Ciencia y Filosofía

 

 

Tomado de: Papel de la Filosofía en el Conocimiento Científico, de Karl Husse.

.....El «problema de las relaciones entre ciencia y filosofía» no lo plantearemos aquí como un problema de relaciones entre dos géneros de saber previamente presupuestos, cada uno definido en sus campos propios, sin perjuicio de sus interrelaciones. El problema de las relaciones entre ciencia y filosofía lo entenderemos, ante todo, como una ampliación del problema de las relaciones que cada ciencia positiva mantiene con las otras ciencias, así como con la realidad que envuelve a todas ellas, limitando sus respectivos «radios de acción». Desde este punto de vista podemos afirmar que el interés por la filosofía, desde la Teoría de la ciencia, no es tanto un interés suscitado como un «complemento exterior», sino el interés suscitado desde el interior mismo de las ciencias, en tanto se limitan las unas a las otras, y son limitadas por la realidad, y en tanto que el análisis de tales limitaciones quiere llevarse a efecto por métodos racionales, aunque no sean científicos.

Por lo demás, carece de sentido hablar, en abstracto, de las «relaciones entre ciencia y filosofía», porque estas relaciones serán entendidas de diferente modo según lo que se entienda por ciencia y según lo que se entienda por filosofía. Ahora bien: en la medida en que consideremos filosóficas a las distintas teorías gnoseológicas de la ciencia (la concepción descripcionista, la concepción teoreticista, la concepción adecuacionista y la concepción materialista), podremos concluir que la cuestión de las relaciones entre la ciencia y la filosofía forma parte, en rigor, de la cuestión de las relaciones entre la filosofía (gnoseológica) de la ciencia y la filosofía en general (incluyendo en esta rúbrica, más precisamente, a la filosofía en cuanto concepción del mundo, en cuanto Ontología).

Situémonos, ante todo, en la perspectiva de un científico que «dedica íntegramente su vida» a la investigación de su propia disciplina, pero que, lejos de encerrarse en ella, se asoma, en las horas de ocio, a otros campos, y aun recorre trechos más o menos largos de sus caminos. Supuestas dadas ciertas condiciones (relativas sobre todo a la satisfacción y entusiasmo de este científico ante la riqueza de las materias que las diversas ciencias ofrecen a su «apetito cognoscitivo») entenderemos muy bien por qué la «visión» que un científico semejante podrá llegar a alcanzar sobre el conjunto de las ciencias se ajustaría a los siguientes rasgos: por de pronto, la visión de la inmensidad de la «ciencia global». Decidido a internarse en los campos de las más diferentes ciencias positivas, nuestro científico verá abrirse ante si un inmenso espacio enciclopédico, de cuya inmanencia no podrá jamás salir, por mucho que adelante en todas las direcciones. Ni siquiera le «quedaría tiempo» para mirar «fuera» de esa enciclopedia, a fin de «recibir el mundo» en su totalidad. ¿Cómo podría distinguir siquiera entre el saber riguroso sobre las cosas del mundo que la Enciclopedia le proporciona con esas mismas cosas que se muestran a través de su saber científico, y no de otro (puesto que supone que el saber científico es el único tipo posible de saber)? Tratamos de mostrar cómo la visión positivista (descripcionista) de la ciencia está propiciada por el trato «desde dentro» con algunas ciencias, a las que se habrá tomado, además, como modelos exclusivos de cualquier conocimiento. Brevemente: la visión positivista radical de las ciencias, el descripcionismo cientificista, puede conducir, en el límite, a una superposición de los espacios abiertos por las ciencias con la realidad misma del mundo cognoscible. Si nuestro saber es, en un sentido riguroso, el saber que nos deparan las ciencias positivas, ¿cómo podremos pensar siquiera en la posibilidad de saber algo sobre el mundo valiéndonos de otros supuestos métodos —filosóficos, por ejemplo, o teológicos— que no produzcan saberes científicos? Un saber que no sea científico —claro y distinto, en la terminología cartesiana— no es un saber oscuro o confuso; es sencillamente ignorancia o no saber. «La filosofía no enseña nada, y nada puede aprender de nuevo por sí misma, puesto que no experimenta ni observa nada», decía Claude Bernard.

Federico Engels, en el umbral de su Anti-Dühring rondaba esta misma idea: «En los dos casos del materialismo científico de la época, que ha logrado establecer con Kant y Laplace, la ley de la evolución de los astros, y con Darwin, la de los organismos, es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas y del conocimiento de las cosas, se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.»

Nos encontramos, en resumen, en una situación tal en la que la visión de la ciencia se autopresenta como la única visión racional y universal de la realidad, lo que significará que no cabe conceder ningún lugar a una filosofía que no sea científica. A lo sumo, podrá decirse que la filosofía queda reabsorbida en la enciclopedia de las ciencias o podríamos añadir que la filosofía, que había sido «madre de las ciencias», ha entrado ya en el período de su agonía mediante su «realización en el conocimiento de la enciclopedia de las ciencias positivas». Al mismo tiempo, cuando se concibe el saber científico positivo de modo tan radical, será lógico concluir, no sólo que fuera de ese saber no podemos saber nada, sino que, por ello, ni siquiera podemos afirmar que quedan residuos inaccesibles al método científico: el saber científico tenderá a autoconcebirse como un saber virtualmente omnisciente, total y completo. Por análogos caminos por los cuales Hegel llegó a negar la cosa en sí kantiana y a proyectar la elevación panlogista de la conciencia al «saber absoluto», el positivista radical llegará a negar las realidades que no estén contenidas en las ciencias y concebirá a la ciencia de un futuro, acaso muy próximo, como omnisciencia. ¿Acaso el Genio de Laplace no desempeñaba, en el terreno de la ciencia mecánica, funciones similares a las que Hegel asignó a la conciencia absoluta, en el terreno del saber filosófico? Una suerte de «fundamentalismo científico» se abre ante nosotros.

El peculiar género literario que reconocemos en las obras de los físicos que ofrecen su «visión científica del mundo» es cada vez más cultivado; se admite que las diversas ciencias categoriales, particularmente las ciencias físicas o biológicas, puedan y deban ser utilizadas como instrumentos capaces de abordar la totalidad de los problemas filosóficos. Ahora bien: lo que una ciencia positiva puede ofrecer es una visión científica de su campo categorial, y no una visión científica del mundo. Sin embargo es frecuente hablar de determinadas teorías físicas como si fueran «teorías del todo» (TOE = Theory of everything). Un autor, por ejemplo, en un libro reciente (E. Laszlo, Evolución, la gran síntesis, 1987), se atreve a escribir, apoyándose (dice) en los resultados de las ciencias biológicas, físicas e históricas, lo que sigue: «Durante varios miles de años, nosotros, los sapientes, nos hemos preguntado de donde venimos y adonde vamos. Hoy, pasados unos veinte mil millones de años desde los orígenes del universo, podemos estar a punto de averiguarlo.»

La paradoja del fundamentalismo cientificista consiste en que sus proposiciones no pueden ser encerradas en ciencia alguna. El fundamentalismo constituye una reflexión sobre las ciencias, tanto en sus relaciones mutuas como en las relaciones que ellas pueden mantener con su exterioridad. Pero este tipo de reflexiones desborda el horizonte propio de cualquier ciencia (al físico, en cuanto tal, no le corresponde analizar las relaciones entre las Matemáticas y la Biología; estas relaciones, en todo caso, no pueden ser expresadas en el lenguaje de la Física). Dicho de otro modo: el fundamentalismo implica no sólo una filosofía de la ciencia, sino también una ontología y una metafilosofía.Y, por lo menos esta última, es errónea. Porque no se trata de un mero cambio de denominación (llamar «ciencia», en lugar de «filosofía», a la reflexión sobre las ciencias en su relación con los demás saberes), sino que se trata sobre todo de un intento imposible, a saber, la identificación de la filosofía con la ciencia, tanto da si estos métodos unificados se llaman científicos, como si se les llama filosóficos, es decir, filosófico-científicos. El fundamentalismo cientifista no anula, por tanto, a la filosofía, sino que lo que pretende es anular toda distancia entre filosofía y ciencia categorial, llamando a esa supuesta filosofía realizada «visión científica de la ciencia y del mundo». Y aquí reside precisamente lo ingenuo y acrítico de su proceder. Ingenuo y acrítico en tanto presupone, no sólo que cada ciencia tiene la exigencia de poner en claro su posición con la conexión total de las cosas, sino también que el conjunto de todas las ciencias daría como resultado la visión sintética «científica» del Universo. Como si el conjunto de los resultados de las diversas ciencias dibujase por sí mismo un mapa mundi armónico. Pero la filosofía no tiene por qué entenderse tampoco como un tipo de saber científico que «va más allá» de los saberes ofrecidos por las ciencias positivas. Ante todo ha de entenderse como una crítica de las propias ciencias o, mejor dicho, como una crítica de las pretensiones que, una y otra vez, determinadas concepciones de la ciencia atribuyen a las ciencias. Crítica que no puede llevarse a cabo sin disponer de una teoría de la ciencia desde la cual pueda llevarse a efecto el tipo de catarsis que en cada momento se haga preciso.

La conjunción de las diversas maneras de entender científicamente la realidad (según las diferentes ciencias), no constituye una manera más de entender científicamente la realidad. Se trata de «una manera global», de una manera que comportará, fundamentalmente, la tarea de coordinar los resultados de las diversas maneras científicas en las cuales la realidad ha sido captada. Podrá seguir considerándose científica esta coordinación, pero, en tal caso, esta nueva ciencia, no será una ciencia más, sino, o bien una ciencia sui generis, una ciencia «que se busca», o bien una «ciencia de las ciencias». Es decir, es una filosofía, en el sentido tradicional.

Thomas Mann expone admirablemente, en su Doctor Faustus, este modo de entender la relación entre la filosofía y las ciencias positivas por gentes formadas en la confluencia de tradiciones católicas y positivistas: «¼ nos habíamos atenido a la opinión corriente de que la filosofía es la reina de las ciencias. Entre las demás, ella ocupaba, así lo habíamos comprobado, aproximadamente el lugar del órgano en el caso de los instrumentos. Los dominaba, los juntaba espiritualmente, los ordenaba y purificaba los resultados obtenidos en todas las esferas de la investigación, para hacer con ello una imagen del universo, una síntesis superior y reguladora que contenía el sentido de la vida y determinaba con lucidez la posición del hombre en el cosmos.»

La fe en lo sobrenatural verá destruidas las barreras que pretendió ponerle una ciencia entendida al modo fundamentalista. Y asimismo, quedará también abierto el camino hacia una filosofía totalmente liberada de las ataduras científicas y dispuesta a entrar en los caminos de lo inefable (al menos de lo que no se puede expresar en lenguaje científico). Si se supone que la ciencia nada tiene que decir de la realidad, y, menos aun, de las «realidades más misteriosas», lo mejor que la ciencia podrá hacer es callar ante ellas, siguiendo el precepto de Wittgenstein: «Ante lo que no se puede hablar, lo mejor es callar.»

El materialismo reconoce a las ciencias su contribución insustituible en el proceso de establecimiento de verdades racionales, apodícticas y necesarias, como tales verdades, en el ámbito de los contextos objetivos, incluso de aquellos que son cambiantes, que las determinan. En consecuencia, el materialismo gnoseológico excluye cualquier posibilidad de ver a las ciencias como «neutrales» respecto de cualquier género de dogmática mitológica o teológica que interfiera con los contextos objetivos determinantes de la verdad científica. Carecen de todo fundamento (salvo el de interés ideológico) las afirmaciones, que hoy vuelven a ser reiteradas una y otra vez, según las cuales la ciencia, o la racionalidad científica, se mantiene en un plano neutral y paralelo al plano de la fe teológico-religiosa con el cual, por tanto, y en virtud de ese paralelismo, no podrá nunca converger. Es cierto que la mayor parte de los conflictos históricos habidos entre la religión judeo-cristiana y las verdades que las ciencias positivas fueron ofreciendo —el conflicto en torno al geocentrismo, en la época de Copérnico y de Galileo; el conflicto sobre la edad de la Tierra, en la época de Buffon o de Lyell; el conflicto sobre el origen del hombre, en la época de Darwin o Huxley; etc.— , se resolvieron «en el terreno diplomático»; pero no porque los conflictos hubieran resultado ser aparentes, ni porque hubieran sido retiradas las conclusiones de la razón científica positiva: las que se replegaron, refugiándose en el alegorismo, o en la doctrina de los «géneros literarios»; fueron las iglesias católicas y protestantes, obligadas precisamente por el empuje de la racionalidad científica. ¿Pueden decir estas iglesias, con verdad, que el avance de las ciencias no afecta a su fe, considerada en el terreno de su dogmática, o propiamente sólo podrían decir con verdad que el avance de la ciencia no afecta, al menos tal como podría esperarse, a su organización social? El conflicto fundamental entre las «religiones superiores» y la «razón» no se libra, en todo caso, en el campo de batalla de las ciencias positivas, sino en el campo de batalla de la filosofía. Aquí se encuentran los lugares ocupados por el razonamiento filosófico. Por ello cabrá afirmar que los lugares en donde los conflictos entre la fe y la razón se producen de un modo irreducible son aquellos en los que se enfrentan la filosofía materialista y la fe religiosa, y no los lugares en donde se enfrenta una ciencia positiva determinada con un dogma particular.

El reconocimiento del significado de la racionalidad científica como canon necesario para enfrentarse con la realidad, contra todo género de escepticismo no devuelve al materialismo a ninguna de las posiciones que pudieran considerarse más o menos próximas al postulado de omnisciencia que hemos visto planear sobre el fundamentalismo descripcionista o adecuacionista. Con esto se hace posible también dejar de lado ciertos prejuicios jerárquicos, que se fundan en realidad en concepciones metafísicas implícitas del Mundo, según los cuales determinadas categorías científicas —señaladamente las matemáticas o la física— tendrían que desempeñar el papel de fundamentos o bases de todas las demás categorías científicas y, por tanto, del Mundo en su conjunto. Un punto de vista que era imposible adoptar todavía en la época de la «única ciencia newtoniana» —en la época de la Crítica de la Razón Pura de Kant— y que sólo pudo comenzar a madurar un siglo después, cuando la pluralidad de las ciencias, incluso su pluralidad en el ámbito de una misma categoría genérica —mecánica, termodinámica, electromagnetismo, etc.— comenzó a ser un hecho histórico. Me refiero a la supuesta «edad postmoderna». Algunos quieren vincular este presente nuestro directamente con la Ilustración (e incluso con Kant), olvidando todo lo que se contiene bajo la rúbrica de «siglo XIX»: la explosión de la pluralidad de las ciencias, la revolución «neotécnica», la explosión demográfica y urbana, los movimientos revolucionarios de radio internacional, el colonialismo y el imperialismo a escala planetaria.

Pero dado que los objetos conocidos por las ciencias no «agotan» la materia conceptualizada en los contextos determinantes, se comprende cómo las relaciones entre los diferentes conceptos científicos (sobre todo, entre los conceptos tallados en diferentes categorías) habrán de rebasar cualquier horizonte categorial, determinándose en forma de Ideas objetivas tales como la Idea de Causa, la Idea de Estructura, la Idea de Dios, la Idea de Tiempo, la Idea de Finalidad, la Idea de Libertad, la Idea de Cultura, la Idea de Hombre y la Idea de Ciencia. De este modo, el materialismo filosófico puede asignar a la filosofía («académica») unas tareas que, por lo menos, pueden abrigar la pretensión de ser más precisas y positivas de las que pudieran asignársele a partir de formulaciones que intenten definir a la filosofía como una busca de «respuesta a los interrogantes de la existencia», como «meditación sobre la Nada» o como «análisis de los juegos lingüísticos». La filosofía (la filosofía del materialismo filosófico) podría definirse, en cambio, como la disciplina constituida para el tratamiento de las Ideas y de las conexiones sistemáticas entre ellas. Ideas que, en tanto brotan de las conceptualizaciones de los procesos del mundo (de un mundo que, en la actualidad, y precisamente por la acción del desarrollo tecnológico y científico, se nos ofrece como una realidad conceptualizada en prácticamente todas sus partes, sin regiones vírgenes mantenidas al margen de cualquier género de conceptualización mecánica, zoológica, bioquímica, etológica, etc.), no son subjetivas, ni son eternas, aunque son Ideas objetivas. La Idea de Dios, por ejemplo, no tiene más de 3000 años de antigüedad, y la Idea de Cultura objetiva no tiene más de 200 años.

Y como, en nuestros días, la mayor parte de las Ideas se van configurando a través de los conceptos tallados por las ciencias positivas, el materialismo filosófico no puede aceptar la concepción de la filosofía como «madre de las ciencias». La filosofía académica —es decir, la filosofía de tradición platónica— no antecede a las ciencias, sino que presupone las ciencias ya en marcha («nadie entre aquí sin saber Geometría»). Tampoco puede aceptar el materialismo la concepción de la filosofía como una «ciencia primera», como una «reina de las ciencias». La filosofía no es una ciencia, porque las Ideas, en su esencia, no constituyen una «categoría de categorías» susceptible de ser reconstruida como un dominio cerrado. El entendimiento de la filosofía como «geometría de las Ideas» es sólo una norma regulativa del racionalismo materialista y no debiera ser interpretado como denominación de una supuesta construcción efectiva.

 

 

 

 

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