EDUARDO GALEANO 

 

 

Nació en Montevideo, Uruguay en el año l940, Se inicio en el periodismo desde joven en semanario Socialista "El Sol", fue jefe del semanario Marcha y director del diario Época.

En 1973 se exilio en Argentina donde fundo y dirigió la revista Crisis.

En el años l976 continuo su exilio en España.

Regreso a nuestro Uruguay en el año 1985 cuando regresábamos  a la democracia , Actualmente dirige su propia Editorial llamada  " EL CHANCHITO" .

Su narrativa se basa en la realidad de toda América Latina sus obras son se ha transformado en un archivo histórico de todo el continente las mismas han sido traducidas a más de 20 idiomas

Sus reconocimientos,  en dos oportunidades obtuvo el premio de Casa de las Américas, en l986 fue premiado por el Ministerio de Cultura del Uruguay.

En 1989 recibió el  American Book  Award distinciòn que otorga  la Washington University Usa.

Hoy en día es uno de nuestros grandes embajadores de nuestra cultura.

Personalmente no solo es un placer leer sus libros, sino que escucharlo en cada charla que nos brinda,

frente a él parece que el tiempo no transcurre y lo no dejaríamos de hacerle preguntas.    

Quiero ofrecerles algo de el es que todas sus palabras siempre nos hacen reflexionar, por mas pequeños que sean sus escritos no dejan de ser obras y lo principal es que nace de un HOMBRE QUE SIEMPRE DEFENDIÓ SUS PRINCIPIOS.

El diagnóstico y la terapeuta

El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce.
Hondas ojeras nos delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.
El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quererme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de ostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.




La televisión

En los veranos, la televisión uruguaya dedica largos programas a Punta del Este.
Más interesadas en las cosas que en la gente, las cámaras llegan al éxtasis cuando exhiben las casas de los ricos en vacaciones. Estas mansiones ostentosas se parecen a los mausoleos de mármol y bronce en el cementerio de La Recoleta, que es la Punta del Este de después.
Por las pantallas desfilan los elegidos y sus símbolos de poder. El sistema, que edifica la pirámide social eligiendo al revés, recompensa a poca gente.
He aquí a los premiados: son los usureros de buenas uñas y los mercaderes de buenos dientes, los políticos de creciente nariz y los doctores de espaldas de goma.
La televisión se propone adular a los que mandan en el Río de la Plata, pero sin quererlo, cumple una ejemplar función educativa: nos muestra las altas cumbres y en ellas delata la tilinguearía y el mal gusto de los triunfantes cazadores de dinero.
Debajo de la aparente estupidez, hay verdadera estupidez.




La dignidad del Arte

Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.
Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asis, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala.
Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.


El Mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó.
Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
-El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.


Los adioses

Llevábamos nueve años en la costa catalana y ya nos íbamos, faltaban dos o tres días para el fin del exilio, cuando la playa amaneció toda cubierta de nieve. El sol encendía la nieve y alzaba, a la orilla de la mar, un gran fuego blanco que hacía llorar los ojos.
Era muy raro que nevara en la playa. Yo nunca lo había visto, y sólo algún viejo vecino del pueblo recordaba algo parecido, de tiempos remotos.
Se veía muy contenta la mar, lamiendo aquel inmenso helado, y esa alegría de la mar y esa blancura radiante fueron mis últimas imágenes de Calella de la Costa.
Yo quise responder a despedida tan bella, pero no se me ocurrió nada. Nada que hacer, nada que decir.
Nunca he sido bueno para los adioses.

 

 

Los Nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de
pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a
cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni
mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho
que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se
levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguna dos, corriendo la liebre, muriendo la
vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la
prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

 

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