado a alterar todas las separaciones bien delimitadas. Son ellos los que subtienden las interferencias entre protagonistas, ponen a su disposición recursos hasta ese momento desconocidos, provocan efectos sobre el conjunto del funcionamiento de la sociedad y de las instituciones; en una palabra, contribuyen a la formación de un nuevo contexto.

Las Interferencias

No es exagerado afirmar que las interferencias casi preceden el desarrollo de cada protagonista. Si Colombia ha llegado a ser el país soporte del tráfico de droga, no es solamente a causa de las tradiciones de contrabando o de la existencia de territorios « Vacíos »: es sobre todo porque la presencia crónica de las guerrillas diseñó un conjunto de endaves en los cuales la economía de la droga podía desarrollarse sin temer las incursiones de las Fuerzas Armadas. Es necesario, ciertamente, aportar matices a esta afirmación, recordar que hay regiones donde el cultivo de la droga se ha establecido sin que las guerrillas estén todavía allí instaladas y otras donde ya lo estaban. La diferencia es completamente relativa, pues pronto las guerrillas se instalaron en las primeras(30).

La existencia de fuerzas insurgentes asegura la protección de la economía ilegal. La recíproca es cierta: en la medida en que Colombia cerraba los ojos al despegue de la nueva economía, las guerrillas se beneficiaban de una considerable tranquilidad en las zonas donde los cultivos prosperaban. Esto que vale para comienzos de los años 80 continúa siendo cierto para los años recientes. Basta observar la manera como la guerrilla ha apadrinado las grandes manifestaciones de cultivadores de coca en el Guaviare y el Putumayo, a finales de 1994 y comienzos de 1995, contra el programa de erradicación de cultivos de coca anunciado por el gobierno de E. Samper. Las dos ilegalidades se refuerzan permanentemente una a otra.

El desarrollo de las organicaciones paramilitares no puede seguir siendo analizado por fuera de la difusión del tráfico de dioga. Son los narcotraficantes quienes establecieron, en 1981, la primera de esas organizaciones, el MAS (31) y que, en seguida, han asegurado su multiplicación. Gonzalo Rodriguez Gacha, miembro del cartel de Medellín muerto en 1989, ha dirigido la "reconquista" de la región del Magdalena Medio y ha hecho de Puerto Boyacá el epicentro de la "Colombia libre". Fidel Castaño, durante un tiempo aliado de Pablo Escobar y luego su adversario más resuelto, está en el origen de numerosas masacres perpretadas en la región de Urabá contra supuestos simpatizantes de la guerrilla En cuanto a las bandas de sicarios de Medellín, ante todo se han constituido para servir a los proyectos de Pablo Escobar.

Pero las organizaciones paramilitares han sido también el producto de la cooperación que se ha establecido entre numerosos militares y los narcotraficantes frente a las guerrillas. Hasta 1989, esta cooperación se ha realizado casi abiertamente. Es bajo la égida de los militares y de Gonzalo Rodríguez Gacha que es creada, en Puerto Boyacá, una escuela de formación de paramilitares que ha incluso contratado los servicios de mercenarios ingleses e israelitas (32). Escuelas parecidas existen en otras partes, por ejemplo en el Meta donde se benefician del apoyo de Víctor Carranza, el gran patrón de las esmeraldas. Sirviéndose de los paramilitares, los militares se daban los medios de librar sin grandes costos la guerra sucia" Un partido legal, la Unión Patriótica, organizado en 1985 por las FARC-EP y el partido comunista, será uno de los blancos privilegiados, siendo asesinados más de 1500 de sus cuadros y militantes.

Los pactos entre los narcotraficantes y los actores institucionales no son menos evidentes. El gobierno ha ayudado al lavado del dinero de la droga, abriendo, en primer lugar; una ventanilla especial en el Banco de la República con ese fin, y procediendo en seguida a numerosas "amnistías fiscales". Los candidatos a elecciones han recibido el apoyo financiero de los narcotraficantes. Los militares han "dejado pasar" la droga. La corrupción se ha instalado.

La multiplicación de las organizaciones armadas está ligada a todos los otros actores. El M-19 había abierto la vía en 1984 con los "campamentos urbanos". En 1985 la policía sostenía numerosos grupos, entre los cuales algunos se consagraban, especialmente en Cali, a la "limpieza urbana". Hacia 1985, el cartel de Medellín organizó sus redes jerarquizadas de sicarios. A partir de finales de los años 80, las FARC-EP y el ELN comenzaron a crear, un poco en todas partes, milicias urbanas. Numerosos de esos grupos derivaban en seguida a la delincuencia pura y simple. Así se establecía, con procedencias diversas, el contexto de la violencia urbana.

Estas interferencias no significan alianzas necesariamente estables. Pueden muy bien traducirse en una mezda de cooperación y enfrentamierto. Es el caso para las relaciones entre guerrillas y organización de narcotraficantes. Según las regiones, cambian de un ex~mo al otro. En las zonas de cultivo o transformación de la droga, prevalece la cooperación Las FARC-EP participan en la vigilancia de los laboratorios y de las pistas de aterrizaje dandestinas.

En 1984, la captura de un gigantesco complejo de refinación de la coca, Tranquilandia, situado en los territorios amazónicos, dio la ocasión de comprobar esta colaboración de las FARC-EP. No era un hecho puntual. En el Amazonas, los laboratorios están siempre bajo la doble protección de rmresentantes de los narcotraficantes y de las guerrillas, controlándose unos y otros. Una tal coparticipación no está, evidentemente, exenta de litigios. Uno de ellos debió decidir a Gonzalo Rodriguez Gacha a forjar su organización paramilitar y a lanzarla en la campaña de exterminio de los cuadros de la izquierda. Pero la cooperación local sigue siendo ineluctable. A la inversa, en las regiones de agricultura comercial, guerrillas y narcotraficantes están en situación de confrontación permanente. Pues los narcotraficantes, que han comprado millones de hectáreas de las mejores tierras, se encuentran allí, como todos los otros grandes hacendados, expuestos a las exacciones de las guerrillas. Entonces ellos patrocinan grupos armados destinados a golpear a sus adversarios. Se pasa así de las interferencias a las interacciones estratégicas.

Implícitamente ocurre lo mismo en las relaciones entre todos los protagonistas. Las fuerzas del orden se han apoyado en el cartel de Cali para combatir al cartel de Medellín. Los grupos paramilitares pasan a veces de la alianza con las fuerzas del orden al enfrentamiento. Las guerrillas combaten a menudo a los grupos de delincuencia organizada, pero a veces apelan a ellos para llevar a cabo los secuestros. Acuerdos todavía más sutiles intervienen en los lugares estratégicos. Es así como el puerto de Turbo, en el Urabá, utilizado para la exportación de una parte de la droga y para la importación de armas, es controlado tanto por las FARC-EP y el ELN como por los paramilitares y los militares. Unos y otros respetan, adelantando una lucha sin cuartel, un modus vivendi en el dominio de las operaciones "comerciales".

De todas maneras, la "corrupción" suscita solidaridades implícitas entre todos los sectores. Las interacciones estratégicas tienen por telón de fondo especialmente las rivalidades relativas a la apropiación de los recursos económicos.

Las transacciones alrededor de la apropiación de recursos

La economía de la droga está también en la base de la reconversión estratégica de muchos protagonistas. La expansión de la guerrilla, a comienzos de los años 80, no se explica sino se toman en cuenta los ingresos ligados a su control de los territorios de cultivo y transformación de la coca. El gramaje, impuesto del 100% operado sobre los cultivadores, las tasas sobre los colectores y los transportadores, aseguran ingresos considerables (33). Las guerrillas no son las únicas beneficiadas. La buena marcha del trafico implica otras colaboraciones.

Hemos visto precedentemente que las guerrillas habían extendido el modelo a la mayor parte de los recursos mineros y agrícolas y acabamos de evocar las inversiones de los narcotraficantes en la ganadería y la agricultura. Podríamos proporcionar muchas otras ilustraciones. El hecho es que los protagonistas de la violencia no carecen de recursos financieros. No hace falta decirlo para los narcotraficantes. Pero las guerrillas no se pueden quejar. Según un informe difundido en 1995 (34), las FARC habrían pasado de 200 mil millones de pesos en 1993 a 269 en 1994, de los cuales 140 provendrían de actividades ligadas a la droga, 35 de los "impuestos", 60 del pago de rescates por secuestrados, 10 del descuento sobre el gasto público. Las guerrillas del ELN habrían progresado, en la misma época, de 88.9 mil millones a 211 (35). Estas cifras, que sin duda deben ser manejadas con precaución, dan una idea de la potencia financiera de las guerrillas. Nos contentaremos con evocar algunas consecuencias generales de estas estrategias de apropiación de recursos.

En primer lugar se produjo un desplazamiento de los retos estratégicos de algunos protagonistas políticos, para comenzar por la guerrilla. El control de los recursos se convierte en un objetivo específico, pero constituye también un medio de acumular poder político porque implica la puesta bajo tutela de poblaciones y territorios y proporciona un medio considerable de presión sobre las élites dirigentes, económicas y políticas. No obstante, implica el riesgo de una confusión de los puntos de referencia, desde el momento en que este objetivo toma el aspecto de un fin en sí. Las FARC-EP han debido llamar al orden, después de 1982, a algunos frentes y promover nuevos mecanismos de centralización de las finanzas. Sin embargo, no han llegado a borrar la diferenciación entre frentes ricos y frentes pobres.

En el seno del ELN, el fenómeno es todavía más nítido. El frente Domingo Laín, establecido en las zonas de producción petrolera del Casanare, dispone de medios financieros que lo llevan a proclamar su autonomía. En segundo lugar las interacciones estratégicas se traducen en el conjunto de las transacciones económicas. Ciertamente, la economía en su conjunto no sufre sino moderadamente estas condiciones. Hay entonces lugar para suponer que los protagonistas realizan descuentos sin poner radicalmente en cuestión los principios de racionalidad capitalista. Los costos de transacción se acrecientan pero no impiden que los intercambios se sigan dando. Son raras las grandes empresas que han sido llevadas a la quiebra. Un fuerte porcentaje de propietarios deben consentir en pagar el impuesto revolucionario y/o el impuesto paramilitar. Su nivel puede ser exorbitante, sobre todo cuando las guerrillas recurren también a los secuestros con rescates. Los propietarios pueden ser obligados a vender sus bienes en condiciones catastróficas. Pero pueden también, cuando están en regla; ser protegidos, incluso de las reivindicaciones de los campesinos.

En el Cauca, departamento de fuertes conflictos por la tierra, se ha visto a las FARC-EP defenderlos de los movimientos indígena-campesinos. En ultimo lugar, se asiste así a una mutación parcial de la economía de mercado (36). De una parte, las reglas del mercado se combinan con la atención a las relaciones de fuerza. De otra parte, la confianza es sustituida por la desconfianza, lo que conduce a comportamientos de gestión destinados a minimizar los riesgos que de allí se desprenden(37).

Existe una ilustración precisa de una economía funcionando sobre la base de la desconfianza, aquella de la producción de esmeraldas. La zona esmeraldífera ha sido el teatro de una guerra sin cuartel de 1984 a 1992, siendo responsable de 3000 muertes entre los dos campos que se disputaban su control, uno de los cuales, por lo demás, hizo alianza con la organización de Gonzalo Rodríguez Gacha, ligado al Cartel de Medellín. Vuelta la paz, el problema ha sido definir procedimientos para administrar relaciones de desconfianza. Estos procedimientos han consistido en un sistema de control recíproco mediante el cual cada uno de los dos antiguos campos se hace representar en cada etapa de la actividad, desde el trabajo de excavación hasta el trabajo de clasificación, por dos delegados que se vigilan uno a otro y vigilan a los dos delegados del otro campo.

Este procedimiento de "dos frente a dos" en todos los planos ofrece un ejemplo de racionalidad en situación de desconfianza. El se aplica igualmente, entre guerrillas y narco-traficantes, para la protección de laboratorios. Pero el manejo de relaciones de desconfianza prevalece más allá de estos casos particulares. Ningún sector ni ningún individuo puede sustraerse a él. Alterada la noción de contrato, debe incluir la evaluación de los azares susceptibles de intervenir (38). Son innumerables las historias de individuos que, habiendo concluido negocios fabulosos, cayeron de inmediato en la cuenta de que el contratante, eventualmente un narcotraficante, disponía de los medios para no cumplir el contrato, y que, en ese caso, la justicia no era de ninguna utilidad.

La mutación de valores

El viejo orden moral, del cual la Iglesia era el escudo, se ha derrumbado a finales de los años 60 y no ha sido reemplazado por nada. La política ha dejado de suscitar pasiones. El deseo de acceso al consumo no ha sido sino rara vez satisfecho, incluso si el rebusque -arte tradicional de actuar con astucia con las normas y las circunstancias-, en adelante adornado con los colores de la modernidad, ha permitido a veces alcanzarlo por vías indirectas. El decorado estaba instalado para que la economía de la droga nutra los sueños.

Algunos autores han mencionado "la cultura del tráfico de la droga'; refiriéndose ante todo al universo de los jóvenes de Medellín, el de los sicarios, el de las milicias populares y el de diversos tipos de bandas (39). Esta cultura aparece, a la vez, como moderna y tradicional. Moderna, pues subvierte el sentido de las antiguas jerarquías. El "éxito" de Pablo Escobar ofrece el ejemplo de una manera de forzar al destino; y su "asesinato" es sentido como una demostración de la rabia de la antigua sociedad hacia los nuevos ricos. Ella presta a las series americanas de televisión las maneras de ser, las normas de consumo, los gustos musicales, las puestas en escena de la violencia. Ella manifiesta el desprecio hacia el trabajo ordinario, aquel de los padres, presentes o ausentes, que se han humillado y plegado a las disciplinas impuestas.

Tradicional, pues está impregnada de religiosidad y de nostalgia de una cultura antioqueña más o menos imaginaria. Pablo Escobar; en eso también, ha dado el ejemplo, ya que se quería el restaurador de una y otra. El culto que los jóvenes sicarios consagran a su madre y a la Virgen, muestra la persistencia de la religiosidad popular incluso retocada. La tradición religiosa se hace también visible en el sentido de la fatalidad. Condenados a morir precozmente, los jóvenes sicarios hacen del dinero el signo de la fugacidad de la vida. Él está en la base de un juego que no tiene otra ley que aquella del "quien gana, pierde".

Esta descripción podría tener sólo un alcance limitado. Sin embargo, más de un millón de personas viven, directa o indirectamente, de la droga. A partir de la elevación de los precios de la coca en 1982, y de nuevo en 1992, surgieron mares de dinero. En las zonas de cultivo, el gasto ostentoso es socialmente de rigor. Se establece una equivalencia entre el dinero y la muerte: la vida se gasta como el dinero. Las borracheras proporcionan la ocasión para exhibir una virilidad y un honor que no se afirman sino por la disposición para afrontar la muerte. O sea que las interacciones cotidianas están sometidas a rituales fundados sobre la violencia.

En realidad, todas las estructuras sociales están afectadas por el impacto de la economía de la droga. Nuevos ricos conocen (sic) ascensos sociales fulminantes, viejas familias de notables pierden rápidamente su estatus económico y social. En el seno de las mismas familias, se yuxtaponen las trayectorias más opuestas. Numerosos son los casos de retoños de las grandes familias que se han arriesgado en la nueva actividad. Obispos o sacerdotes aceptan el dinero sucio para ponerlo al servicio de sus buenas obras, y los políticos para financiar sus campañas. Decir que se trata de "corrupción" es volver a simplificar el problema. El hecho esencial está en otra parte. Reside en la ausencia de una opinión pública sobre el tema de la droga. Más adelante volveremos sobre ello.

REDES DE DOMINIO Y MICRO-REGULACIONES

Acerca de los actores sociales de las redes

La violencia actual no se articula más ni con actores sociales ni con identidades colectivas.

No han faltado autores que han intentado poner en relación conflictos sociales y violencia. Hay efectivamente numerosas regiones donde una tal relación ha podido existir, tales como el Urabá con los conflictos entre trabajadores y propietarios de las plantaciones de banano, el Cauca con los enfrentamientos por la tierra, los departamentos atlánticos con las relaciones difíciles entre grandes ganaderos y colonos, las zonas mineras con las presiones de las poblaciones flotantes sobre las empresas. En todas partes se pueden encontrar -eso va de suyo- muchas formas de conflictualidad más o menos estructurada. Con todo, son raros los casos donde los conflictos se anudan alrededor de actores sociales sólidamente constituidos. Esa es incluso una de las razones por las cuales, como se ha visto, actores políticos como las guerrillas han podido instalarse fácilmente al comienzo.

Pero allí donde existían verdaderas tradiciones de organización sindical o campesina, casi siempre se han instalado con dificultad. Desde el momento en que la adhesión o no a las perspectivas de la lucha armada se ha impuesto como un criterio de diferenciación política, la mayor parte de los actores sociales han sido condenados ya sea a renunciar a sus reivindicaciones, ya sea a subordinarse a los actores armados. Con la generalización de la violencia, este proceso se ha acelerado aún más y los actores sociales sobrevivientes han acabado por perder toda autonomía. Sin duda, las guerrillas a veces movilizan a la población tomando en cuenta sus demandas. Es así como, en 1985, han permitido a los trabajadores bananeros de Urabá beneficiarse inesperadamente de mejores convenciones colectivas agrarias. En 1987 y 1988 han arrastrado a vastas "marchas" a los campesinos de numerosas regiones privadas de infraestructuras de base.

Sin embargo, estas acciones apenas si pueden repetirse. La población es muy pronto sensible a los riesgos corridos y al desvío de sus demandas en provecho de los objetivos de las guerrillas. Prolongándose la violencia, las guerrillas, que privilegian la estrategia de control de los recursos, abandonan la responsabilidad de los conflictos sociales clásicos. El impacto de la violencia, que quiebra las organizaciones independientes, hace el resto.

Sin embargo, la conflictualidad social no desaparece. En un sentido, es más perceptible que nunca. La creación de bandas armadas en numerosos barrios urbanos se apoya en ella. Pero es una conflictualidad fragmentada. Traduce tanto la desagregación bajo el efecto de la violencia, como un antagonismo que se expresa en la rabia. Toma la forma de la lucha contra el vecino o el prójimo y termina por romper los lazos sociales.

Es completamente en vano encerrar en la violencia las huellas de las identidades culturales. Los sentimientos y los prejuicios regionales o locales existen, pero apenas sí han tenido parte en la violencia. La única excepción es, sin duda, la reivindicación de su identidad por las poblaciones indígenas, en particular las del Cauca, y, en menor medida, de otras regiones. Pero, sobre todo, los indígenas del Cauca han adelantado acciones reivindicativas y han manifestado, incluso por la vía de su afirmación cultural, su ambición modernizadora (40). Si han constituido su propia guerrilla, el Quintín Lame, fue ante todo para defenderse contra las incursiones de otras organizaciones armadas.

Se llega así a una observación esencial para comprender la violencia. Ni el recubrimiento de los conflictos sociales por otros conflictos, ni la debilidad de las identidades "culturales" son fenómenos nuevos. Se lo conoce bien: todo el país estaba parcelado, hasta hace poco, por las redes de los partidos tradicionales que, combinando las gratificaciones selectivas, las identificaciones expresivas y la sumisión a las presiones difusas, constituían una defensa sólida contra las formas de acción colectiva autónoma, definían los retos particulares, instauraban una relación instrumental con la política.

Las redes actuales, administradas por los protagonistas de la violencia, ciertamente se diferencian de aquella por un uso abierto y sin reserva del terror y esto es un cambio notable. Pero desde muchos aspectos, ellas se establecen según el modelo de las antiguas redes, ya sea que se combinen con ellas o las sustituyan. Un estudio sobre el Arauca -que se ha convertido, desde hace diez años, en una de las principales zonas petroleras- muestra con razón una cierta continuidad entre las tradicionales formas de dominio partidista, que comportaban una buena dosis de violencia, y las nuevas formas de dominio implantadas por las guerrillas, ELN y FARC-EP incluso si éstas recurren a una violencia bastante considerable (41).

La diferencia entre las redes políticas antiguas y las redes de dominio actuales no reside solamente en el nivel de violencia puesto en obra. Ella reenvía también a su propio horizonte. Su poder le viene también de su capacidad para despojar a las poblaciones sometidas de los más amplios puntos de referencia que pudieran tener. Ellas privan la referencia a lo político de toda pertinencia. No obstante, sus formas de dominio están lejos de ser todas idénticas. Ellas varían según los lugares y los momentos. Son estas modalidades las que vamos a examinar.

Las situaciones de pacto hobbesiano

Puede ocurrir que los habitantes de una zona acepten voluntariamente renunciar a la libertad a cambio de la seguridad. Tal es la situación en innumerables zonas aisladas de cultivo de la droga que, después del flujo monetario, han sido confrontadas, en un primer tiempo, con una violencia desorganizada de gran amplitud. Tal es también la situación en muchos otros polos de producción de riquezas, como el de las esmeraldas u otros. Frente a una situación de anomia, la población puede acoger favorablemente el "orden" que las guerrillas u otras organizaciones implanten. No es un azar si, en primer lugar, las poblaciones atribuyen a estas organizaciones el mérito de "hacer justicia según un código más o menos preciso y develar porque las transacciones se hagan en el marco de regulaciones estables.

En este caso, la afiliación a estas organizaciones no reposa sobre una adhesión ideológica. Sin duda, se puede producir una interiorización progresiva de las normas. Sin embargo, la adhesión presenta a menudo un carácter sobre todo instrumental. En muchas zonas, no solamente aquellas de cultivo de la droga, el acceso al mercado de trabajo supone la aceptación, por lo menos pasiva, de la tutela de la organización armada.

Las guerrillas imponen así una especie de cláusula de closed shop, como en las plantaciones de banano de Urabá y algunas empresas de Barrancabermeja (uno de los centros de refinación petrolera); los grupos paramilitares hacen lo propio en Puerto Boyacá. Sin contar conque la violencia engendra su propio mercado de trabajo, y no solamente bajo la forma de reclutamiento de los grupos armados. Por ejemplo, los atentados en serie realizados por el ELN contra el principal oleoducto, se han convertido en un medio para hacer contratar numerosas personas para limpiar las áreas polucionadas: va de suyo que, a cambio, el ELN espera la lealtad de los beneficiarios de estos empleos ocasionales.

Así establecido, el pacto no deja, sin embargo, de ser frágil. El costo puede llegar a ser excesivo. Que las organizaciones cometan abusos o que adopten sanciones que parezcan excesivas, y el acuerdo inicial cede el puesto a la simple adaptación al contexto de coacción. Puede también ocurrir que la población se pase al campo enemigo, que es lo que ha ocurrido a comienzos de los años 80 con la región de Puerto Boyacá, hasta ese momento controlada por un frente de las FARC cuyas exacciones exageradas han facilitado el relevo por los paramilitares que reinan desde entonces. De todas maneras, la adhesión activa llega a ser problemática cuando el monopolio de una organización es cuestionado por una organización opuesta. Ahora bien, es esta situación de competencia la que prevalece en adelante un poco en todas partes.

Redes de dominio, territorios, estrategias individuales de adaptación

Desde el momento en que muchas redes se disputan un mismo territorio, la población, tomada entre muchos fuegos, es llevada a medir sus compromisos en función de los riesgos. Ya no es asunto de consentimiento, o en todo caso lo es raramente. Es el terror, o su amenaza, el que hace las veces de orden. Fronteras invisibles atraviesan cada zona, marcan los limites inestables de la influencia de unos y otros.

En Urabá, estas fronteras pasan a través de cada corregimiento y entre las fincas bananeras. En Barrancabermeja, pasan entre los barrios, según que "pertenezcan" al ELN, a las FARC-EP o a los paramilitares. Se trata allí de redes políticas. Una situación comparable existe en las zonas disputadas por muchas redes de narcotraficantes.

Ocurre -y es un caso cada vez más frecuente en las ciudades- que la formación de fronteras constituye la manera mediante la cual se afirma el « poder » de redes, por lo demás sin finalidad política ni económica. Las milicias de los barrios de clases medias o populares de Medellín o Bogotá, que tienen vínculos cada vez más laxos con los grandes protagonistas, exhiben su potencia encerrando un barrio, incluso una cuadra, imponiendo allí una disciplina, pretendiendo ponerla al abrigo de las bandas de delincuentes, a riesgo de desplazarse también ellas rápidamente hacia la delincuencia. Se establece así un esquema circular donde la desorganización social engendra una violencia que apela a la implantación de redes de dominio, que pronto impondrán su propia violencia.

A medida que el cerco de la sociedad por las redes se extiende, la dimensión de éstas tiende a disminuir. Se puede preguntar sobre la cohesión de los frentes de guerrilla. No se puede dudar de la dispersión de las redes ligadas al narcotráfico.

Los famosos carteles de Medellín o de Cali presentaban una fachada de unidad cuando se trataba de hacer presión sobre las autoridades políticas, pero desde el punto de vista económico no fueron nunca sino la conjunción de circuitos, por lo demás muy autónomos. La muerte y el aprisionamiento de sus dirigentes han dejado el campo libre para nuevos empresarios que han encontrado en la amapola y la heroína otra fuente de ingresos y que han instalado sus propias redes de dominio, como se comprueba en el norte del departamento del Valle del Cauca y en los antiguos dominios de los carteles. Las milicias de barrio no son sino una manifestación más de esta fragmentación general.

Que la coacción es el instrumento principal de estas redes, lo prueba el sometimiento de la población a la ley del silencio. Toda expresión colectiva está prohibida. Antes de que la violencia se generalizara existían, hasta en las zonas más alejadas, tradiciones de auto-organización alrededor de líderes "cívicos". Si zonas donde no falta el dinero presentan frecuentemente un estado de abandono total, es porque no pueden surgir líderes sin ser obligados de inmediato a aliarse a una u otra organización, corriendo además el riesgo de ser asesinados.

Ciertamente ha ocurrido que se produzcan protestas colectivas cuando los excesos de la violencia parecen de pronto intolerables. Bajo la protección de sacerdotes, el corregimiento La India de Cimitarra, disputado por los paramilitares y la guerrilla, se ha esforzado por obtener, en 1989, que los dos protagonistas respeten la "neutralidad" del caserío: la experiencia ha terminado en una catástrofe y las masacres han aumentado todavía más (42). Desde hace algún tiempo, los alcaldes cívicos se empeñan a su turno en arrancar a las partes en conflicto un modus vivendi comparable, como en Apartadó, principal ciudad del Urabá: hasta el momento, sus tentativas han terminado bruscamente. Los procesos de violencia no se acomodan a "terceros". Aquellos que han querido asumir ese rol han sido sus primeras víctimas.

El reverso de la ley del silencio consiste en el repliegue forzado sobre estrategias puramente individuales. La paradoja, que no es sólo una, es que las situaciones de terror se traducen en el repliegue de todos en los "intereses" individuales inmediatos. Cada uno es llevado a evaluar por su cuenta los peligros corridos, la ventaja que puede haber en permanecer en el lugar o en partir La desconfianza se instala en las relaciones interindividuales. Los individuos son abandonados a la alternativa de someterse o ser sancionados.

Si los militares consiguen a menudo, en zonas de gran violencia, la unanimidad contra ellos, no es solamente en razón de sus excesos. Es también porque no hacen allí sino incursiones pasajeras y no instalan redes estables de dominio, salvo para confiarlas a los paramilitares. En esas condiciones, la población paga los costos del terror sin por lo menos poder esperar el beneficio de una "protección". No es un azar si los militares organizan en adelante "cooperativas de seguridad", que quieren imitar las rondas campesinas peruanas. Es una manera de disponer de sus propias redes.

Prosaísmo y crueldad de las interacciones estratégicas

Se está bien lejos de la primera violencia y de la omnipresencia de una división « amigo-enemigo », más lejos todavía de la guerra "sagrada" librada entonces por los conservadores. Las confrontaciones tienen ahora sin cesar contornos cambiantes y se combinan con las transacciones más prosaicas. Convirtiéndose el control de los recursos en un medio estratégico central, el terror hace las veces de convicción, el prosaísmo dirige las acciones.

Su basamento sociológico no tiene nada en común con aquel de los años 70. Los jóvenes guerrilleros, voluntarios lo más a menudo, a veces reclutados a la fuerza, veían en la lucha armada un modo de vida como cualquier otro. Las tradiciones familiares, los recuerdos de la otra violencia, los abusos de las fuerzas del orden, sin duda pueden incitarlos a adherir; pero todavía más la atracción del status social del guerrillero, el deseo de escapar a la condición campesina, el prestigio de los "comandantes" que contrasta con la debilidad de los padres.

La formación política está prácticamente ausente y las marcas de las jerarquías sociales tradicionales siguen siendo a menudo perceptibles. Durante su última etapa, el M-19 daba la imagen, desde muchos aspectos, de una sociedad de clases, con su aristocracia salida de los mejores colegios de Cali, su clase media y su infantería, formada por jóvenes analfabetos de origen indígena.

En el seno de las FARC-EP prevalecen las relaciones autoritarias, así como formas de disciplina y de sanción que reproducen, de manera aún más brutal, aquellas que reinan en el Ejército. Tampoco faltan los riesgos. Si la tragedia de la guerrilla Ricardo Franco es sin duda excepcional, sus jefes, temiendo "infiltraciones", han liquidado en 1987 a sus tropas: más de 200 personas (43), entre las cuales, un gran número de adolescentes de extracción indígena-, no faltan las depuraciones en la historia de las FARC-EP y del ELN. La situación de guerrilla crónica, sin proyecto político visible, sin apoyo de la opinión y sin término previsible, no puede darse sin sobresaltos.

Esto permite comprender el que muchos guerrilleros hayan podido abandonar la lucha, pasar al servicio de los narcotraficantes o de la delincuencia común y también a menudo, unirse al otro lado, el de los paramilitares. Son innumerables los jefes de los paramilitares que han hecho sus primeras armas en la guerrilla.

El prosaísmo de la violencia, que conduce a que las diferencias entre unos y otros puedan parecer borrosas, está también allí en causa. El prosaísmo aparece hasta en los métodos empleados por todos los protagonistas. Hemos mencionado la rutinización de la práctica de los secuestros por las guerrillas. Pero ellas no tienen su monopolio. Los narcotraficantes apelan abundantemente a él, las bandas de delincuencia organizada lo utilizan, los miembros de una misma familia o de un mismo barrio se entregan a veces a él en caso de litigio, los militares utilizan las "desapariciones". El secuestro traduce bastante bien el prosaísmo de la violencia. Golpea un poco en todas partes, conduce a menudo a transacciones discretas, no tiene sino una visibilidad global limitada, pues toca a los individuos. Para las empresas más expuestas, se trata de otro costo de la economía de la desconfianza que debe ser reducido, lo más posible, por « acuerdos » preventivos.

Los secuestros muestran, sobre todo, que la crueldad hace parte de las interacciones. Se podría pensar que, en oposición a la violencia ideológica, la violencia prosaica puede dispensarse del uso de la crueldad. No ocurre nada de ello. Ciertamente, la crueldad no reviste los mismos aspectos que durante La Violencia. Es mucho más raro que los protagonistas se las ingenien para inscribirla sobre el cuerpo según códigos precisos. El machete ha sido reemplazado por el arma de fuego, que no permite materializar de la misma manera la violencia.

Sin embargo, algunos rituales de La Violencia permanecen, tal como el envío de mensajes graduados de amenaza (los sufragios). Pero los referentes simbólicos han cambiado. Son aquellos de la sociedad de consumo y de las telenovelas americanas, donde la cantidad se convierte en el verdadero signo de la crueldad. Las "masacres colectivas" son promovidas en el lenguaje codificado de la violencia (44). Salvo casos excepcionales, producen un número « convencional » de víctimas, de cinco a quince personas, según el "mensaje" que es entregado. A menudo, se encadenan una después de otra, en una lógica pervertida del don y del contra-don. Uno de los últimos episodios es el de las masacres sucesivas que han marcado, en los meses de agosto y septiembre de 1995, la exacerbación del conflicto entre las FARC-EP y los grupos armados del partido Esperanza, Paz y Libertad (45) por el control de la zona bananera de Urabá.

Si el prosaísmo se entiende bien con la crueldad, es porque los protagonistas de la violencia casi nunca se enfrentan directamente entre sí. Apenas si se ha asistido a combates entre paramilitares y guerrillas. Las confrontaciones se hacen por interpuesta población civil, y es mediante el terror ejercido sobre la población que los protagonistas se esfuerzan en modificar las fronteras de las redes de dominio y de tomar el control de nuevos territorios.

Esto es válido para los enfrentamientos locales, pero es igualmente válido en el marco de las estrategias de envergadura nacional. El asesinato de más de 1500 miembros de la Unión Patriótica, al cual hemos hecho alusión más arriba, proporciona la demostración más evidente de ello. Ese partido legal, creado -recordémoslo- por iniciativa de las FARC-EP y del partido comunista después del cese al fuego acordado en 1984 con el gobierno de Belisario Betancur, parecía abrir las perspectivas de una negociación más amplia. El surgimiento de fuerzas paramilitares y el endurecimiento de las FARC-EP, lo destinaban a no ser sino un blanco fácil. No es dudoso que otros sectores se hayan sentido aliviados por la eliminación del que hubiera podido llegar a ser el eje de una oposición política radical. El terror encaja bien, en este caso, en un proyecto político global.

De la dislocación de la opinión pública a la imposibilidad de la "puesta en sentido"

Fuera de algunos momentos excepcionales, nunca la opinión pública ha llegado a constituirse en un componente especifico de la vida política. Los partidos políticos han entrabado su expresión, reemplazados por medios de difusión estrechamente sometidos a los diversos clanes asociados al Frente Nacional.

No obstante, a veces una opinión pública difusa se ha manifestado frente a la violencia, menos para rechazarla en cuanto tal que para rechazar toda medida que tendiera a su polarización. Es así como ha reaccionado de manera hostil cada vez que los gobernantes consideraban una guerra abierta contra uno u otro de los protagonistas armados. Así ha ocurrido en 1989-90 en el momento en que Virgilio Barco, después del asesinato de Luis Carlos Galán, declara la « guerra » contra los narcotraficantes. De todas partes se elevan entonces voces para denunciar lo absurdo de una tal orientación.

Por el contrario, la opinión aplaudió la política de su sucesor, C. Gaviria, quien apuntó a una negociación implícita con el cartel de Medellín con el fin de obtener su sometimiento a la justicia. Pero cuando el mismo Gaviria proclama en 1992 la "guerra integral" contra las guerrillas, después de que las negociaciones terminaron bruscamente, la opinión pública estuvo pronta a cuestionar su enceguecimiento. Si es que hay opinión pública, ella se expresa en una oposición a toda escalada a los extremos. Por lo demás, después de 1982, cada vez que un candidato « duro », civil o militar de la reserva, ha probado suerte en una elección presidencial, ha sufrido una derrota apabullante.

Se pueden encontrar buenas razones para esta desconfianza hacia las soluciones de fuerza. De una parte, los colombianos se han habituado a las transacciones como modo de gestión política. De otra parte, tienen suficiente experiencia como para saber que las proclamas belicosas raramente son seguidas por los resultados previstos. De hecho, la "guerra" de Barco ha terminado en un fiasco; la toma de la Uribe, cuartel general de las FARC-EP a fines de 1990, presentada por los militares como una etapa decisiva hacia la derrota de las guerrillas, no ha tenido otro efecto que extender todavía más el campo de acción de éstas últimas; y la guerra integral lanzada en 1992, no ha impedido sus avances territoriales.

Pero la preferencia por las soluciones negociadas proviene también del desasosiego de la opinión frente a los problemas más agudos, el de la droga y el de las guerrillas. Un desasosiego que a menudo se parece a un verdadero renunciamiento.

Especialmente, la crisis actual de la opinión pública no puede ser separada de la cuestión de la droga. Se trata simplemente de un aspecto de la realidad que no da lugar a tomas de posición como si él no dependiera de decisiones políticas colombianas. Sin duda los políticos y algunos intelectuales debaten de modo recurrente a propósito del papel que compete, respectivamente, a los mercados consumidores y a los países productores, como a propósito de los efectos perversos de la prohibición y de la hipocresía de los países centrales.

No está en nuestro propósito entrar en esta discusión. Solamente comprobamos que, fundados o no, esos argumentos vuelven a dar la impresión de esperar el fin de la violencia de un cambio de la política norteamericana y mientras la economía de la droga amenace a las instituciones y a las estructuras sociales colombianas, a no definir ninguna estrategia nacional, a justificar los aplazamientos de los gobiernos colombianos, y finalmente, a condenar a la opinión pública al silencio. En cuanto a las transacciones a lo Gaviria, sus limites se han manifestado pronto: los resultados a corto término tienen por precio una pérdida todavía más fuerte de la credibilidad en las instituciones.

La dislocación de la opinión reside también en el hecho de que las acciones ordinarias de crueldad no llaman más la atención. Las sensibilidades se han embotado. Es necesario que esas acciones sean particularmente espectaculares para suscitar un sobresalto. En la opinión se establece una especie de clasificación oficiosa, fundada no solamente en la cantidad de víctimas o en su notoriedad; sino también en la trama supuesta en la cual se inscriben.

Unas son vividas como inherentes a las interacciones estratégicas "normales": los arreglos de cuentas entre grupos de narcotraficantes o los enfrentamientos entre guerrillas y paramilitares, incluso si se hacen por interpuesta población civil, casi no provocan emoción, sobre todo cuando son perpetradas en regiones periféricas, salvo cuando parecen "desmesuradas".

Otras despiertan la indignación pero sin embargo no dejan de ser sentidas como asociadas a interacciones estratégicas "excepcionales": la mayor parte de los "magnicidios" corresponden a esta categoría porque, destinados a forzar al gobierno a « transigir », no cierran toda salida. Otros provocan un corte en función de criterios políticos. Es el caso de los excesos de las Fuerzas del Orden, de un lado, de las guerrillas, del otro; los medios de comunicación no se preocupan de los primeros, las corrientes políticas de izquierda, incluidos allí los "comités de defensa de los derechos del hombre"; se han demorado en inquietarse por los segundos.

Son muy raros los actos que provocan un choque lo suficientemente general como para obligar a ver; detrás de las transacciones estratégicas, la dimensión de barbarie que las subtiende: la masacre del Palacio de Justicia, el asesinato de Luis Carlos Galán, los atentados del cartel de Medellín pertenecen sin duda a ese caso. Una vez más, rápidamente han sido recubiertos por otros acontecimientos.

Las incertidumbres de la opinión no residen solamente en la rutina. Ellas residen también en el hecho de que el origen de muchas acciones nunca es verdaderamente dilucidado. Las carencias del aparato judicial tienen, ciertamente, su parte de responsabilidad en esta situación. Pero las colusiones entre protagonistas heterogéneos cuentan mucho más. Incluso cuando un culpable es señalado, la duda sobre otras participaciones con frecuencia continúa por prevalecer.

Es así como el asesinato de Luis Carlos Galán nunca ha sido totalmente esclarecido: si la responsabilidad del cartel de Medellín está ciertamente asegurada, la de algunos sectores políticos que temían la elección de un candidato que pretendía asear la vida política, no está del todo excluida. Otros asesinatos se prestan a las mismas interrogaciones. A partir de ese momento el rumor reina y los hechos más conocidos pueden llegar a ser el objeto de todas las evaluaciones, cuando no de todas las negaciones.

El rol del cartel de Medellín en la mayor parte de los atentados terroristas de 1989-90 no es discutible y, por lo demás, él mismo lo ha reivindicado parcialmente. Amplios sectores de la opinión no están menos convencidos de que es necesario ver allí la mano de "provocadores" y otras "fuerzas oscuras". Los paramilitares están en el origen de innumerables masacres en Urabá, pero la culpabilidad de las FARC-EP en muchas otras está claramente establecida. Sin embargo, el partido comunista no deja nunca de cargar estas últimas en la cuenta de los paramilitares.

El acostumbramiento a las transacciones, incluidas las violentas, hace el resto, incitando a no distinguir en todos los excesos sino la continuación de las estrategias ordinarias. No es sino ver la ausencia de reacción de parte de la opinión pública cuando se han precisado las acusaciones relativas al financiamiento de la campaña de E. Samper. Según los sondeos de opinión, desde septiembre de 1995 la mayoría de los colombianos se decía convencida de la veracidad de las acusaciones. No menos continuaba una mayoría en desear el mantenimiento de Samper en el poder. Ninguna manifestación callejera de envergadura se ha desarrollado hasta ahora.

Si la opinión pública no existe más, es que la violencia generalizada, con sus múltiples dimensiones, tiene como consecuencia desrealizar la realidad. Ella no prohibe solamente el acceso a "la verdad", hace incierto el "hecho bruto".

La opinión está en definitiva en el mismo caso que las poblaciones directamente sometidas a la violencia. Aquellas no están en capacidad de elaborar su experiencia como parte de una historia común. De la misma manera que cada uno debe adaptarse por su cuenta, cada uno no llega a decir la violencia sino evocando sus propios sufrimientos, sus errancias y sus ruinas sucesivas. Los micro-relatos no se insertan en un relato de conjunto. La violencia afecta a la posibilidad de "poner en sentido" a la sociedad.

La única representación colectiva es mítica. Es la de una violencia original que no deja de repetirse. De esta manera, ella continúa prisionera de un horizonte religioso, el de la caída y el pecado. Los hechos de violencia bien pueden ser humanos, ellos no son percibidos como diferentes de las catástrofes naturales, inundaciones, enfermedades y otras "maldiciones de Dios"; que dependen del "curso de las cosas" (46).

Sus protagonistas pueden poseer identidades bien precisas; aparecen también como fuerzas anónimas que golpean ciegamente sin que sea posible sustraerse a ellas. La Violencia misma es erigida en una especie de voluntad maligna. Los campesinos de la época de La Violencia contaban: "La Violencia ha hecho esto o aquello" Numerosas son las víctimas de hoy que no se expresan de otra manera. G. García Márquez lo ha comprendido bien: el mito es el único lenguaje de la violencia.

INSTITUCIONES Y VIOLENCIA

El recorrido que hemos hecho hasta aquí ha dejado casi completamente de lado la esfera institucional. Ahora bien, el sentido de una trayectoria en términos de interacciones estratégicas cambia completamente según que admita o no la existencia de reglas o de normas sustraídas a esas interacciones. Ya hemos ciertamente reencontrado la participación de algunos actores institucionales en la violencia, y también la corrupción, que prueban que las instituciones no escapan a los efectos corrosivos de la violencia. No obstante, no se puede ignorar que Colombia se jacta de ser siempre un Estado de derecho y una democracia pluralista, ni que ha adoptado numerosas medidas, incluida una Constitución, para consolidar al uno y reforzar a la otra. Tampoco se puede desestimar el que sus gobiernos no han dejado de apelar a un arreglo pacífico del problema de las guerrillas, lo mismo que el de los narcotraficantes.

La cuestión está en saber si al fin de cuentas, las reglas del derecho y las medidas políticas han preservado la preeminencia de las regulaciones institucionales sobre las regulaciones y transacciones informales, o bien si éstas han extendido su influencia hasta el seno de las regulaciones institucionales. Conviene comprobar que la segunda eventualidad parece, por el momento, haberle ganado ampliamente a la primera.

La gestión política de la violencia y sus limites

Ni el gobierno ni los principales protagonistas de la violencia pueden dispensarse de apelar a una "solución política" de la violencia.

Los gobernantes no pueden sino afirmar su preocupación por respetar las reglas democráticas. No tienen otro medio de preservar una legitimidad que puedan oponer al poder de facto detentado por los protagonistas de la violencia. Es también la única manera de cooptar o neutralizar a aquellos de los sectores que protestan y cuestionan las "restricciones" de la democracia colombiana, de contener las presiones de los militares y los reproches internacionales.

Las guerrillas y los narcotraficantes no tienen el menor interés en proseguir las negociaciones con el gobierno. Las guerrillas, para demostrar que constituyen siempre un actor político e intentar ganarse a la opinión pública. No es sino ver sus demandas reiteradas de conversaciones nacionales y cuando éstas son suspendidas. de "diálogos regionales"; para medir la necesidad que sienten de disponer de tribunas públicas. Los narcotraficantes, porque tienen necesidad de obtener garantías. tales como la no extradición, y de integrarse progresivamente al sistema.

De hecho, los diálogos con las guerrillas han sido adelantados, oficial u oficiosamente, casi permanentemente. de 1982 a 1992. Plan de paz de B. Betancur en 1982, propuestas de paz de V Barco en 1988, negociaciones de paz de C. Gaviria en 1992, han marcado los momentos fuertes (47). De manera menos continua y menos oficial, las discusiones con los narcotraficantes han sido numerosas. En 1984, el antiguo Presidente Alfonso López Michelsen y el Procurador General encontraron en Panamá a los jefes del cartel de Medellín. En 1991, la Constituyente suprimió la extradición de nacionales. En 1990, C. Gaviria instauraba el sistema de "rebaja de penas" en el caso de colaboración con la justicia. En 1993-94, el Fiscal negociaba la rendición del cartel de Cali, y el gobierno de E. Samper continuaba en la misma vía.

Las fases de negociación con las guerrillas se han caracterizado por una exacerbación de las grandes maniobras estratégicas. De 1984 a 1987, las guerrillas aprovecharon el cese al fuego acordado con B. Betancur para reforzar su establecimiento. En diciembre de 1990, mientras que se perfilaba una nueva negociación, los militares han tomado la delantera apoderándose del cuartel general de las FARC-EP y las guerrillas han seguido lanzando una vasta ofensiva. Negociando y haciendo reformas, el gobierno ha obtenido resultados no despreciables: el desarme del M-19. del EPL y de otras organizaciones guerrilleras de menor importancia. La convocatoria de la Constituyente ha aparecido como un éxito.

Un buen número de antiguos contestatarios puebla en adelante las altas esferas gubernamentales. Los antiguos dirigentes del M19 y del EPL han pasado sin transición de la clandestinidad a la participación en el poder Las guerrillas no han sido del todo perdedoras. Si su aura política ha palidecido. han acrecentado su imperio territorial y han conservado el monopolio de la oposición.

Sin embargo. los diálogos con las guerrillas son interrumpidos después de 1992. Una iniciativa de E. Samper por retomarlos. sin condiciones previas. ha derivado en confusión, dando el gobierno la impresión de no saber lo que quería; los militares manifiestan su hostilidad; las guerrillas. su indiferencia. En cuanto a los tratos con los narcotraficantes. la crisis del gobierno de E. Samper pone en cuestión el proseguirlos. La duda se ha insinuado sobre el alcance de negociaciones que no han impedido a la violencia extenderse ni al tráfico de droga prosperar

El impasse actual apenas si resulta sorprendente. Cualquiera que sea la voluntad de paz del gobierno. y aparte de la resistencia que pueda encontrar entre los militares y otros sectores, ella se enfrenta sobre todo al hecho de la existencia de un conjunto de protagonistas entre los cuales existen numerosos lazos. Se vuelve así a las interferencias: el plan de B. Betancur se dirigía a las guerrillas "clásicas"; no tomaba en cuenta sus nuevos "recursos de poder"; la negociación de C. Gaviria con los narcotraficantes dejaba de lado el papel de las guerrillas. Así desde el momento en que los protagonistas tienen intereses múltiples. las transacciones políticas con cada uno de ellos tiene todas las posibilidades de terminar abruptamente.

Por añadidura, esas transacciones políticas con resultados contrastados tienen un costo. Ellas arrastran a las instituciones al campo de las interacciones estratégicas. Basta considerar el ejemplo de la justicia para darse cuenta de que las instituciones están sometidas a acomodamientos circunstanciales que arruinan su autoridad.

El problema del derecho

Es necesario partir de un contraste. Pocos países cultivan tanto el derecho como Colombia, hasta caer en el puntillismo jurídico: no solamente los abogados son rodajes esenciales en las relaciones de la sociedad civil con la sociedad política, sino que la referencia al Estado de derecho constituye un topos fundamental de la retórica política. El celo en redactar una nueva Constitución, rica en garantías y derechos de toda clase, testimonia la creencia en la eficacia simbólica del derecho.

Sin embargo, si hay otra comprobación sobre la cual existe la unanimidad, es que a menudo ese derecho es, en sus principios, maltratado -de lo cual es una prueba el recurso incesante a los estados de excepción-, y sobre todo en su aplicación: cada uno conviene en que las instituciones judiciales son, desde hace mucho tiempo, ineficaces, y que lo han llegado a ser todavía más estos últimos años. Basta observar que solamente el 3% de los casos de muertes culminan en una decisión judicial. El único hecho de ley general es el triunfo de la impunidad y de la violencia. No se puede evitar el preguntarse si este contraste no es otro avatar de la complementaridad del orden y de la violencia, el amor a lo jurídico combinándose con la aceptación de la violencia.

En todo caso, la ineficacia del aparato judicial es lo bastante patente como para ser considerada con frecuencia por los comentaristas y los políticos como una de las causas mayores de la violencia (48). El gobierno ha hecho ampliamente suyo este diagnóstico, esforzándose por aumentar el presupuesto, tradicionalmente miserable, de la justicia y modificando su funcionamiento a través de nuevos dispositivos de excepción, entre los cuales está el de la justicia sin rostro, que preserva el anonimato de los jueces y de los testigos, pero también la creación de la Fiscalía, encargada de las investigaciones, la adopción del sistema acusatorio americano, etc.

Sin embargo, el diagnóstico es, por lo menos, discutible. Tanto como una causa de la violencia, la parálisis del aparato judicial es una consecuencia de ella. Incluso un aparato judicial más eficaz no podría resistir a una situación de violencia tan intensa. Los asesinatos de magistrados -más de cincuenta desde hace diez años-, las amenazas, la corrupción, evidentemente no son extraños al disfuncionamiento de la justicia, y la autoridad de lo jurídico no puede ser grande mientras que amplios sectores de la población están sometidos a otras "leyes", las de las redes de dominación. Pero otro factor mina permanentemente esta autoridad: la dependencia de la justicia respecto de la política.

Esta dependencia no es nueva. En 1958, para no remontarse más atrás, la justicia se convirtió en una "justicia del Frente Nacional", repartida entre liberales y conservadores y poco preocupada por la manera de tratar a los "rebeldes" de todo género. Pero la dependencia ha tomado un nuevo carácter en el contexto de la violencia actual. La justicia ha terminado por ser convertida, bajo la influencia de los gobernantes y de los parlamentarios, en una pieza más en los juegos estratégicos.

Se podrían tomar muchos ejemplos de ello. Aquel de la instrumentalización de la justicia en el manejo del narcotráfico es, sin ninguna duda, el más patente. Que el Gobierno utilice un sistema de rebaja de penas para obtener la rendición de los narcotraficantes no tiene en sí nada de chocante, los Estados Unidos e Italia no proceden de manera diferente.

Muy distinta es la situación creada cuando los códigos de procedimiento penal son arreglados en función de las demandas de los abogados de los narcotraficantes, cuando las rebajas de penas son concedidas sin que los narcotraficantes se plieguen a las condiciones previstas, cuando las penas son ridículas, incluidas aquellas para los narcotraficantes que son acusados de innumerables muertes y de masacres, cuando, en fin, el gobierno se priva de la única arma eficaz, la de la persecución de los casos de enriquecimiento ilícito. Escándalos espectaculares, como las condiciones otorgadas a Pablo Escobar en 1992, provisto de una prisión personal protegida por sus propios hombres, o la condena a cuatro años de prisión de un gran narcotraficante del Valle del Cauca, convicto por numerosos asesinatos, no son sino la cara visible de las transacciones que, precedentemente, han llevado al gobierno a aliarse con el cartel de Cali para terminar con el de Medellín y permitiendo ahora a los acusados imponer a sus jueces sus condiciones.

Lo que está en causa, detrás de estas transacciones, es la corrupción de toda una parte de la clase política. A comienzos de 1996, el Procurador General, el Contralor de la Nación, un centenar de parlamentarios, son objeto de investigaciones. Sin contar al Presidente y a muchos de sus ministros. Lo cual incita a una búsqueda todavía más frenética de nuevos acomodamientos. Se ha visto al Congreso aprestarse a votar, a finales de 1995, una ley destinada a suprimir toda investigación de las causas de enriquecimiento ilícito, al Gobierno, el Congreso y el cartel de Cali hacer todo lo posible por reemplazar al Fiscal, que no juega las reglas del juego, al Presidente evocar una ley de amnistía general, comparable a la de « punto final » aplicada a los militares argentinos. En estas condiciones, lo jurídico-judicial se reduce a no ser sino un instrumento más en las interacciones estratégicas.

La clase política no tiene el monopolio de un tal uso. Bajo otras modalidades, muchos sectores hacen lo mismo. Es incluso muy frecuente el caso de los comités que. frente a la violencia, apelan al respeto de los derechos del hombre. Pero esos llamados son selectivos: sus blancos dependen de las afinidades de cada uno de esos comités con tal o cual partido en conflicto.

En los años 1987-1990, que son los de las masacres de los miembros de la Unión Patriótica, se ha visto florecer las manifestaciones en favor del "derecho a la vida' Esta formulación traducía una urgencia: la de poner fin a la masacre. Pero corría el riesgo de dejar en la sombra el hecho de que « la vida » no existe sino por los derechos y que éstos son parejamente despreciados por todos los protagonistas. Cada institución y cada grupo posee en adelante su comité: el Gobierno, las Fuerzas Armadas, los brazos políticos de la guerrilla, la Iglesia. etc.. Incluso Pablo Escobar, en fuga en 1993, denunciaba el no respeto de los derechos del hombre. Desde entonces, éstos se han convertido, a su turno, en un simple medio estratégico(49).

El resultado de la crisis de lo jurídico-judicial es que la población sometida a la violencia no dispone más de puntos de referencia simbólicos para esforzarse por sustraerse a ella. Hace mucho tiempo que la política tampoco los engendra.

El derrumbe de los puntos de referencia políticos

Desde 1991, las elecciones, incluida la elección presidencial de 1994, han podido dar la impresión de que todo continuaba como antes. Los dos partidos tradicionales han captado la casi totalidad de los sufragios y el partido liberal ha conservado su ventaja. Sin embargo, no es sino una pura apariencia. Los electores han faltado más que nunca. La abstención real frisa en adelante el 80%. Los partidos no existen más, no recubren sino una adición de grupos locales. Los « notables » de la política han desaparecido, no solamente las figuras nacionales cuya presencia aseguraba la continuidad de las culturas partidistas, sino también los "barones" electorales que permitían. a comienzos de los años 80, la coordinación de las clientelas.

El modelo de las transacciones estratégicas se ha impuesto también en este dominio. Inútil volver sobre las colusiones diversas en la cima, salvo para añadir que están acompañadas de un acrecentamiento de los costos de la entrada en la política. que ha eliminado a la mayor parte de aquellos que no estaban dispuestos a respetar las "reglas del juego".De hecho, la violencia ha producido un enorme vacío en una gran parte del territorio, numerosos cuadros antiguos han sido sacados del juego.

El vacío, evidentemente, ha sido llenado. Las redes de dominio apadrinan candidatos. Los narcotraficantes y los paramilitares, los suyos; las guerrillas, también. Como consecuencia de diversas decepciones electorales, el ELN y las FARC-EP renuncian en adelante, en muchos casos, a seleccionar sus candidatos entre los miembros de sus brazos políticos. Se contentan con dar su aval a aquellos. incluso adherentes de los partidos tradicionales, que acepten someterse a su tutela.

Ciertamente, se asiste también a la emergencia de « elegidos cívicos », independientes de todos los partidos y que aspiran a obtener un modus vivendi con las redes. No pueden esperar conseguirlo sino negociando con ellas y; por esta razón, son los más fervientes adeptos de los « diálogos regionales ». No escapan, entonces, al modelo de las interacciones estratégicas.

De allí resulta una singular fragmentación de la escena política, que no es debida solamente a la política de descentralización puesta en obra después de 1985, sino también y sobre todo al contexto de violencia. Los « notables » y « barones » de antes son reemplazados por "plebeyos" que no disponen sino de electorados insignificantes e inestables, y a menudo son tentados por constituir su propia red de dominio. Son excepcionales los elegidos al Congreso, incluido el Senado -siendo, no obstante, elegido ahora sobre una base nacional- que cuentan con algo distinto a un pequeño número de sufragios locales.

A partir de entonces, la vida política se desarrolla alrededor de microtransacciones y de chantajes, entre los municipios y los departamentos, los departamentos y el Congreso, el Congreso y el Presidente. Que sólo el 20% de los electores asista a las urnas no es en verdad sorprendente. La fragmentación de la escena política no es la única causa de ello. Allí donde la violencia reina, es decir un poco en todas partes, la política tiende a perder toda pertinencia. La « democracia participativa » no asiste a la cita, la simbólica democrática vacila.

Las dominaciones locales y los comportamientos individuales de adaptación privan de su sentido a la referencia a la institucionalidad política. No son solamente las estructuras políticas las que se desploman: es la política la que deja de poder ejercer su función instituyente, es la « sociedad civil » la que es reducida a no ser sino una sociedad civil en armas, es la "puesta en sentido" de lo social la que es bruscamente interrumpida.

La banalidad de la violencia como forma de funcionamiento de la sociedad

Queda por interrogarse por qué la violencia generalizada puede prolongarse así y; según una cuestión planteada al comienzo, por qué aparece como casi « banal ». A este respecto, es necesario retomar una comprobación anterior: ella afecta a los individuos, casi no perturba el funcionamiento económico y social de la sociedad.

La violencia tiene, ciertamente, un costo económico, pero tiene también sus beneficios, y no solamente para sus protagonistas. Beneficios macroeconómicos: el dinero del tráfico de la droga ha ayudado a que Colombia escape a la trampa del sobreendeudamiento externo y ha sostenido la demanda interna. Beneficios sectoriales: este mismo dinero ha permitido el dinamismo de la construcción de las instituciones financieras e incluso de la agricultura comercial. Contrariamente a lo que se puede pensar, la violencia no ha afectado la « modernización rural » Los narcotraficantes han procedido a compras masivas de las mejores tierras, eliminando de hecho a numerosos propietarios antiguos -a los grandes pero, sobre todo, a los medianos y pequeños-. provocando lo que muchos comentaristas han llamado una contrarreforma agraria ».

La disponibilidad de capitales ha permitido a menudo acrecentar la productividad de la ganadería como de los cultivos. Los agentes económicos han integrado los costos de las diversas retenciones a las cuales deben someterse. Se puede retomar las conclusiones de un notable artículo sobre este tema: si esos agentes económicos se adaptan a la violencia, es también porque los golpea de manera individual y que la estrategia de free rider se impone por sí misma, mientras que la acción colectiva es de una racionalidad dudosa en razón de sus contingencias (50).

Lo cual conduce a una segunda observación. Los efectos sociales de la violencia están distribuidos desigualmente. A diferencia del episodio de 1950, los poderosos. sin duda, no están al abrigo, como lo muestran los secuestros y los asesinatos. Queda que la violencia golpea sobre todo, y esta vez de manera colectiva, a las capas más desprotegidas. No es sino ver la composición social de más de 1'000.000 de refugiados. La irrupción de « nuevos ricos » entre las élites económicas no cambia en nada la distribución de la riqueza. Al contrario, ella va a la par. en los últimos tiempos, con su concentración acrecentada.

Como la anterior, la violencia actual desorganiza a las clases populares, a los sindicatos, a los movimientos campesinos. Subsiste, es cierto, una conflictualidad difusa, por ejemplo la que se expresa en la violencia cotidiana de las ciudades. Pero golpea primero a los medios desfavorecidos. Si la violencia modifica el tejido social como las regulaciones institucionales, no altera sino moderadamente las dinámicas macroeconómicas y macrosociales. Es una de las razones de su « viabilidad ».

PERSPECTIVAS

Hemos ignorado, en el análisis de las interacciones estratégicas, el rol de un « recurso » no económico, muy desigualmente repartido entre los protagonistas: el tiempo. Si la opinión pública se disloca, es porque está destinada a la aprehensión caleidoscópica de los acontecimientos de la violencia. Numerosos actores institucionales inscriben su acción en un tiempo corto, reflejando la desconfianza heredada del siglo XIX en relación con el poder. Los gobernantes, a quienes el sistema de despojo impide tomar en cuenta la experiencia de los equipos anteriores, deben hacer como si pudieran, en cuatro años, resolver todos los problemas, a riesgo de lanzarse en empresas improvisadas. Los alcaldes, investidos de un mandato de tres años que no puede ser renovado de inmediato, los generales, sometidos a mutaciones rápidas, los oficiales "operacionales'; desplazados sin cesar; no disponen de la posibilidad de acumular experiencia.

Por el contrario, las guerrillas han aprendido a hacer de la duración, desde hace cincuenta años, un arma frente a sus adversarios. En 1982, el Estado Mayor de las FARC-EP anunciaba un plan de conquista del poder en ocho años. El hecho de que el objetivo no haya sido alcanzado importa menos que la actitud para proponer un programa de una duración dos veces superior a un mandato presidencial. En cuanto a los narcotraficantes, si han sido expuestos a los azares de las medidas de represión, han proseguido su proyecto -que se inscribe en el largo término- de penetración y de integración en la sociedad (51).

No es asombroso que los observadores y los dirigentes políticos no se hayan tomado el tiempo para reflexionar sobre las perspectivas de la violencia y se hayan limitado a reaccionar a lo que se producía. Prevalece la convicción de que la violencia es demasiado compleja para ser previsible. Compleja, la violencia lo es. Eso no impide que por lo menos se puedan considerar sus evoluciones posibles. Ese es el sentido de las rápidas observaciones que siguen. Consideraremos, en primer lugar; tres tipos de elementos contextuales. En seguida, examinaremos algunos escenarios.

Tres elementos nuevos

a) Una presión externa: la puesta bajo vigilancia por los Estados Unidos. La intervención de los Estados Unidos no data de ayer. La DEA y la CIA participan desde hace algunos años en las operaciones contra los narcotraficantes. Lo que es nuevo es la intervención abierta y proclamada. El estilo proconsular adoptado por los representantes locales de la potencia del Norte, hecho de chantajes, insinuaciones y amenazas, es ahora reemplazado por las condenaciones oficiales provenientes de la Presidencia y del Congreso americanos. Los Estados Unidos se han manifestado sin cesar a lo largo del asunto Samper La medida de « descertificación »; adoptada a comienzos de 1996, no es sino una etapa de un brazo de hierro. Colombia está oficialmente bajo vigilancia.

De allí resulta una transformación del marco de las interacciones estratégicas. Ahora, éstas están sometidas a una presión externa. La existencia de una tal presión no impide intentar la prosecución de las estrategias anteriores adaptándolas a las circunstancias. Es lo que el cartel de Cali ha querido hacer negociando su rendición. De su lado, E. Samper se ha empeñado en ello desde su entrada en funciones: para deshacer las sospechas que pesaban sobre él, se ha lanzado en una vasta campaña de erradicación de los cultivos de droga y ha puesto todo en obra para facilitar la « sumisión a la justicia » del cartel de Cali.

Estas dos medidas respondían a una simple necesidad táctica. La campaña de erradicación, que no ha tenido resultados tangibles, estaba hecha para divertir a la galería. La « victoria » sobre el cartel de Cali se parecía mucho a un acuerdo en buena y debida forma. Después de la « descertificación », E. Samper se ha esforzado por reencontrar los éxitos jugando la carta del orgullo nacional. No hay razón para que el juego no pueda continuar, y las presiones de los Estados Unidos pueden incluso ayudar a algunos sectores de la opinión pública a obtener allí de nuevo una posición favorable. Sintiéndose tratada como « comunidad delincuente »; la sociedad colombiana podría convertir el estigma en desafío, y asumirlo para volver a ganar un espacio de maniobra. Los mismos Estados Unidos no pueden escapar a las interacciones estratégicas: deben, para ser eficaces, apoyar un clan contra el otro, buscar aliados, en una palabra, entrar en el juego.

Lo menos que queda de esto es que la presión externa está destinada a pesar durablemente y a tener efectos. Ella no es extraña al hecho de que el aparato de justicia, por la vía del Fiscal Valdivieso, haya podido hasta el momento adelantar investigaciones concernientes, además del Presidente, a un porcentaje importante de la clase política. Es probable que, sin la vigilancia americana, su acción hubiera sido ya neutralizada. La amenaza de sanciones más fuertes que la descertificación es susceptible de llevar, especialmente a una parte de las élites económicas, a salir de la posición de retirada de estos últimos años y a impulsar la reconstrucción de las instituciones.

b) La imprevisibilidad política. Ella constituye un hecho inédito. Por primera vez, desde hace ciento cincuenta años, es imposible asegurar que el poder permanecerá en las manos de los partidos tradicionales. Hemos evocado su descomposición. Todo candidato que salga de sus filas deberá buscar una mayoría más allá de las filas de esos partidos. No se puede descartar que candidatos independientes lleguen a imponerse. La elección de Antanas Mockus a la alcaldía de Bogotá, sin campaña y sin apoyo, prueba que en adelante la vía está abierta para nuevas personalidades.

Sin embargo, la crisis institucional ha alcanzado un tal nivel, con arreglos de cuentas dignos de un Bajo Imperio, que no se pueden excluir agitaciones imprevistas. Asesinatos recientes, como el de Alvaro Gómez Hurtado, una de las figuras políticas más conocidas de Colombia, por un grupo denominado « Dignidad por Colombia »; manifiesta aparentemente una voluntad de desestabilización del régimen. Sectores políticos amenazados por investigaciones en curso, pueden adelantar la política de lo peor Militares pueden ser tentados por las aventuras. No bajo la forma de un golpe de Estado, prohibido en el contexto internacional actual y contrario a las tradiciones colombianas, sino bajo la forma de una agitación difusa. La corrupción que afecta al alto mando y la ineficacia de que da prueba en la lucha antiguerrillera -pese al aumento muy marcado del presupuesto y de los efectivos militares-, pueden impulsar a jóvenes oficiales a intervenir más o menos discretamente.

De manera global, la incertidumbre del mañana político es propicia para incitar a diversos sectores a esforzarse por establecer, por todos los medios y lo más rápidamente posible, una nueva relación de fuerzas con relación a las guerrillas.

c) Los nuevos ingredientes de la violencia. A los ingredientes antiguos están en trance de añadirse otros nuevos. La conversión brutal de Colombia al « neoliberalismo »; en 1990, ciertamente ha producido hasta el momento menos reacciones que en algunos otros países, en la medida en que la intervención social del Estado no había tenido allí ni la misma amplitud ni el mismo valor político.

Sin embargo, la nueva orientación ha afectado singularmente a la pequeña y mediana agricultura, lo que ha podido ayudar a la expansión de la violencia. La explotación de pozos petroleros considerables. arriesga con acentuar los desequilibrios sociales y con acrecentar el desorden en las regiones productoras: desde ya, el gobierno ha sido obligado a aceptar que un porcentaje muy elevado de los beneficios sea otorgado a esas regiones, mientras que se ha podido comprobar que no podían absorber flujos financieros menos importantes.

Las disputas alrededor de la atribución de esos recursos financieros tienen toda oportunidad para reactivar las rivalidad regionales, por lo demás susceptibles de aparecer con ocasión del programa de « reorganización territorial" previsto por la Constituyente. Las identidades culturales pueden en adelante engendrar incluso focos de violencia: el reconocimiento de los derechos de las poblaciones indígenas y negras, alimenta fricciones, a veces entre ellas, frecuentemente con los colonos.

Todo contribuye así a alimentar todavía más la violencia.

Elementos de escenario

a) Cualesquiera que sean los gobernantes de los próximos años, tendrán que tomar en cuenta la presión ejercida por los Estados Unidos. No podrán hacerlo sino reconstruyendo la autoridad del Estado e imponiendo nuevas normas a la clase política. Las resistencias que ésta puede oponer son tales que no podrán ser disipadas sino por un poder que llegue a reunir a la opinión, reforzar las « fuerzas civiles », etc.

b) No se ve que esos gobernantes puedan, en el corto plazo, llegar a solucionar el problema de la droga o el de las guerrillas. La erradicación de cultivos no ha impedido hasta ahora su expansión. Como único resultado, ha producido revueltas locales. Sólo tendría efectos la caída durable de los precios. Por otra parte, el debilitamiento de los grandes carteles se ha traducido en la proliferación de pequeños carteles, influyentes sobre los poderes locales. El terrorismo puede volver en cualquier momento, si los narcotraficantes que han aceptado la negociación se sienten engañados.

No es sino mediante medidas de confiscación de los bienes acumulados « ilícitamente » que los gobernantes podrían golpearlos y; matando dos pájaros de un tiro, proceder a una "contra-contrarreforma agraria", otorgando las tierras compradas por los narcotraficantes a los campesinos sin tierra. Evidentemente, esto no es para mañana. Sin contar las relaciones de fuerza "sobre el terreno'; el puntillismo jurídico está ahí para impedir una tal medida.

Por lo que a las guerrillas respecta, no parecen por el momento estar orientadas hacia la negociación. Se ha visto cómo, de 1991 a 1994, no habían dejado de ganar terreno poco a poco, hasta hacer sentir su influencia en más de la mitad de los municipios. Por consiguiente, son a la vez muy fuertes materialmente y muy débiles políticamente para negociar con facilidad. Todo indica que el sueño de las grandes acciones políticas no está abandonado. Así lo dejan entender claramente resoluciones adoptadas por el partido comunista en agosto de 1995, apuntando a la constitución de un « vasto movimiento popular del que la guerrilla es parte integrante » y a la "construcción del proyecto liberador".

La injerencia de los Estados Unidos en los asuntos colombianos y la corrupción del régimen les dan argumentos inesperados para envolverse en el nacionalismo. Se ha podido pensar; durante un cierto tiempo, que practicando la expansión territorial querían llegar a una « situación salvadoreña »; en la cual, reconocidas como fuerzas beligerantes, discutirían de igual a igual con el gobierno. Lo que ha seguido a la negociación salvadoreña, la división y los fracasos políticos de la izquierda, han despojado de su seducción a esta vía. Por añadidura, las presiones de los Estados Unidos van a suscitar el estrechamiento de su cooperación con los narcotraficantes.

c) La cuestión de la droga mantiene en este momento toda la atención, nacional e intemacional. La de las guerrillas podría ocupar pronto el centro de la escena. En efecto, la presión ejercida por los Estados Unidos tiene todas las posibilidades de contribuir, a corto y a mediano término, a la exacerbación de las confrontaciones armadas, y podría desplazarse pronto a una guerra civil larvada y fragmentada. El vacío de poder lleva a los protagonistas de todos los extremos a hacer aumentar las hostilidades muchos grados, con el fin de inclinar a su favor la relación de fuerzas. Exasperados por el avance de las guerrillas y la impotencia de los militares, numerosos sectores que todavía se resistían a comprometerse en la vía de la « paramilitarizacion », parecen estar en trance de resignarse a ello. Preconizando el establecimiento de organizaciones de « autodefensa »; el gobierno mismo parece darle su aval. Incluso un decreto acaba de autorizar, como ocurrió antes en Guatemala, el reagrupamiento de las poblaciones en las zonas de conflicto.

El Urabá, estratégico en razón de su proximidad con Panamá, aparece a este respecto como una región-test. Desde hace muchos meses, los enfrentamientos son allí más violentos. Los paramilitares han tomado el control del norte de la región y ejercen ahora una fuerte presión sobre la parte bananera. Esto no es un caso excepcional. En otras regiones de Antioquia, los grupos de autodefensa se multiplican por iniciativa del gobernador En los departamentos del oriente, el radio de acción de los grupos paramilitares se amplia. Las guerrillas no se quedan atrás . Mientras están a la defensiva en algunas regiones, están en la ofensiva en la mayor parte de las otras. La campaña contra los cultivos de droga les asegura poder movilizar el apoyo de las poblaciones implicadas. Sin embargo, su capacidad de acción va más allá de sus bastiones tradicionales. Disponiendo de múltiples frentes alrededor de Bogotá y de otras ciudades, pueden en todo momento esforzarse por paliar su falta de credibilidad política con operaciones espectaculares.

Si hablamos de guerra civil larvada y fragmentada, es que las condiciones no se prestan para su generalización sobre todo el territorio. La mayoría de la población no estará implicada sino defendiendo su cuerpo. Los objetivos locales continuarán prevaleciendo sobre las finalidades políticas de conjunto. Ninguno de los campos puede imponer, más que antes, una división amigo-enemigo. Las guerrillas no pueden contar con un apoyo político extenso y están suficientemente habituadas a las estrategias de intensificación como para no precipitar nada desconsideradamente. Eso no impide que sea grande la probabilidad de que los enfrentamientos, en numerosas regiones, vayan más allá de las disputas actuales entre redes.

d) Negociaciones puntuales podrán acompañar esta guerra. Sin embargo, no será sino cuando las diversas partes hayan comprobado, una vez más, que no pueden alcanzar victorias decisivas, que el gobierno y las guerrillas podrán adelantar una verdadera negociación. El primero siempre será allí incitado a probar su carácter democrático, pero también a intentar no tener que batirse más en dos frentes, el de las guerrillas y el del tráfico de droga. Un acuerdo con las guerrillas permitiría aislar más el segundo problema. De su lado, las guerrillas, una vez disipadas sus ilusiones militares, son susceptibles de desear ser reconocidas como actor político. Pasada la etapa de guerra civil larvada, podrían tener dificultad en preservar su cohesión. Divergencias, ligadas a conflictos de sucesión (52), y de interés, o el temor a explotar en múltiples frentes, algunos de los cuales no serían sino organizaciones mafiosas, podrían contribuir a esta reconversión. Una tal negociación no podría limitarse, como en los casos del M-19 y el EPL, a la definición de dispositivos de reinserción individual.

Suponiendo que estos escenarios se realicen, su plazo es imprevisible. La presión externa podría, allí también manifestarse. Si la guerra civil, incluso larvada, se prolongara, podría imponerse una mediación internacional. Por el contrario, es previsible que la violencia proteiforme no terminará tan pronto. la violencia desorganizada es, recordémoslo, lo más mortífera, y un eventual acuerdo político no la terminaría. A la inversa, le daría un nuevo impulso, incitando a numerosos antiguos combatientes a consagrarse a ella. El imaginario de la violencia no está listo para borrarse. No se ve por qué la memoria de esta violencia no se transmitiría tanto como aquella de La Violencia.

e) Por lo demás, no se puede excluir que Colombia continúe viviendo con sus diversas violencias y sus interacciones estratégicas. Ya evocamos su « viabilidad ». A su manera, Colombia ha entrado en la era del quebrantamiento de los Estados-nación y de las formas simbólicas que le estaban asociadas. Su repartición en « redes de dominio », que se extienden más allá del territorio nacional -por lo menos en el caso de las redes de la droga-, es una expresión de ello. Sus conflictos constituyen un medio de forjar identidades colectivas, incluso precarias. La « despolitización » de los protagonistas de los conflictos se vuelve a encontrar en otras partes del mundo. La « ilegitimidad » de sus estructuras políticas no es más acentuada que en otros países. El arte de combinar la referencia al derecho y la violencia no está más reservado a Colombia (53). Si es así, no hay por qué elaborar escenarios del porvenir. El escenario ya está ahí, bien presente, bajo nuestros ojos.

* Este artículo fue publicado en el libro: Jean Michel Blanquer, Christian Gros, editores,La Colombie à l'aube du 3ème millenaire, París, Institut des Hautes Etudes d'Amerique Latine, diciembre, 1996.

NOTAS

(1) Estos datos son tomados de E Gaitán Daza, "Una indagación sobre las causas de la violencia en Colombia", en M. Deas y E Gaitán Daza, Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia, FONADE y Departamento Nacional de Planeación, Bogotá, 1995, PP. 268-269. Las cifras se aplican a los años 1986-1989, salvo para Colombia, donde conciemen a los años 1987-1992.
(2) Cf A. Camacho y A. Guzmán, Ciudad y Violencia, Bogotá, 1990
(3) C. Echandía y R. Escobedo, Violencia y desarrollo en el municipio colombiano, 1987-1993, Bogotá, informe de la Presidencia de la Republica, 1994.
(4) L. Sarmiento, Pobreza, violencia y desigualdad: retos para la nueva Colombia, Bogotá, PNUD, 1991.
(5) Porcentajes establecidos por C. Echandía, según el artículo de El Tiempo, 9 de julio 1995.
(6) C. Echandia y R. Escobedo, op. cit, p. 95.
(7) C. Echandía y R. Escobedo hablan simplemente de "asesinatos" y dan de ello la siguiente definición: "homicidios realizados lo más a menudo por grupos organizados (guerrillas, paramilitares, grupos de autodefensa, bandas al servicio del narcotráfico) y apuntando a blancos políticos (dirigentes políticos y populares, funcionarios, militantes de organizaciones políticas, activistas de organización popular)". Nos ha parecido más claro hablar de "asesinatos políticos", con el fin de distinguirlos de otros homicidios.
(8) Hemos considerado, para medir esta diferencia, la relación entre las tasas de asesinato en 1990-1992 y las tasas de homicidio medio entre 1988 y 1993. En la medida en que los dos períodos no se recubren sino parcialmente, las indicaciones no tienen sino un valor aproximativo.
(9) Dejamos de lado departamentos poco violentos. En el caso de Nariño, de Bolívar o de Atlántico, la tasa de asesinato no representa también sino un porcentaje reducido de la tasa de homicidios. La situación en Nariño está en trance de cambiar: el cultivo de la amapola se ha desarrollado allí y las guerrillas hacen su entrada.
(10) Según C. Echandía, Informe citado.
(11) C. Echandía, "Colombia: el crecimiento reciente de la producción de amapola"; en Problemas de América Latina, No. 18, julio-septiembre 1995, pp. 41-72.
(12) Cf. C. Echandia, "Colombia: dimensión económica de la violencia y la criminalidad", en Problemas de America Latina, No. 16, enero-marzo 1995, p. 74.
(13) Además del informe y de los artículos de C. Echandía, la nueva geografía de la violencia ha sido especialmente analizada por A. Reyes Posada, tanto desde la perspectiva tradicional de los conflictos sociales (Cf en colaboración con A.M. Bejarano, "Conflictos agrarios y luchas armadas en la Colombia contemporánea"; Análisis Político, No. 5 septiemb~diciembre 1988, p. 6-27), como desde aquella de la repartición de los grupos paramilitares. Cf "Paramilitares en Colombia: contexto, aliados y consecuencias", Análisis Político, No. 12, enero-abril, 1991, p. 35-41.
(14) Cf A. Montenegro, "Justicia y desarrollo", Documento del Departamento Nacional de Planeación, abril, 1994.
(15) Cf. F. Gaitán Maza, op. cit. p. 253.
(16) M. Rubio, Crimen y crecimiento en Colombia", Coyuntura económica.
(17) Ibid.
(18) Cf P. Koop, "Colombia: tráfico de droga y organizaciones criminales", Problemas de América Latina, No. 18, julio-septiembre 1995, p. 21-41.
(19) Cf. D. Betancourt y M. L. Garcia B., "Colombia: las mafias de la droga", Problemas de América Latina, No. 18, julio-septiembre 1995, p. 73-82.
(20) Si fuera necesario proponer una fecha de entrada en la violencia, propondríamos septiembre de 1977, cuando una huelga general degenera en Bogotá en un levantamiento urbano, con un balance de una veintena de muertos. Es en esta ocasión que llega a ser perceptible una radicalización de ciertos sectores de la sociedad.
(21) Es la noción que está en el centro del libro de J. Hartlyn,The politics of condition rule in Colombia, Cambridge University Press, 1988.
(22) Una tal interpretación se encuentra especialmente en el libro de E Leal Buitrago, Estado y política en Colombia, Siglo XXI, Bogotá, 1989. Para un análisis reciente del Frente Nacional, consultar M Palacios,, Norma, Bogotá, 1995.
Entre la legiitimidad y la violencia, Colombia 1875-1994 (23) Un estudio electoral muestra que, entre 1958 y 1972, 882 municipios sobre 973 han conservado el mismo "color" partidario y que 306 municipios votaban siempre en más del 80% por el mismo partido. Cf. P. Pinzón de Lewin, Pueblos, regiones y partidos, CEREC, Bogotá, 1989.
(24) El momento en que la polarización política parece inminente es aquel del gobierno de J.C. Turbay Ayala (1978-1982). La adopción de medidas represivas es, ciertamente, una de sus causas, pero también el desprecio de las capas "modernas" hacia un líder que simboliza el clientelismo a la antigua.
(25) Es incluso el caso de algunos sectores del campesinado, que toleran mal que una guerrilla como el EPL quiera hacerlos volver a una economía de autosubsistencia.
(26) "Pájaros" es el nombre dado a los asesinos a sueldo que sembraron el terror, por cuenta de los conservadores, en el Valle del Cauca. Cf D. Betancourt y M. García, Matones y cuadrilleros. Origen y evolución de la violencia en el occidente colombiano. Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1991.
(27) Sobre la complementaridad del orden y de la violencia, cf. D. Pécaut, L'ordre et la violence. Evolution sociopolitique de la Colombie entre 1930 et 1953, Éditions de l'EHESS, París, 1987.
(28) Cf. F. González G. "Aproximaciones a la configuración política de Colombia", en Divers, Un pais en construcción., CINEP, Bogota-, 1989, p. 10-72.
(29) Cf. 1. Guerrero, Los años del olvido, Tercer Mundo Editores, Bogota-, 1991.
(30) Son las FARC quienes, de entrada, han delimitado las zonas de cultivo. Las otras guerrillas han cooperado todas, en un momento u otro, con la economía de la droga, pero sin establecer un lazo tan fuerte.
(31)"'Muerte a los secuestradores". Los narcotraficanes querían reaccionar al secuestro de un miembro de la familia Ochoa por parte del M-19.
(32) Cf. C.Medina Gallego, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia. Origen, desarrollo y consolidación. El caso "'Puerto Boyacá", Editorial Documentos Periodísticos, Bogotá, 1990.
(33) Cf J.E. Jaramillo, L. Mora y F Cubides, Colonización, coca y guerrilla, Alianza Editorial Colombiana, Bogotá, 1989.
(34) Un análisis de esto es presentado en la revista Cambio 16 del 17 de julio de 1995.
(35) Cifras en pesos colombianos.
(36) Se encontrará un razonamiento próximo, pero aplicado al funcionamiento del conjunto de la economía colombiana incluso antes del surgimiento de la economía de la droga, en E. Reveiz,Democratizar para sobrevivir, Poligrupo Comunicación, Bogotá, 1989. De la misma manera, a propósito de la economía de la droga, E Thoumi propone un análisis comparable en Economía, política y narcotráfico, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1994.
(37) D. Gambetta ha analizado la mafia italiana en términos de institución encargada de preservar la confianza en las transacciones en el seno de una sociedad de desconfianza. Cf The sicilian mafia. The business of private protection, Cambridge (Mass.), 1993. Al contrario, nosotros razonamos como si actores colectivos e individuales debieran contar con la desconfianza.
(38) Por lo demás, los carteles habían puesto al día sistemas de seguridad para cubrir los riesgos de exportación.
(39) Cf A. Salazar y A. M. Jaramillo, Las subculturas del narcotráfico, CINEP, Bogotá, 1992 y A. Salazar, No nacimos pa'semilla, CINEP, Bogotá, 1993.
(40) Cf. Ch. Gros, "L'Etat et les communautés indigénes en Colombie: autonomie et dépendence", Document de recherche du CREDAL, No. 219, París, junio, 1990.
(41) A. Penate, "Arauca: politics and oil"; Memoria de maestría, St Antony 's College, Oxford, 1991.
(42) Cf. el testimonio de C.E. Correa Jaramillo, SJ., Y Dios se hizo paz en la vída de su pueblo, Ediciones Antropos Ltda., Bogotá, 1991.
(43) El frente Ricardo Franco, consfituido por un núcleo disidente de las FARC-EP, ha estado, durante un tiempo, próximo al M-19. Un hermano de Carlos Pizarro, jefe del M-19 en su fase final, era el segundo comandante del Ricardo Franco y las dos organizaciones han adelantado diversas acciones en común en el Cauca y en el Valle del Cauca. No es entonces sorprendente que la masacre de Tacueyó (nombre del lugar donde los líderes del Frente han asesinado a sus tropas) haya tenido una profunda repercusión en el seno del M-19, confrontándolo con la imagen de una desviación autodestructiva de la guerrilla e incitándolo a considerar el abandono de la vía de las armas. Las FARC-EP han visto allí sobre todo una prueba de la fragilidad de las organizaciones dirigidas por "pequeños burgueses".

Sin embargo, las FARC-EP han conocido desviaciones casi semejantes. Es así como uno de sus comandantes más prestigiosos, Braulio Herrera, al cual había sido confiada la tarea de reconquistar la zona del Magdalena Medio, ha procedido a la "liquidación" de varias decenas de guerrilleros. Considerado como afectado de demencia, salió de Colombia y fue enviado a un hospital psiquiátrico en la Unión Sovietica. Jacobo Arenas, el estratega militar y el teórico de las FARC-EP durante muchos decenios, muerto de muerte natural en 1990, parece haber querido imponer su autoridad dividiendo a sus subordinados y al final de su vida, afirmando la autonomía de la guerrilla con relación al partido comunista. El debilitamiento de ese partido, como consecuencia del asesinato de un gran número de sus cuadros, no parece haber inquietado en exceso a Jacobo Arenas, como si viera en ello una simple prueba de la vanidad de todo proyecto potencialmente reformista y como si la multiplicación de los "mártires" sirviera para realzar la causa de la lucha armada. Se plantea así el problema de la percepción de la realidad por grupos encerrados durante mucho tiempo en su propio mundo.
(44) Sobre las masacres, Cf M.V. Uribe y T. Vásquez, Enterrar y callar, Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, Bogotá, 1995.
(45) Nombre tomado por la fracción del EPL que se ha convertido en partido político.
(46) Las diversas obras de A. Molano, flindadas sobre la reconstrucción de relatos de vida, dan aproximaciones muy esclarecedoras. Cf Por ejemplo Siguiendo el Corte, El Ancora Editores, Bogotá, 1989.
(47) Para una reflexión sobre estos diálogos por alguien que ha jugado allí un rol importante. Cf J.A. Bejarano. Una agenda para la paz, Tercer Mundo Editores, Bogotá. 1995.
(48) Es la conclusión a la cual llegan los economistas E Gaitán y A. Montenegro a quienes citamos más arriba.
(49) El mismo fenómeno es perceptible con ocasión de las discusiones sobre la aplicación del Protocolo II de la Convención de Ginebra. Induso si este protocolo no prevee en absoluto el reconocimiento de los « insurgentes » como parte beligerante, el gobierno colombiano ha arrastrado durante mucho tiempo 1os pies para firmarlo, por el temor de que las guerrillas puedan en seguida dirigirse más fácilmente a la opinión internacional para denunciar los "excesos" de las fuerzas del orden. En este momento que el Gobierno lo ha firmado, el turno es para la guerrilla de temer que sus propios excesos sean más divulgados.
(50) J.A. Bejarano, "Democracia, conflicto y eficiencia económica", en J.A. Bejarano (bajo la dirección de),Construir la paz, Presidencia de la República, Bogotá, 1990, p. 143-171.
(51) Numerosos retoños de los narcotraficantes de Cali han hecho brillantes estudios en los Estados Unidos o en la Gran Bretaña. En una generación la integración se puede realizar.
(52) Las dos figuras más simbólicas de las FARC - EP y del ELN tienen más de setenta años. Se sabe que las organizaciones cerradas tienen dificultades para manejar los problemas de sucesión.
(53) Cf. Ph. delmas, Le bel avenir de la guerre, Gallimard, 1995 y Z. laldi, Un monde privé de sens, Fayard, Paris, 1994.