Descubro cada día la vida con tus luces
Son
las doce de la noche,
hora
en que la luna hace
un
juego de espejos
para
que la vida se vaya acomodando
a su
capricho,
para
que surja el tiempo en los relojes
sin
el avance de las manecillas
que
mágicamente adormecen luz y espacios.
El tiempo
es nuestro.
No
hay más dolor
sino
saber que tu piel
a veces
se
me escapa.
Todo
huele a simiente
en esta hora,
a sabor
de madreselvas.
La vida
es recuerdo
entre
el bosque de tus muslos
y el
aroma fragante de tu cielo
sobre
las sábanas
pulcras aún
a pesar de tus caricias.
Se escuchan
a lo lejos
sonidos
de carros
maullidos
de gatos sin cadenas;
insectos
nocturnos adornan la oscuridad
como
recuento de segundos de amor
cuando
la lluvia arriba hasta la alcoba
en
homenaje a destellos ya vividos.
Tu piel
es un enjambre de tormentos
y esperanzas.
¿Cómo
he podido amarte
si
no hay más conocimiento
que
tu palabra suave
entre
el barullo de las estaciones?
Toda
la vida ha sido descubierta
con
tu tacto,
tus
ojos,
tus
aromas.
Las
olas del mar se mezclan
inmisericordes
entre
la tersura de tu viento
y el
húmedo sabor anhelante de tus labios
que
me sacian.
Descubro
cada día la vida
con
tus luces
y no
hay augurios de tormenta.
La muerte
no existe.
Mienten
quienes escriben loas por ella
o se
ahogan insaciables en el llanto.
La
muerte es algo más que los ritos
de
ausencia y plañideras;
es
algo inalcanzable
cuando
el sabor a lluvia
inunda
el aire de los días.
Es tan
dulce el aroma de tus labios
que
nunca llegará la muerte.
No es
cierto que se acabe el tiempo;
no
puede haber final de nada
cuando
la luz alumbra el infinito
y en
él anidas tú
fantasma de sorpresas,
visión perenne de presagios
de donde surge el alba
sin recelos;
ahí
estás
siempre
en
espera de la noche
para
que los espejos jueguen
con
nuestra voz
y nuestros
cuerpos
hasta
que inaugure de nuevo la luz
la
madrugada.