"Il y a comme ça dans la vie

De merveilleux passagers

Qui croisent nos existences

Et nous font l'instant de beauté

Où il nous semble

Que l'on dialogue avec des anges"

 

Barbara, John Parker Lee ( 1996)

 

La última vez que estuve en Francia, a mediados de 1997, Barbara (1930-1997) estaba viva. Dalida (1933-1987), otro monstruo de la canción francesa, se había suicidado once años atrás. Desde entonces, el hermano de Dalida --productor de sus últimos discos-- había profanado su voz en innumerables mezclas, haciéndole vender más discos después de muerta que en más de treinta años de carrera. Como la pobre Bernadette, otro mito nacional incorrupto por milagro en su cripta desde 1879, Dalida no acababa de morir: la era digital no se lo permitía.

 

Yo volvía a Francia con la intención de comprar la recopilación de la obra de Barbara, que había salido a la venta en 1992 en un cofre de 13 discos (ya no era una colección completa, pues habían salido otros dos desde entonces). Sabía que Barbara había cumplido 67 años, que había suspendido sus actuaciones en 1994, que se había despedido con un disco compacto grabado en estudio en 1996 (casi 40 años después de su primer disco, de pasta), y que unos 20 años atrás ya había declarado: "Le jour où je ne chanterai plus, je me tuerai". Hablé de Barbara con muchos franceses; ninguno pensaba que su vida corriera peligro. Sin palabras, me daban a entender que mi preocupación era sospechosa e incluso impropia (después de todo, yo ni siquiera era francés). Para no pasar por loco yo cambiaba de tema y hacia preguntas sobre el último disco de Dalida (hasta la fecha), sus videos, su tardía carrera de actriz truncada apenas nacer, su mausoleo cubierto de flores.

 

Como desde 1973 Barbara sólo salía de su casa de Précy para cantar, se me ocurrió que a mi regreso del viaje le haría una página en la internet (increíblemente, había muy poco sobre Barbara en la World Wide Web). Sabía que Barbara la leería, pues no era una ermitaña cualquiera: mantenía entrañables relaciones por teléfono y por fax y seguramente, a su ritmo, también navegaría por el ciberespacio.

 

Se me hizo tarde.

 

Ahora que Barbara y Dalida tienen la muerte en común, se hacen más patentes sus diferencias: después de una breve etapa en que Barbara dice preferir la muerte a la vejez ("Qu'on ne me voie jamais/ Fânée sous ma dentelle", canta en À mourir pour mourir, 1964) decide que la muerte no le amargará la vida --"J'aime mieux vivre en enfer que mourir en paradis" (Les insomnies, 1978)-- y subordina su afán perfeccionista a la espontaneidad de la déchirure, porque ha encontrado en su público el amor absoluto, el único por el que vale la pena vivir (Ma plus belle histoire d'amour, 1965). Con él mantendrá una relación que sobrevivirá la evolución de su arte y la mutación de su voz. El público le profesará un amor incondicional que, lejos de aprisionarla, la liberará, le dará permiso para seguir siendo auténtica, fiel a sí misma, para mantener una línea de conducta y una integridad artística que no excluyen --sino que conllevan-- la posibilidad dde correr riesgos y de equivocarse: así, los años van revelando las múltiples facetas de una artista en constante renovación, que, desoyendo siempre el dernier cri (desde el yé yé hasta el disco) se atreve a incursionar --con resultados desiguales-- en la comedia musical y en el cine. Es cierto, Dalida también se renueva y es igualmente infatigable, pero --presa de los índices de popularidad-- corre riesgos calculados, atando su imagen y su repertorio a la moda ya consagrada en el extranjero. La acogida de su público será proporcional al rechazo de los críticos, que parecieron esperar a que muriera para revalorizarla. En lo personal, Dalida no logrará reponerse a una larga racha de tragedias y desengaños que, sumada a la merma de una celebridad otrora inmensa, la llevarán al suicidio.

 

La muerte es, precisamente, uno de los temas más recurrentes en la obra de Barbara, pero su constante presencia, en lugar de amedrentarla, la revitaliza. A lo largo de cuarenta años, Barbara --siempre lúcida ante el paso del tiempo-- se dedica en cuerpo y alma a su arte y a un público que, siempre joven, le devuelve como espejo su crónica jovialidad.

 

*

 

"Le seul objet auquel je sois vraiment attachée,

ce sont mes lunettes...

Mon piano n'est pas un objet, monsieur,

c'est un piano, c'est tout"

 

Lily Passion a un periodista, en el musical Lily Passion (1986)

 

Tanto se ha especulado sobre la imagen de Barbara como descuidado el análisis de la obra a la que consagró su vida. Mucho antes de que Barbara fuera la popularísima intérprete de L'aigle noir (1970) o la ermitaña recluida en su casa de campo de Précy (Précy jardin, 1973) ya presagia su leyenda la casi onírica entrevista publicada por Jacques Tournier (Barbara ou les parenthèses, Ed. Seghers, 1968). Tanto Tournier en su libro como Marie Chaix en el suyo (Barbara, Ed. Calmann-Lévy, 1986) llenan los silencios o suplen las parcas respuestas de la cantante con conjeturas llenas de poesía. Poesía, bien entendu, de fervientes fanáticos. Que los autores de los dos únicos libros sobre Barbara no sean periodistas sino escritores no ayuda a disipar el mito; mucho me temo que yo, otro ferviente fanático, tampoco lo logre.

 

Como Lily Passion --la cantante que encarna Barbara en el musical del mismo nombre-- repite textualmente frases que la propia Barbara ha dicho alguna vez a un periodista ("J'ai passé plus de nuits a chanter que dans les bras d'un homme", "J'ai été mariée il y longtemps, mais je ne me souviens pas du tout du visage de mon mari"), resulta tentadora la perspectiva de identificar a las dos mujeres y creer oír de los labios de la propia Barbara la confesión de que salir a escena la aterroriza ("J'ai peur/ Mais j'avance quand-même/ Car j'aime") y de que cuando comienza el espectáculo cae presa de una fuerza extraña que la hace cantar con una voz irreconocible ("C'est moi et ce n'est pas moi"). No en vano se han comparado sus actuaciones con los trances de una sacerdotisa en pleno rito litúrgico.

 

Hasta que se publiquen las memorias que Barbara había comenzado a escribir, sería interesante releer las declaraciones textuales recogidas en las pocas entrevistas que concedió ("Oui j'aime bien les journalistes. Mais je déteste les questions", dice Lily). Ahora bien, ¿hemos de dar crédito a sus declaraciones? El único manifiesto con que abre la recopilación de su discografía es un verdadero ceci n'est pas une pipe:

 

Je ne suis pas une grande dame de la chanson

Je ne suis pas une tulipe noire

Je ne suis pas poète

Je ne suis pas un oiseau de proie

Je ne suis pas désespérée du matin au soir

Je ne suis pas une mante religieuse

Je ne suis pas dans les tentures noires

Je ne suis pas une intellectuelle

Je ne suis pas une héroïne

Je suis une femme qui chante

 

En la entrevista de Tournier, Barbara sostiene que las letras de las canciones en realidad no importan ("Je mets des mots sur la musique parce qu'il le faut"). Es cierto, cuando el sentimiento lo pide, Barbara convierte las sílabas en letanía, súplica o cantinela (La femme d'Hector, de G. Brassens, 1960, Ne me quitte pas, de J. Brel, 1961, Je ne sais pas dire, 1964), y las letras de la antología están plagadas de erratas y omisiones. Pero ¿por qué entonces escribe ella misma las letras de innumerables canciones de su repertorio? ¿Por qué, de las 143 canciones de su autoría, sólo canta dos canciones sin letra, Le passant (1970) y Musique pour une absente (1973), y recita por primera vez en 1993 el texto de una de sus últimas composiciones (Femme-piano-lunettes, concebida en 1990) tres años antes de ponerle música (1996)?

 

Barbara interpreta canciones ajenas que, sin embargo, parecen describirla vívidamente, legitimando su imagen definitiva, la de la artista que, celosa de su vida privada, sólo comparte su intimidad en escena ("Mes secrets sont pour vous, mon piano vous les porte/ Mais quand la rumeur passe, je referme ma porte", canta en L'enfant laboureur, 1973, de F. Wertheimer): en canciones como Le piano noir, 1987, de D. Thibon y R. Charlebois, se recrea el juego entre la artista y su imagen ("Vous savez," le dirá a un periodista, "Je ne me suis jamais prise pour Barbara") que culmina en Lily Passion, el musical coprotagonizado por Gérard Depardieu en que una excéntrica cantante pierde la voz.

 

A mi juicio, la fascinación del personaje de Barbara radica en que supo ser una profesional disciplinada y perfeccionista, trazarse una línea de conducta e incluso un futuro personal de los que no se apartó ni un ápice (empezó a vaticinar su celibato a los treinta y tantos años y se recluyó con apenas cuarentaitrés en la casa donde moriría) pero nunca dejó de ser una mujer de carne y hueso, con sus contradicciones y paradojas.

 

Cuando empieza a cambiar la voz, Barbara no modifica el registro de sus canciones, ni deja de interpretar las que compuso en su juventud. Además, en lugar de refugiarse en los estudios de grabación, eterniza en disco tras disco los mágicos instantes de sus conciertos. De hecho, nunca llega a grabar en estudio muchos de sus últimos grandes éxitos (como Sid'amour à mort, 1987), y algunos temas grabados en estudio son apenas versiones preliminares del verdadero éxito, cada vez más logrado de concierto en concierto (Perlimpinpin, 1972 (en estudio), 1974, 1978, 1981, 1987, 1990, 1993 (en vivo)).

 

Escuchar las versiones originales de las primeras canciones y luego las interpretaciones de diez, veinte o treinta años más tarde es una experiencia escalofriante. En las diversas versiones en vivo de Drouot (1974, 1978, 1981, 1987, 1990), la voz de Barbara, que en la versión de estudio se limita a narrar --con bastante prisa-- un trágico episodio en la vida de una anciana (1970), es cada vez más lenta y más grave, hasta que acaba por asemejarse a la queja de la propia anciana de la historia...

 

Mucho de lo que se ignora de la vida de Barbara ha dejado huella en su voz, incluso en las grabaciones de estudio. La primera versión de La solitude (1965) es casi burlona; en la segunda (1970), la cantante ya recibe con cierto respeto a la inoportuna visita, porque ha venido a quedarse... (¿o acaso para sus adentros Barbara sigue riéndose de la soledad en la canción y finge tristeza al interpretarla para dar al público un kitsch más fácil de digerir que la sorna?)

 

*

 

Aunque el compás preferido de Barbara fue el tres por cuatro, de vez en cuando incursionó en un cuatro por cuatro generalmente juguetón, no siempre reservado a los temas alegres: J'ai troqué (1958), Si la photo est bonne (1965), Y'aura du monde (1967), Au revoir (1970), Hop là (1970), Rémusat (1972). A veces el cuatro por cuatro también es el de vaudeville: De Shanghaï a Bangkok, de G. Moustaki (1961), Bref (1964), Elle vendait des petits gâteaux, de J. Brun y V. Scotto (1968), Gueule de nuit (1968), L'homme en habit rouge, coescrita con G. Bourgeois (1974).

 

Las huellas de su formación clásica (Schumann, Fauré, Debussy) se hacen evidentes en canciones barrocas (Au bois de Saint Amand, Une petite cantate (1965), Du bout des lèvres, 1968) o románticas, desde las melodías simples de Attendez que ma joie revienne (1963) o Dis, quand reviendras-tu? (1963) hasta las tonalidades más complejas de canciones como Le sommeil (1968).

 

*

 

"C'est beau

L'amour qui derange

Mais au ciel de ma mémoire

Me revenait tous les soirs

L'ombre de mon piano noir"

 

Barbara, Femme piano (1996)

 

Si se analizan las más de cien letras escritas por Barbara, hay muy pocas sin contracara, en que haya sólo alegría o esperanza en estado puro: Toi (1965), Regarde (1981). De igual manera ilumina con destellos vivaces algunas de sus canciones más tristes (Le mal de vivre, 1965). Por lo demás, no hay rosas sin espinas, y el discordia concors --o la ciclotimia-- se hace patente ya en la música, ya en la letra (Le soleil noir, 1968, Le bourreau, 1972, Il automne, 1978).

 

En muchas canciones, Barbara es la mujer que sabotea sus propias historias de amor y, juzgándolas condenadas, las interrumpe "a tiempo": en la primera canción propia que graba, J'ai tué l'amour (1958), canta "J'ai tué I'amour/ Parce que j'avais peur/ Peur que lui il n'me tue/ À grands coups de bonheur"; en Parce que (je t'aime) (1967), "C'est parce que/ Je t'aime/ Que je préfère /M'en aller", en Amours incestueuses (1972), "Pour que ne ternisse jamais/ Le diamant qui nous fut donné/ J'ai brûlé notre cathédrale", en Sables mouvants (1993), "Un jour/ Demain/ Je partirai/ Sans rien te dire/ Sans m'expliquer". Los otros amores imposibles, que le arrancan una sonrisa sardónica, son los adúlteros (Paris 15 août, 1964), pero los amores con que Barbara tropieza más sistemáticamente son los amores incestuosos, pasiones fatídicas por excelencia, que se consuman y consumen incluso fuera de la ley (desde la travesura de Si la photo est bonne (1965), en que la mujer del juez simpatiza con un delincuente juvenil, hasta Lily Passion (1986), en que la cantante se enamora de un asesino en serie que sólo mata en las ciudades incluidas en su gira). Pero a esos amores no tendrá que entregarse porque serán fugaces y, por naturaleza, desesperados y marginales (en Le bel âge, 1964: "Moi pour lui, lui pour moi/ Et nous pour personne"). Sin embargo, en medio del frenesí, la experiencia de una madurez precoz no le permite perder la cabeza: a sangre fría, Barbara decide cuándo ha de terminar la relación y, sin lamentarse, incita al amante --como no lo haría una madre, pero sí tal vez una sabia tía-- a dar vuelta de hoja (II avait presque vingt ans, 1964). Sólo en un caso se pone del lado del perdedor (del menor) cuando acaba el idilio: en Églantine (1971), "l'enfant veuf" llora la muerte... de su abuela.

 

Barbara dice en una entrevista que no hay nada más conmovedor que ver a una pareja pasar con los años de la pasión a la ternura, "mais" agrega, "lorsqu'on cherche I'absolu...". Por eso, porque el amor que celebra es un arrebato, la música que lo acompaña suele ser un frenético vals, un torbellino que no deja pensar (Gare de Lyon, 1964). La única felicidad posible es la de la insensatez; el sentido común estropea la magia, la domestica (La déraison, 1981).

 

Del tema de la imposibilidad de un amor absoluto y perdurable a la vez parece surgir la insaciable búsqueda del ideal en la ilusión fugaz que ofrece --al cliente o a la propia profesional--- la prostitución: hasta bien entrados los años sesenta, la puta parece ser el personaje à clef tras el cual se esconde la mujer para reivindicar mediante la canción la búsqueda del placer como fin en sí mismo. Barbara rara vez describe o encarna a la puta como víctima (y cuando lo hace es con textos ajenos: La chanson de Margaret, de P. Mac Orlan y V. Marceau, o La complainte des filles de joie, de G. Brassens); por lo general sus noctámbulas son luchadoras, pícaras o libertinas sin complejos (J'ai troqué, 1958, Gueule de nuit, 1968, Hop là, 1970).

 

El único otro extremo posible parece ser el del celibato. Durante un tiempo, las mujeres de Barbara se balancent entre la promiscuidad y la castidad: J'ai troqué, 1958 ("J'ai troqué mes chaussettes blanches/ Contre des bas noirs"), Toi, 1965 ("Tu m'as faite, au premier matin/ Timide et vierge, vierge et catin"). En La solitude (1965), acecha a la mujer (qui "veut encore rouler des hanches") una siniestra figura. Confundiendo el deseo sexual con el impulso vital, el oyente podría pensar que se trata de la muerte, pero no: es la soledad, mascota con que la mujer acabará resignándose a convivir.

 

A la muerte, que aparecerá sin disfraces en innumerables canciones, Barbara siempre la mirará a los ojos, impertérrita, pero cada vez desde un punto de vista diferente: el de la huérfana de padre ("Je veux que tranquille il repose/ Je I'ai couché dessous les roses", Nantes, 1963), el de la insomne sobresaltada por el muerto que regresa ("Qui es-tu pour me revenir?/ Quel est donc le mal qui t'enchaîne?", Au cœur de la nuit, 1966), el del espíritu que vigila a los deudos --sinceros o no-- que asisten al entierro ("Ah, je voudrais, rien qu'un instant/ Les voir sur la dalle froide", Y'aura du monde, 1966), el del alma compasiva que ruega por el descanso de los que se han ido ("Oh, que du moins soit exhaucée/Leur dernière prière", Quand ceux qui vont, 1970), el de la mujer desafiante que le planta cara al memento mori ("Au dernier souffle de ma vie/ Il ne prendra qu'un corps sans vie", Le bourreau, 1972), el de la conciencia que nos recuerda que "c'est du temps de leur vivant/ Qu'il faut aimer ceux que l'on aime" (C'est trop tard, 1972), o el de la cuarentona huérfana, esta vez de madre (sin palabras en Musique pour une absente, 1973, "On peut être une orpheline/En n'étant plus une enfant", Rémusat, 1974).

 

Con la misma compasión con que habla a (o de) sus muertos y amantes, Barbara también relata momentos cruciales de la historia de toda una galería de personajes incomprendidos (Marie Chenevance, coescrita con J. L. Dabadie, 1965), desesperados (L'amoureuse, 1968), confundidos (Joyeux Noël, 1968), decrépitos (Drouot, 1970), abandonados (el nieto de Églantine, 1972) o algo siniestros (Monsieur Victor, 1981)... Con un poco menos de paciencia advierte a los hipócritas que "se les ven las cartas" (Y'aura du monde, 1966, Les rapaces, 1967); la indignación la reserva para los responsables de la violencia (Perlimpinpin, 1972). Siempre en contacto con la sociedad de que es parte, Barbara declara por primera vez sin ambigüedades en Le soleil noir (1968) que nunca dará la espalda a las causas en que cree: tras intentar "ne plus, jamais plus vous parler de la pluie", vive "l'heure de nonchalance", pero no consigue olvidar el lado oscuro de la vida ("Mais un enfant est mort/ Et le soleil est noir"). Trece años más tarde, en Mille chevaux d'écume (1981), la antítesis: Barbara propone la música como vehículo de la evasión, siquiera momentánea, de los males de este mundo... No obstante, una Barbara cada vez más política comparte su júbilo por la victoria de Mitterrand (Regarde, 1981), se asocia a las manifestaciones estudiantiles de noviembre de 1986 (Les enfants de novembre, 1986), se desvive ante la aparición del sida (Sid'amour à mort, 1987) y se solidariza con la causa de Armenia (Pour toi, Arménie, 1989).

 

En otras canciones, el mensaje recurre a la mitología (Marienbad, con letra de F. Wertheimer, 1973) o al sugerente poder simbólico de ciertos animales: mantis religiosa, Barbara "croque le mari/ Qui rôde a mon alentour" (en Ni belle ni bonne, coescrita con L. Gnansia, 1964, su voz coincide con la de "la otra" (Barbra), nasal, juguetona y jazzera también en esa época; curiosamente, Streisand no tardará en grabar un disco en francés titulado Je m'appelle Barbra). Las oscuras metáforas y la ambigüedad de L'aigle noir (1970) hacen de la canción el símbolo del misterio de Barbara; muchos han creído ver en ella su autorretrato. En La louve (letra de F. Wertheimer, 1973), Barbara es otra vez la mujer fatal ante la cual peligran los matrimonios de las mansas "ovejitas" (como Alfonsina Storni en el poema homónimo).

 

Desde siempre Barbara se mantiene en contacto con la naturaleza; viva o no en la ciudad, Barbara canta al jardín, al pueblo, al árbol, al lago y al sol; sus canciones nunca se alejan demasiado del bosque. En ese espacio pagano, atemporal e inquietante, de falsa apacibilidad, flota la tension sexual primigenia. En el bosque se dan casi inocentes paseos de cuento de hadas (Ce matin-là, 1963), se goza el instante (Le temps du lilas, 1963), no se sabe a ciencia cierta lo que sucede (Pierre, 1964), se confunden la edad adulta y la infancia (Au bois de Saint-Amand, 1964) o se dan cita los vivos y sus muertos (Au cœur de la nuit, 1966). En Le temps du lilas, Barbara, que "ha vivido" --apenas treintaitrés años--, aconseja a los "jóvenes" que no dejen de bailar "la valse qui nous fait la peau douce" ni desperdicien la fruta apenas madura del paraíso terrenal. En Ce matin-là, la mujer madruga para ir al bosque a recoger los primeros frutos de la estación, que ofrecerá al hombre cuando despierte. ¿Canto bucólico de la devoción conyugal? Si no fuera por una frase: "tant pis pour moi le loup n'y était pas". Por último, Pierre parece pintar una imagen ideal de felicidad doméstica: la mujer espera junto al hogar el regreso del hombre, pensando en recordarle que hay una gotera en el garage. Cae la noche, crepita el fuego y no para de llover. De repente, un ruido. No es nada, sólo un pájaro nocturno que huye (o eso parece). Luego, se oye un coche que se acerca. La mujer no duda de que es Pierre, pero la canción nos aleja de la desapacible escena sin darnos tiempo para cerciorarnos de que no es algún emisario agorero.

 

*

 

"Ah! Monsieur, répond la petite bonne

Ce que vous me dites n'a rien qui m'étonne

Que je m'y prends mieux que Madame, pardi

Tous les amis de Monsieur me l'ont déjà dit"

 

H. Fragson, Les amis de Monsieur

 

Barbara inaugura su repertorio con éxitos populares de principios de siglo. Luego, sobre todo en los años sesenta, escribe melodías simples y perfectas (que ya al oírlas por primera vez nos son inmediatamente familiares) y, mediante inauditas y eficaces modulaciones, enlaza diversas variaciones de la misma estrofa en una misma canción. Es la época de sus más grandes éxitos.

 

La recopilación de distintas versiones de la misma canción permite observar cómo evolucionan los arreglos de los éxitos de los años sesenta hasta llegar a la que será su versión definitiva: a menudo, las canciones se despojan del bajo y de la flauta a medida que Barbara y su piano cobran más aplomo. Aunque más tarde se superpondrán a su interpretación intimista guitarras eléctricas, sintetizadores e incluso baterías electrónicas, las versiones en vivo, más despojadas, siguen reflejando su tendencia al minimalismo...

 

Ya hacia los años setenta, Barbara empieza a componer canciones en varios movimientos, con dos o tres ritmos y claves diferentes en la misma canción, (L'amoureuse, 1968, es uno de los prototipos de la nueva tendencia). Aparecen nuevos ritmos y arreglos, así como las insólitas disonancias que incorpora, al son de ritmos africanos, a los textos de R. Forlani en el fallido espectáculo Madame (1970).

 

Es una etapa experimental y más extrovertida; en L'aigle noir (1970), su recalcitrante perfeccionismo se deja llevar por la música y perdona increíblemente al baterista, que pierde el compás hacia el final de la que será su canción más popular... Quien en otros tiempos cantaba "Je ne sais pas dire je t'aime" ahora grita una y otra vez (en dúo con F. Wertheimer y entre los aullidos de desgarradas guitarras eléctricas) "Je t'aime" en la canción del mismo nombre, con letra del propio Wertheimer.

 

En la etapa siguiente, los versos se acortan y la poesía se vuelve impresionismo, jazz, imagen e instante, pincelada y frase trunca; Barbara yuxtapone sustantivos (desde Le soleil noir, Tu sais y Testament, 1968, hasta Mille chevaux d'écume, 1981). Su nueva estética culmina en el musical Lily Passion (1986): "Il fait bizarre sur la ville/ Trottoirs-miroirs/ Hagard cafard/ Blafard départ". Por otra parte, interpretar en los conciertos las viejas canciones de largos y complicados versos la deja sin aliento...

 

Las influencias musicales extranjeras, que afloran en los años setenta con el tango y el fox-trot (Monsieur Capone, 1973) y la bossa-nova (Clair de nuit, 1973), pasan los ochenta con un Tango indigo (1986) digno de Piazzola y llegan a los noventa con atisbos de gospel (Le jour se lève encore, 1993), ragtime (Lucy, 1996) y blues (Vivant poème, 1996). A lo largo del viaje, el oboe de Barbara se ha convertido en saxo gruñón; ya desde el album Seule (1981), el fraseo en estudio es más grave e histriónico, como en sus últimos conciertos.

 

Algunas peculiaridades interpretativas la harán inconfundible: el anuncio de las consonantes que abren el verso siguiente cerrando la última vocal del verso anterior, sobre todo en canciones como Nantes; los saltos vocales hacia agudos aflautados, en La solitude y otras. Con los años, los suspiros, murmullos o silencios que agregan sensibilidad a su interpretación de canciones como Maîtresse d'acteur, de L. Xanroff (1958) o D'elle à lui, de P. Marinier (1958) ganarán en profundidad en aras de un dramatismo exacerbado ante el público, su "amant de mille bras".

 

Si las canciones de Barbara pueden escucharse una y otra vez es porque siempre hay algo nuevo que descubrir en su interpretación: la melodía de Seule (1981) es sencillísima y el acompañamiento se reduce a la elemental alternancia entre un acorde menor y su dominante; sin embargo, la interpretación de esa melodía en una sucesión atípica de claves (mi menor, sol menor, la bemol menor, fa menor) superpone texturas, dando a la composición la inefabilidad distintiva de la buena música.

 

Entre tanto, en su voz aflora siempre un nuevo matiz, una sombra o un trazo imperceptibles en la primera escucha. Intérprete de cuerda floja, Barbara se columpia entre la desesperación y la ironía. Sabe crear un clima y de repente, en una frase, salir de la congoja de la canción y guiñarnos un ojo, distorsionando la imagen que acababa de evocar, la que creíamos verdadera, única, definitiva.

 

Tal vez esa imagen definitiva no exista; tal vez sea una mezcla de sus dos últimos autorretratos (Femme-piano-lunettes, 1993; Femme piano, 1996):

 

"Ma vie

Ma vie comme j'ai su

Comme j'ai pu

Comme j'ai voulu

Belle ma vie belle"

 

Barbara, Femme-piano-lunettes, 1993

 

"J'ai vu passer ma vie

L'usure

La morsure du temps

Et c'est la fin de mes printemps

Mais j'aime la vie

Belle ma vie

De théâtres en théâtres

J'allume mes nuits

Belles mes nuits

Quand j'avance

Dans la lumière"

 

Barbara, Femme piano, 1996

 

Tal vez Barbara eludió o desmintió todas nuestras imágenes provisionales porque --sabia artista amatoria-- sabía que así nos tendría cautivos. Pero tal vez porque su voz captura el instante del encuentro irrepetible también nos dejó oírla envejecer sin pudor. Hoy como ayer, Barbara nos congrega junto al lago cada vez más profundo de su voz para empaparnos los sentidos en una atmosférica sucesión de reverberaciones.

Chemazzo, 1998.


Para saber más sobre Barbara visitá las páginas de Constance , Gelina, François, y Pascal