sin querer

"Laisse moi devenir l'ombre de ton ombre,

l'ombre de ta main, l'ombre de ton chien..."

 

No sé para qué lo escribo, tal vez con el tonto afán de volverlo finito, inteligible, objetivo, y ese propósito no hace más que corroborar que no he comprendido nada y que todo ha sido inútil; presiento que con el correr de las páginas la crónica se perderá conmigo. Y yo que creía que las cosas seguían un orden para orientarnos, para que se pudiera aprender de ellas, partir de un punto y dirigirse a otro y saber por dónde ya se ha pasado. Sin embargo, a no ser por aquel instantáneo reconocimiento mutuo, no podríamos hablar de un principio, mientras que hablar de fin es hablar de logro, revelación o descanso, y en el fondo siempre supe que jamás alcanzaría ninguno de los tres.

Persisto, pues, en mi intento, haciendo cruces en los muros del laberinto con la esperanza de que si me alejo unos pasos, si tomo distancia, se enderezará la senda, y la salida (¿el escape, la luz?) será aparente.

¿Para qué lo escribo, si no? ¿para desintoxicarme, lavarme de vos como si no fueras indeleble, o para terminar de darte las gracias por haberme acercado al vacío? Acaso para encerrarte en este puñado de hojas como la única manera... ¿de qué? ¿De evocarte, releyéndolas una tarde de invierno junto al hogar, o de desterrarte, en una séptima noche de insomnio, arrojándolas al fuego?

No tengo respuestas.

 

Laisse moi devenir l'ombre de ton ombre...

No reconocí tus últimas, acaso únicas palabras de amor (y me había jurado no usar esa palabra), tu canción desesperada, ahogada en el ruido de la lluvia y los autos. Comprendí la intención (o el efecto) de esas palabras ante el altar de una iglesia, escuchándome recitar una sarta de promesas inconmensurables a alguien que quería mucho pero. Y sí, tu conjuro surtió efecto, no sólo en aquella ocasión, sino a la vuelta de cada esquina, en cada café, en cada semáforo, en el tren, donde en todo momento y lugar te presentía; y digo surtió efecto no porque alguna vez aquella enésima cara en la multitud hubiera resultado ser la tuya, sino porque nunca lo era. Esa noche, cuando te perdí de vista, la tierra te tragó, para al cabo de cinco años devolverte a la superficie el lunes 9 de mayo de 1987, en el ascensor de un edificio del centro, a las tres y media de la tarde.

Volvía de una entrevista de trabajo. El ascensor iba lleno y yo al frente, con la mirada fija en el reflejo de mi cara en las puertas espejadas. Parpadeé al tiempo que se abrieron las puertas en el octavo piso y por un incomprensible instante, al abrir los ojos el reflejo no era más mi cara, sino la tuya: eras vos; vos y yo sintiendo que retrocedía más de lo necesario; vos y las puertas que se habían vuelto a cerrar; vos y tu mirada desde el fondo de un abismo que sólo se podía conjeturar y no devolvía mi estupor simplemente porque lo arrastraba hacia sí junto con cada idea y cada sensación, como la primera vez; vos y tus ojos de los que nada se podía proteger, ojos de tormenta; vos y tu cuerpo, tenerlo otra vez tan cerca.

Reconstruir esos segundos fue como intentar rescatar un sueño del olvido a esa hora de la mañana en que ya es demasiado tarde; las piezas que faltan se imaginan y el sinsabor original nunca se recupera. Todo es remoto e incierto, y puede también no haber sido. Así fue como creí que habías sonreído, aunque no pude asegurarlo hasta que lo corroboraste, y de igual forma supuse que las cuatro palabras que pronunciaste antes de desaparecer no sé cuántos pisos más abajo habían sido Quiero Ver A Sombra.

Que nuestro reencuentro hubiera sucedido en un ascensor es tal vez el único incidente que puedo enmarcar en parámetros lógicos: no era sino el metafórico presagio de lo que ocurriría en los días subsiguientes, en que entrarías y saldrías de mi historia como de un ascensor, muda e intempestivamente, sin preguntas, excusas ni explicaciones. Porque Quiero Ver A Sombra no era nada de eso; con vos no existía ni eso ni cualquier otra mentira que conllevara una premeditación a la que nunca te habías sometido. Quiero Ver A Sombra era el lenguaje en su mayúscula economía: cuatro palabras que me decían que habías vuelto a la ciudad, a la buhardilla, que esa noche te encontraría allí y que tal vez detrás de Sombra me dejarías entrar.

De camino a casa evoqué el inicio de tu viaje de ida a una isla desierta cuya realidad determinabas a tu antojo, adonde arrastrabas mi latente esquizofrenia a modo de compañía. No es que opusiera demasiada resistencia; al principio fue bueno, como al parecer lo son tantas cosas. No nos resultaba una evasión, sino todo lo contrario: tratábamos de deshacernos de todas las respuestas que dan sentido, enmarcan y aseguran, para lanzarnos en busca de una cultura de la que sólo conocíamos dos exponentes: vos y yo, sin más créditos, garantías, ni defensas. Una forma de vida en la que nada era definitivo y todo mejorable, donde no había logros ni metas, antes ni después, ni categorías establecidas para las cosas o las personas; donde ser sólo amable, sólo cínico, sólo compasivo o sólo paciente era en el fondo un desprecio de sí, un desperdiciarse, porque no importaba ser mejor o vivir mejor sino ser más, vivir más. Creo que volví a vos (y se me olvida que sólo abrí la puerta que habías golpeado) no sólo porque extrañaba a todos los seres que habías sido, sino también a los que sólo tu presencia sabía conjurar en mí. Volver a vos fue en cierto modo aceptarlos a todos, sí; pero también convertirme en el campo de su batalla por la supremacía sin dioses que me explicaran cuál causa era la justa, de haber alguna.

Las secuelas de tu vida en la isla también te habían devastado. Lo que había comenzado como una inquietud intelectual se había vuelto en poco tiempo una postura filosófica: desentrañados todos los códigos, te hartaste de ellos. En tu afán de íntima comunión, buscando un idioma ideal que hiciera de dos seres uno, llegaste a la conclusión de que la certeza de compartir un mismo código era una creencia tan necesaria como la del libre albedrío, pero igualmente ilusoria. Dejaste de hablar.

Aun así, mi civilización, que renegando de su estancia en la isla la había abandonado al ver frustrada la colonización, desembarcaría una vez más aquella noche, al cabo de cinco años, esta vez no para enseñar su idioma sino tal vez para aprender otro, fuera cual fuese. Pero oculta en la maleza, una inteligencia náufraga y salvaje que no puede, no quiere recordar una sola palabra de su lengua natal, ni ha necesitado aprender otra en años, presenciaba a la distancia mi llegada, presa de inquietud, desconfianza, temor.

 

Esa tarde, al llegar a casa, me saqué las preocupaciones laborales, me puse zapatillas y un pulóver gris que no había usado en muchos años, garabateé un par de mentiras en el anotador de la cocina y volví a salir, con Sombra. Sí, ese pulóver.

Abriste con aquel pulóver gris (¿que usabas desde hace años? ¿que no usabas desde hace años?) que de ser mi favorito con el tiempo se había convertido en el de luchar con Sombra y dormir en el piso. Lo reconoció al instante (¿antes o después que a vos?) y se abalanzó a tus hombros, lo enhebró con sus garras y con mucha complicidad de tu parte te tiró al piso.

Las hostilidades tuvieron lugar, alternativamente, en cada cuarto, y si el pasillo de aquel quinto piso resultó tierra de nadie (aunque del fragor de la reyerta llegarían sin duda sordos ruidos) fue porque al minuto y medio me decidí a pasar y cerrar la puerta.

Pocos muebles reconocí de nuestros meses juntos; en el tiempo transcurrido desde entonces habían dejado sus huellas diferentes inquilinos. Las siguientes generaciones de mobiliario convivían en paz con lo nuestro; la buhardilla me pareció un cementerio donde vidas dispares confluyen a pocos metros de distancia. Pero el principio unificador, que entrelazaba los objetos y les confería orden, era el desorden, soberano absoluto, que desparramaba su omnipotencia de libros, discos, ropa, lápices, partituras, cigarrillos y comida en la cocina, el baño, el balcón, los cuartos.

Fui a la cocina y me hice café. Desde ahí los veía a los dos tendidos sobre la alfombra, jadeantes, sin aliento. (¿Me?) hablaste.

-Tuve... un... sueño... hace tiempo- la respiración agitada encendía y apagaba tus palabras como carteles luminosos. Yo iba leyendo-. Estaba durmiendo... boca abajo, en la alfombra, al lado de Sombra. Como ahora, ¿ves?

Saqué mi vista del fondo de la taza y te miré. Me hablabas.

-Pero escuchaba el latido de mi corazón -seguiste-. ¿Viste que cuando te ponés boca abajo...? -asentí-. Bueno, se oía muy fuerte, demasiado.

Sombra se incorporó y se puso a ladrarte y a arañarte la espalda. Ya está, dije. Ahora se levanta y se van a la calle y yo me quedo hirviendo mi segunda taza de café. Pero no.

-Cuando de golpe noto que el ritmo empieza a disminuir, a disminuir... y pienso qué suerte, ahora voy a poder seguir durmiendo, porque los latidos me habían despertado. Pero no, en lugar de relajarme, me levanto -te levantás- y vengo a la cocina a hacerme un café -y venís; Sombra, haciendo honor a su nombre, no se te separa ni un metro. Miento, cincuenta centímetros. Y leés mi mente.

-¿Ves cómo vino? -me señalás-. Eso es precisamente lo que me extraña en el sueño, que Sombra no me sigue -y yo estoy perdiendo la paciencia; qué pronto perdí el hábito, había olvidado cómo eras los días en que hablábamos-. Entonces vuelvo a la sala y me encuentro una figura acostada, o más bien estrellada, como si se hubiera tirado de un balcón, inmóvil, y a Sombra a un costado, lamiéndole una mano, con esa expresión que ponen los perros cuando les pasa algo a los amos, como de disculpas... Cuando me acerqué vi que era mi cuerpo, helado y sin pulso. Me desperté con escalofríos: era mi primera noche de vuelta en la buhardilla y no había calefacción... Y me dije antes de morir tengo que ver a Sombra. Qué cosa, ¿no? Después voy y te encuentro...

Fue una patada en el estómago. Creo que me las arreglé para ocultarlo obligándome a un último trago de café frío. Mi reacción me reveló que todavía había un rincón de mí que se había hecho ilusiones, o mejor dicho se había creído con legítimos derechos a esperar algo mejor al cabo de cinco años. Porque ya no era una gracia; realmente no tenía nada que hacer ahí. Sombra no habría encontrado el camino, pensé; Sombra no sabe usar el ascensor, por eso vine...

Te dejé en la cocina y conservando una digna indiferencia busqué el pasillo. De repente me faltaba el aire, las paredes me ahogaban. Me seguiste, y Sombra a vos. Abrí la puerta; llamé al ascensor.

-No te podrás quejar -sonreí-. No ha dejado de mover la cola en todo el rato-. No escuchabas. Te recostaste en la pared. -Ah, ya sé. Seguro que tenés una interpretación personal del tema. La mía es un poco anticuada, ¿sabés? Yo siempre pensé que los perros sonreían moviendo la cola.

-En eso coincidimos -dijiste en tono socarrón. ¿Con qué te saldrías esta vez?

-Por eso me atreví a interpretar que Sombra era feliz -concluí.

Estaba serenándome: comprobaba con sorpresa que algo comenzaba a divertirme, a intrigarme. Seducción, se llama. Además, discutíamos: hablábamos.

-Objeción. ¿Hay alguna relación inequívoca entre la sonrisa y la felicidad? No. Ejemplo: hoy en el ascensor. Te sonreí; no sonreíste. Y sin embargo yo no era feliz y vos sí.

Me dabas dos alternativas. Desaparecer con un portazo (pero ya estaba en el pasillo, y el maldito ascensor no venía) o devolver la patada. Yo no lo sabía entonces, pero la broma tenía algo de cierto: vos no ibas a volver conmigo para ser feliz (ya no) sino porque era necesario, y tal vez lo más comparable en tu caso a la felicidad convencional era la satisfacción de esa necesidad. En cuanto a mí... sí, creo que en ese momento había sido feliz, aunque poco se asemejaba esa felicidad a cualquier noción anterior que tuviera al respecto.

Me acerqué a vos y detuve mis ojos a cinco centímetros de los tuyos. Mirándote siempre, desabroché tus pantalones y en una solemne ceremonia los bajé hasta el suelo. Me levanté muy despacio y volvimos a quedar cara a cara.

-Ha lugar- dije. Y tuviste que reírte.

 

Salgo a la calle unas horas más tarde. Hace un poco de frío, por suerte; me gusta el frío porque el aire parece limpio, y necesito aire. Digo salgo y no salimos porque fue imposible conseguir que Sombra volviera conmigo. Me consuelo pensando que en realidad sólo ha sido nuestro perro durante los primeros meses, que yo he podido disfrutarlo mucho más tiempo y que ahora te toca a vos. Ya van dos cuadras y sigo despreciando taxis, y se me ocurre qué suerte también no tener un hijo al que tener que mentirle que Sombra se me escapó; no podría hacerle eso a un chico, vos sí que me hacés ver el lado bueno de las cosas. Además qué: ¿celos de un animal, yo? Todavía no he caído tan bajo. Yo me fui y Sombra se quedó, pero bueno, ya se verá la próxima vez (?).

Entonces: "¿De dónde venís, mi amor?" "De lo de Marcos. ¿No viste la notita?" "Ah, sí. ¿Y Sombra?" "Se quedó allá. Tienen un jardín tan grande y se divierte tanto con Pancho..." "¿Pancho? ¿No se lo habían llevado al campo a ese perro?"

"¿De dónde venís, mi amor?" "De lo de Marcos." "¿Fuiste con Sombra?" "Sí, ¿no viste la notita?" "¿Y dónde está?" "Como a Marcos no le va muy bien en la veterinaria se me ocurrió que le hiciera un chequeo, total..." "Siempre igual. ¿Cuándo vas a aprender a distinguir tus problemas de los ajenos? ¿Nunca te vas a permitir decir que no? Claro, pobre Marcos... Me gustaría saber qué hacés si mañana resulta que se trenzó con otro perro, etc."

No, mañana va a resultar que se le escapó. Acá esta bien, gracias. Quédese con el cambio. Voy bien, ahora sólo me faltan diez pisos, un beso, la explicación que acabo de ensayar, la cena, y si hay una película listo, la vemos y me distraigo un poco, total hasta ahora he conseguido no pensar que te necesito como antes, que estás tan dentro tuyo que a lo mejor ni te encuentro, y que hoy, con los ojos cerrados y sin decir palabra, volvimos a deshacer el amor.

 

Y si vivir en el naufragio había sido en cierta forma un compromiso con mi propia existencia, en el reencuentro se convertiría en una traición. Porque no sólo no evocarías en mí a nadie en particular, sino que además seguirías con esa peculiar costumbre de borrarme del mapa, de hacerme desaparecer cuando te abstraías en cualquier otra cosa para luego súbitamente reparar en mí, volviéndome literalmente a la vida, concediéndome paradójicamente la libertad, y dejándome inevitablemente en deuda, como el genio que sacaron de la lámpara cuya dicha es tal que olvida su pasado claustrofóbico y oscuro para vivir con gratitud imbécil en función de los deseos de su amo.

Irónico destino, dar con un amo que sólo parece anhelar que lo dejen un poco en paz.

 

La libre asociación de imágenes es algo que nunca dejará de sorprenderme. Después de la comida, que transcurrió sin mayores inconvenientes (a no ser por mi pulso algo trémulo al servirme vino, que mucho más tarde pude explicarme) vimos un video del que sólo recuerdo una calle oscura cerca de un río y una mujer rubia con un impermeable; mis ojos estaban abiertos pero miraban hacia adentro, hacia atrás. Al final de la película fingí que dormía, aunque ya me había preparado para el insomnio. No estaba en mis planes confesar la traición -habría sido lo más fácil: admitir la verdad, pagar por ella lo que me fuera exigido pero en definitiva sólo castigar a un inocente y quedar impune. No; yo me había traicionado, y de mí no podía esconderme. Yo había permitido que todo aquello que tanto me había costado conseguir se volviera de pronto frágil e hipócrita. Había dejado de lado por unas horas lo que más valoraba: la convivencia, la casa, los proyectos compartidos, y había vuelto a ellos por deber y con desgano, como se vuelve a un par de muletas. Cuando reparé en una mancha que había en el cielorraso, recordé las paredes restauradas de la buhardilla; el círculo se cerró y volvió a mi mente la vívida imagen de la despedida:

 

A eso de las ocho subí las cajas vacías en el ascensor. Me habías dejado la llave diciéndome que no podrías volver a esa hora. Me pareció lo mejor; separar mis cosas de las tuyas y guardarlas en las cajas en tu presencia tendría la tristeza y la violencia de una subasta delante de los dueños. Era un alivio.

Al abrir la puerta vislumbré una luz. Temblé: había alguien. Decidí hacer ruido, para darle al intruso tiempo de escapar (¿por dónde?). Entonces reconocí el olor. A la noche en que inauguramos la buhardilla, a velas y a mi plato favorito, a misterio y a promesas. Cerré. Saliste de la oscuridad detrás de tu perfume, elegante, con una botella de vino. Sombra se asomó, impaciente, con un moño azul. Habías puesto la mesa como la recordabas. Con una sonrisa traviesa te acercaste a sacarme el impermeable, reteniéndome por un momento entre tus brazos. Pero la magia de aquella primera noche había quedado muy atrás, y aunque repetías tu ritual de seducción de entonces, tu torpeza me dolía como ver caerse a un caballo. Escapé del abrazo y salí corriendo por el pasillo. Para borrar esa patética imagen: quien yo quería (o ya no quería) no se echaba atrás, no pedía perdón. Hasta entonces no había entendido que retenerte bajo mis condiciones era peor que no tenerte; no sobrevivirías en cautiverio. Me avergonzaban mis pretensiones; me apenaba que por fin hubieras accedido a ellas.

Afuera diluviaba. Yo caminaba rápido pero sin rumbo, sólo quería alejarme. Te escuché gritarme pero no me detuve. Crucé la calle; a mis espaldas, frenadas, bocinas e insultos. Vos, que cruzabas corriendo, en verde. Un perro suelto entre los autos. Un moño azul. Sombra. Corté el tránsito y tiré del collar hasta la vereda. Te acercaste. Tres estatuas lavadas por la lluvia. Me agaché y acaricié a Sombra, para quitarle el susto, la lluvia, la pena: sus amos se odiaban.

- Ya no te importa nada, ¿no?

No respondiste. Alzaste la vista, roja. Llovías. La noche lloraba.

Mis defensas comenzaron a ceder; mi cuerpo imaginó mil disculpas, por haber pretendido enjaularte, por haber querido convertirte en otro animal indefenso, por haberme permitido verte llorar. Pero habló el cerebro.

- Estás mal de la cabeza.

Por un segundo algo se apoderó de tus ojos y me atravesó. Creí que me golpearías. Pero sólo fue un momento. Después dijiste algo que entonces no llegué a entender y desapareciste tras un telón de lluvia.

Y Sombra, sin saberlo, había elegido. Cuando te alejaste se quedó a mi lado: te desconocía. En ese momento ignoraba cuánto duraría su elección; yo tampoco lo sabía. Y como si en medio del naufragio el inesperado paso de un pato de hule (a la deriva, como yo) me hubiera tomado por sorpresa, se me escapó una sonrisa: Sombra y yo éramos ahora parte de lo mismo; compartíamos el secreto y el abandono (otra vez se me olvida quién dejó a quién). A decir verdad, no sospechaba hasta qué punto nuestro destino sería similar: ¿Te acordás cuando no nos sabíamos separar de Sombra y decíamos pobre, pensar que no sabe si vamos a volver, y nos propusimos explicarle la diferencia entre adiós y hasta luego? Cinco años más tarde, esa diferencia ya no existía para ninguno de los tres; el abandono sería recíproco y continuo y el amo de turno, indiferente a los ladridos, entraría y saldría de casa sin palabras ni caricias.

Al volver a la mañana siguiente encontré la puerta sin llave, y en la primera panorámica de la destrucción, volví a pensar en el intruso de la noche anterior. Pero un intruso no se habría llevado sólo tus cosas, dejando las mías intactas; un intruso habría robado la vajilla que estaba sobre la mesa (¿dónde está la mesa?) en lugar de hacerla añicos; un intruso se lleva o deja los cuadros pero no los ensarta en los respaldos de las sillas, ni quiebra a patadas una mesa (sí, la mesa era eso), ni ensangrienta las paredes a puñetazos o tira la cama por el balcón (esto lo supe después y no al llegar porque la copa de un árbol había detenido la caída). Sin embargo, cuando el portero me aconsejó hacer la denuncia, asentí a la versión de que efectivamente, alguien había forzado su entrada a la buhardilla y en busca de algo de valor lo había destrozado todo. Por suerte no dio con sus habitantes, cuya posterior desaparición sin dejar rastros sólo podría estar relacionada con el incidente.

Declarado lo cual firmé al pie, porque de alguna manera había dicho la verdad, y prometí mantener a las autoridades al tanto de cualquier novedad relacionada con el caso, del que las circunstancias (la dignidad, la cordura, o todo lo contrario) me desentendieron.

 

Llevo días en medio de una tormenta de nieve, sin rumbo ni refugio. El hambre me recuerda que sobrevivo, y adivino que bajo el abrigo tengo el cuerpo azul de frío. Camino sin tregua, creo que en línea recta; de vez en cuando un árbol o una caída me recuerda que la tierra sigue estando abajo. No hay puntos de referencia; sé que avanzo sólo si me vuelvo a ver mis pisadas. Me ahoga el blanco de la nieve; los espejismos de la locura me hacen vislumbrar un punto oscuro. Al cabo de cierto tiempo y distancia que no puedo medir, el punto ha crecido hasta transformarse en una cabaña. Más tarde percibo la luz que parpadea en las ventanas sí, fuego. Un refugio que arde qué inútil un incendio secreto. Las llamas lamen la madera como un helado al revés buscando sin saberlo que la nieve las extinga y en pocas horas nada, ni un testigo quede para que nadie sepa nunca dónde ya no hay un refugio. Me acerco a la puerta qué tibia la puerta que humea no como yo de frío sino de calor, calor reposo calor abrigo calor comida calor incendio calor infierno calor muerte. No no puedo abrir necesitan aire, comen aire, ja y yo calor, calor necesito qué joda morir de frío o morir de calor o morir de risa y en todo caso sin nadie y para nada todo es inútil abro esa puerta y dejo que todas tus promesas encerradas me abracen y me abrasen o no mejor me quedo acá inmóvil contra la puerta y escucho el crepitar sin quemarme y casi sin darme cuenta de que el frío me va a matar primero

escribiste en un pedazo de papel madera cuando esa tarde, mientras desayunabas en otro mundo me acerqué a la mesa y por encima de tu hombro te saqué la birome con la que te habías puesto a dibujar y escribí qué tengo que hacer para que de una vez me perdones, qué puedo hacer para traerte de vuelta.

 

(Nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada nada 291 palabras distintas para decir algo tan breve y simple nada podías haber dicho porque Nada era lo que compartíamos, lo que habíamos elegido, lo que nos esperaba; Nada podíamos hacer, Nada queríamos hacer, Nada se iba a conseguir.

Para qué seguir buscando si

Nada

era

suficiente)

 

¿Felicidad? Breve, intensa, vertiginosa y ciega, como la del que salta desde una terraza y en mitad de la caída se alegra porque todavía no. Felicidad ebria de no ser y de olvidarse, o postergarse hasta la inexorable náusea que nos devolvía a lo nuestro.

Nuevas sensaciones, nuevos sentimientos, nuevas evasiones, nuevos desencuentros. Fantasear con la idea de que nos sorprendieran y no me quedara más remedio que jugarme y con amarga sorpresa descubrir que saltar ese abismo no tenía sentido y que Nadie (un no ser de carne y hueso) esperaba del otro lado. Dejar Algo por vos era la única forma de que cambiaras Nada por mí, pero ni yo quería vender ni vos comprar.

Que toda ternura o fidelidad eran inútiles resultó evidente: no sólo las despreciabas, sino que además se habían vuelto extorsivas. Se volcaban sobre vos sedientas de retribución, o al menos de represalia.

Eramos las sombras de los seres queridos, todo lo que quedaba de ellos, y aunque habíamos elegido vidas diferentes no por eso eran menos vacías. La diferencia era que yo había hecho frente a la mía y vos huías. Despistándote en tu propia búsqueda, borrando tus rastros y sin mirar atrás, como una imagen que teme que descubran que no es más que un espejo, que sólo cobra vida cuando alguien se refleja en él, habías venido a devolverme tu parte de mí esperando tal vez a cambio recuperar mi parte de vos, la pieza que faltaba, la última fotografía en que te habías podido reconocer. Porque quizás por momentos, sólo por momentos, habrías preferido simplemente vivir mejor y no más, pero al encontrar una vez más la soledad elegiste una vida incompartible, donde nada hace falta porque nada se espera.

Porque el infierno es eso: a cada ciego, un sordomudo.

 

Sólo ahora, después de tantos años, alcanzo a comprender la violencia de tu partida: la terrible clarividencia que se me negó y te concedieron de saber, entonces, que nunca nada sería igual. Excepto la lluvia, que volvía a anunciar la despedida esa última tarde que me sorprendió llorando la inminencia del adiós bajo frazadas inservibles. Llorando al darme cuenta de que eso también nos distanciaba: hubiera querido producirte el mismo dolor, no para hacerte sufrir sino para que lo entendieras, para que al menos lo compartiéramos, pero no podía.

Tal vez mucho después de que me vestí y me fui, mirando sin ver la lluvia y la luz gris de la calle en la ventana abierta al invierno, también lloraste, porque ya no podía herirte.

Y si más tarde no te encontraron inerte sobre la alfombra y Sombra no te lamió la mano, fue por su instintiva decisión de seguirme, y porque poco tiempo después de llorar o no llorar cerraste la ventana, te abrigaste y bajaste a comprar cigarrillos.

Ah, y porque como oí decir alguna vez, de eso ya no se muere nadie.