La traición de Florencia L.

Transcurría una semana de receso invernal sin mayores ocupaciones: el curso que dictaba en la facultad se reanudaría el veinte y no había perspectivas de ningún estreno digno de mencionar en mi columna; sólo los consabidos espectáculos infantiles. Disponía pues de siete días para haraganear en la calma de la casa sin Carla y de siete noches para compartir con ella a su regreso del taller de arte dramático. Pero al cabo de mi segundo día libre Carla apareció con dos entradas para el teatro.

Esa noche en particular mi mente se hallaba en otra parte y no recuerdo una sola de nuestras palabras; apenas presté atención al día, o al título de la obra en cuestión. Además, estaba demasiado cansado para resistirme; mis energías se habían agotado en alguna parte del segundo acto de la obra que estaba escribiendo (ya por demás insalvable) y el bloqueo había extendido mi insatisfacción al resto de mis actividades. No tenía ganas de discutir ante el hecho consumado, y lamentaba para mis adentros que una vez más los actos de Carla desbarataran sus rectas intenciones: era evidente que se proponía ayudarme a sobrellevar aquellos días de ocio, y había planeado sorprenderme al sustituir nuestras rituales idas al cine por una obra sin demasiadas pretensiones que daban en un teatro ajeno a mi circuito. Mi sorpresa no fue fingida; sí lo fue mi entusiasmo. En cuestión de minutos habíamos pasado a otro tema.

Durante los días subsiguientes, en varias oportunidades, me sorprendí interrumpiendo mis actividades en busca de una explicación para mi fastidio de aquella noche. La primera en acudir a mi mente, la más inmediata, fue que siendo la crítica teatral mi principal ocupación, el ir al teatro no constituía una ruptura real de mi rutina. Tal vez, sin advertirlo, había permitido que mis frecuentes visitas convertieran a cada sala en una suerte de prisión. Peor aún: quizás el desempeño continuo de mi función me había vuelto incrédulo o cínico ante la magia del teatro sin que me percatara de ello.

El carácter ficticio de estos razonamientos no resistió un análisis objetivo: rara vez el teatro me había convocado con regularidad a sus estrenos (o muy honrado me habría visto en saludar su nuevo auge), mientras que la imposibilidad de creer al menos durante un par de horas en la realidad escénica habría invalidado mi sensibilidad como espectador y mi idoneidad como crítico. No; estas razones sólo servirían, en el mejor de los casos, como excusas. La verdad era otra.

La verdad... era que detestaba ir al teatro con Carla. Una parte de mí lo había descubierto hacía mucho tiempo, y si bien otros aspectos más alentadores de nuestra relación (el amor, por nombrar alguno) habían contribuido a restarle importancia al hallazgo, no habíamos vuelto a ir al teatro juntos durante años, y un tácito acuerdo nos había convertido en cinéfilos enfermizos. Una consideración aislada y desprolija de mi fastidio podría acusarlo de desmesura, pero atravesaba una época en que todo lo demás parecía señalar a Carla como mi compañera ideal, y no había podido evitar sentir un cierto desencanto al descubrir, al cabo de varias veladas juntos, que sus puntos de vista con respecto al teatro, sus gustos, e incluso su comportamiento, la habían transformado ante mis ojos en una mujer desconocida, o, por momentos, en una mujer que hubiera preferido no conocer.

Resolví hacer lo posible por olvidar el asunto, a fin de que la noche del estreno (estreno, para colmo de males) me sorprendiera sin malas predisposiciones. No obstante, más de una vez fui presa de una indefinible sensación de familiaridad, imposible de asociar con certeza a la obra en sí -a cuyo título había resuelto no prestar atención- o a algún otro espectáculo presenciado con Carla. Conforme a mi propósito, me resistí a racionalizar el falso recuerdo, y me dediqué en cambio a revisar el cronograma de mi segundo cuatrimestre de clases. Me veía obligado a admitir que, de una extraña manera, la invitación de Carla había conferido a mis ocupaciones una coherencia y una finalidad de la que antes carecían: mis esfuerzos por olvidar la ida al teatro y mis deseos de que ya fuera historia contribuían efectivamente a centrar mi atención en el trabajo, y el tiempo, imperceptible, pasaba.

De repente fue viernes; a su regreso del taller, Carla me encontró ya vestido para salir (a su gusto), revisando otra vez el manuscrito de mi obra, y de inusual buen humor. Decidí llevarla a comer afuera antes del teatro; pensé en algún lugar tranquilo y cercano. Hubo música, velas y vino, ilusiones y recuerdos. Camino del teatro, cuando cruzábamos el parque en silencio, me sorprendí mirando el brillo de los ojos de Carla bajo la luz de la luna filtrada por los árboles. Estaba realmente espléndida esa noche. Pero a medida que nuestros pasos nos acercaban, inexorables, al tumulto que se había dado cita en el Ateneo, la noche idílica se fue desvaneciendo, y cuando llegamos al teatro la despiadada luz de las marquesinas desplazó a la de la luna.

La sonrisa de Carla cedió su lugar a la Sonrisa de Carla en el Teatro. Se alteraron también su forma de caminar y sus gestos. Había cambiado, en definitiva, su público individual por el de La Gente del Teatro. Ni siquiera yo conocía a muchos de ellos; después de todo se trataba de una puesta sencilla y de una compañía de nuevos clásicos que, más allá de sus méritos, sólo atraía a innumerables snobs y a unos pocos fanáticos. Sin embargo, a juzgar por su actitud, cualquiera habría jurado que Carla los conocía a todos. Sin duda los habría tuteado, de haberse atrevido a hablarles en forma directa. Temía, felizmente, un lógico rechazo, por lo que se limitaba a aludir a ellos en todos sus comentarios, que dirigía a mí sólo en apariencia. Oyendo su voz llegué a pensar que el brillo de sus ojos no era más que alcohol.

Entré al patio de butacas con inesperado alivio, deseoso de que por fin la oscuridad y el silencio sumieran en el anonimato a la personalidad que llevaba del brazo. La ubicación era óptima: no tan lejos como para que las filas de adelante me recordaran dónde estaba, ni tan cerca como para advertir los mecanismos secretos de la mistificación que se confabularía ante mis ojos, y a la cual me proponía sucumbir.

El comienzo de la obra me pareció más que promisorio: fuera de las naturales pero leves imperfecciones de ritmo, la intriga estaba bien planteada y la tensión no había decaído en todo el acto. A tal punto me había atrapado que ni los comentarios de Carla ni el sonido que producía al comerse las uñas habían logrado distraerme. Lo que sí me había intranquilizado durante la representación fue el retorno de aquella singular sensación de déjà vu, sólo que esta vez me pareció indudablemente ligada al argumento. Me dediqué a buscar una respuesta en la soledad del entreacto -Carla había salido a fumar y sin duda regresaría en el último momento; no quería ser cómplice de su retraso.

De la trama de la obra dos aspectos atrajeron mi atención. La poco convincente protagonista había cerrado el primer acto con una réplica que correspondía, casi textualmente, a una de las frases que esa misma tarde yo había puesto en boca de mi heroína en la obra que tenía entre manos. Por otra parte, noté un fallo en el reparto: la frescura de una de las actrices secundarias me parecía desaprovechada en un papel tan pequeño, y el hecho de que el público se interesara más por las escenas en que aparecía sólo podía perjudicar al conjunto.

Se trataba sin duda de un críptico balance provisional. La clave del asunto se mantenía fuera de mi alcance; quizá mi perplejidad desaparecería de manera fortuita, tal y como había aparecido mi inquietud. Había resuelto salir en busca de Carla cuando de pronto reparé en el programa había dejado en su asiento. Sentí la curiosidad -algo tardía para un profesional- de enterarme de algunos nombres. Pero antes de que pudiera ubicar el nombre de la actriz secundaria se apagaron las luces, y al extinguirse los murmullos llegaron con claridad a mis oídos los pasos presurosos de mi mujer.

Del segundo acto no pude formar un juicio a la altura de mi reputación. La trama, que ya me resultaba inexplicablemente previsible, se me volvió difusa y plana. Sólo lograban despertar mi interés las contadas escenas iluminadas y puestas de relieve por aquella actriz de reparto. Me hallaba, debo confesarlo, cautivado.

Durante el intervalo, Carla sugirió que intercambiáramos conjeturas acerca del desenlace: el deliberado laconismo con que reciproqué sus predicciones la hizo zambullirse en el programa, y para matar el silencio se le ocurrió comentarlo en voz alta. Así fue como, inocentemente y sin prestarle atención, me leyó, junto con los demás, el nombre de la actriz.

Nombre que, en su artificio -Florencia Linton era sin duda un nombre artístico- lo decía todo. Nombre que hizo innecesarios mis esfuerzos por determinar sus rasgos desde mi butaca; nombre que convirtió el tercer acto en una gran respuesta y en un viaje demasiado lejos.

Florencia Lavenir. Arte dramático, siete años atrás. Juntos habíamos vivido una meolodramática e imposible historia, tan inmersos en nuestros papeles que creímos que la obra nunca terminaría, o que para entonces el aplauso sería premio suficiente. Habíamos salido a escena por un tiempo convenido aristotélicamente, y como buenos actores, habíamos creído y hecho creer que no era así: que la realidad era ésa; que sobre el escenario se iría conmigo y no con él, que sobre el escenario, si así lo deseábamos, podíamos tener hambre, tener hijos, que si las luces se apagaban era porque llegaba la noche, y no porque había que saludar y bajarse. Bajarse pero eso sí: seguir siendo el de arriba, sacarse la máscara triste y encontrar otra igual abajo; sufrir, en una realidad donde el dolor sólo empieza, un dolor causado por la certeza de que los sentimientos despertados son tan frágiles, y la posibilidad de ser feliz de una vez tan fugaz, como la esperanza de redención en la tragedia.

Había besado a Florencia por última vez antes de su debut en un teatrito de cincuenta localidades. La había visto ensayar su parte en innumerables ocasiones, y una vez me había leído la obra completa, pero la noche del estreno me suplicó que no entrara. Su marido, que me conocía, iba a asistir, y si bien nunca había sospechado nada (o quizás por eso), Florencia no quería sumar a su nerviosismo de debutante el que nuestro posible encuentro pudiera producirle, "aunque ya todo hubiera pasado". Accedí pues, en un último gesto, a su pedido. Nunca la había visto actuar; nunca la volvería a ver.

Hasta aquel viernes. Ahora todo tenía explicación: había oido antes las palabras de la protagonista, pero en boca de Florencia. Las frases del recuerdo habían aflorado en los diálogos de mi obra. En busca de una mayor popularidad, Florencia había cambiado su protagonismo periférico por un papel secundario en una sala más céntrica. Y mi fastidio con Carla obedecía a que mi soledad en el teatro a su lado se contraponía en forma grotesca con la comunicación que el teatro me había permitido establecer con Florencia. Su traición había dejado, en toda su previsibilidad, más secuelas de las que había estado dispuesto a admitir; sin embargo, le debía a nuestra compenetración en lo escénico el descubrimiento, entonces, de mi ineptitud como intérprete, y con los años, de mis aptitudes como crítico. Reconocía súbitamente su presencia en la melancolía que me embargaba en cada ida al teatro; sentía, ahora, su perfume en el hechizo.

Hechizo roto a destiempo al final del tercer acto por los irritantes aplausos prematuros de Carla. Unos pocos se pusieron a aplaudir de pie, más en busca de una breve conspicuidad que por elogiar a los intérpretes. Carla no tardó en unírseles, irremediablemente. Por mi parte, habría preferido quedarme sentado, de no ser porque en un arrebato de ecuanimidad, me pareció que Florencia merecía algo mejor.

Salí del teatro sintiéndome adúltero, o al menos con derecho a ello. Como era de imaginar, Carla decidió esperar en la puerta mientras yo iba a buscar el auto, con la intención de saludar a alguno de los intérpretes. El frío y el silencio de la caminata me sentaron bien; necesitaba aclarar mis ideas, y de regreso a la realidad, poner los recuerdos en su lugar. El auto tardó en arrancar y mi primer impulso fue quedarme esperando a Carla ahí mismo; no correr riesgos. Ver a Florencia de lejos y desde la oscuridad no era lo mismo que, por ejemplo, encontrarla charlando con Carla. Eso sí que sería demasiado teatral, me respondí. Esas cosas no pasan.

Al doblar la esquina ya las adiviné juntas. Cuando acerqué el auto las distinguí con claridad, aunque ya habían apagado las marquesinas. Florencia me daba la espalda, y soportaba la vehemente avalancha de gestos y exclamaciones de Carla, cuya sobreactuación de diva habría hecho dudar sobre quién debía felicitar a quién. Al verme llegar hizo señas de que me bajara. Florencia no se volvió. Murmuró unas palabras a Carla, y supuse por sus gestos que tenía que irse: sin duda la esperaba alguien. Ante mi dilación, Carla insistió. Tranquilo, me dije. Vos no lo buscaste.

Y bajé. Saludé inclinando la cabeza y mirando a Carla. No me atrevía a levantar la vista.

-Qué pequeño es el mundo- dijo entonces Florencia.

En una fracción de segundo pensé ya está, me reconoció, ahora no podés hacer lo que realmente querrías no podés volver atrás siete años lo único que sí podés hacer ahora es mirarla, volcar en esa única mirada todas tus ilusiones muertas y todo tu dolor estéril para que sin dudas pero sólo ella sepa cuánto habrías podido quererla o mirarla y esconderlo todo en una teatralérrima expresión de asombro, sorpresa, entusiasmo o lo que sea pero fingida, de ser posible mal fingida, a lo Carla, a lo adentro pasa cualquier otra cosa o mejor absolutamente nada, eso eso mirarla con cara de me confundís y recordarla sólo al cabo de un gran esfuerzo, mirarla y sólo decirle

Alcé los ojos. Una frase innecesaria quedó suspendida en mis labios.

-¡De veras!- contestó Carla. Fuimos al colegio juntas, ¿sabés, Carlos? Te presento a Carlos, mi marido... Florencia López.