|
- Es Periquín. Nació como
todos los niños, muy
pequeñito y todo de color rosa.
Sus padres eran leñadores,
vivían a la entrada del bosque,
lejos de la ciudad. Eran pobres, como
todos los leñadores de los cuentos.
No tenían mucho más que la
pequeña casita que habitaban, un
gato y un burro muy simpático que
se llamaba PUNCHO.
Todos los días iba la mujer con
Puncho a vender la leña a la
ciudad. Al regreso con el poco dinero que
sacaba de la venta, venía haciendo
cuentas y comentándolas con Puncho.
Éste no entendía bien el
castellano, pero como era muy prudente la
escuchaba sin comprenderla. Hay que
reconocer que aunque tenía buenas
condiciones su inteligencia no era
excepcional. En toda su vida no
había podido aprender más
vocabulario que «arre» y
«so», que era el poco castellano
que dominaron sus padres, abuelos,
parientes y amigos, con las que se
arreglaban muy bien para vivir entre los
hombres toda su vida.
|
Cuando nació Periquín fue una
ilusión enorme para sus padres, estaban locos
con él, pero la pobre madre tan aficionada a
echar cuentas, como buena ama de casa, sabiendo el
poco dinero que tenían, un pensamiento la
inquietaba. ¡Cómo podría mantener y
vestir a su niño cuando fuera mayor! Ahora era
tan pequeñín que con un poquito de leche
le bastaba. Vestiditos se le hacían de
cualquier cosa. ¡Si no crecieran los
niños, qué bien!, se decía la
madre.
Al anochecer salía a dar un paseo por el
bosque. Como no tenía vecinos y su marido iba a
cortar leña, hablaba con las flores, los bichos
y todo lo que pensaba lo decía en alto y aunque
creía que no se enteraba nadie alguien
oía sus lamentaciones. Era el Hada de
aquél bosque que decidió escucharla y
atenderla como en otra ocasión cuando
quería un niño con quien hablar. Se lo
concedió y ahora le quería hacer otro
favor.
Aquella noche el Hada quiso ayudarla y mientras
Periquín dormía, entró en su
cuarto muy despacito y le sopló las plantas de
los pies, que es por donde los niños crecen.
Desde entonces Periquín fue un niño al
revés. Su madre se dio cuenta pronto, con ese
afán que tienen las mamás de medir a los
niños. Además se fijó que cada
vez le proporcionaba menos gastos, pues no solamente
no crecía sino que era más
pequeño. ¡Qué niño tan
extraño!, decían lo padres contrariados,
¡pues sí que me va a ayudar cuando sea
grande!, decía el padre.
La madre pronto se acostumbró y estaba bien
contenta al ver que de cualquier trapito le
hacía un traje y con un pocillito de leche se
alimentaba y comprendió que en estos tiempos un
niño así era una ganga.
- En una caja de zapatos le hicieron la
cuna, los pañuelos del padre le
servían de sabanitas. Al año
siguiente fue su cunita una jabonera, el
carrete de hilo resultó una sillita
perfecta. Para Periquín no
hacía falta más que
cambiarle el carrete de sitio cuando era
necesario, y lo mismo que otras madres ven
de día en día crecer a sus
hijos, ésta lo veía
disminuir, tanto que la casa resultaba
desproporcionada para Periquín,
estaban expuestos a pisarlo a cada
momento.
|
|
El gato que era muy renegón podría
comérselo una noche que tuviera hambre. Cuando
la madre estaba cosiendo se le perdía entre los
pliegues de la falda, a veces cerraba la caja de los
hilos sin fijarse que el niño se había
quedado dormido dentro. Cuando se acordaba iba
corriendo a abrirla pero ya el niño estaba
medio asfixiado. Para comer lo sentaban en la mesa,
pero esto también era peligroso, pues ese
niño se ahogaba en un vaso de agua.
A su padre le gustaba llevarle al campo con él,
lo llevaba en un bolsillo y allí iba tan
calentito. Al llegar lo subía a un árbol
y para que no se le perdiera ponía una
señal en él. Periquín entonces se
sentía feliz. Se subía por todas las
ramitas hasta las más altas, saltaba de una a
otra y si tenía frío o sueño, se
metía en los nidos. En principio los pajaritos
protestaban pero les empujaba sin hacerles caso y se
metía en medio.
Pronto aprendió el lenguaje de los
pájaros. Como eran pequeñines, su
mamá les cuidaba, y la pájara maestra
les enseñaba las lecciones. Él se
hacía el dormido y aprendía todo antes
que los pajaritos, pues era muy listo. Cuando se iban
a examinar los ayudaba y por esto le querían
tanto.
La clase de canto le gustaba mucho, lo invitaban a
todos los conciertos y hasta era él quien los
organizaba. Cuando no lo hacían bien, les
levantaba la colita y les daba unos buenos azotes. Se
enfadaban mucho y lo insultaban y le decían que
era un meticón. «Cantamos como
queremos», decían algunos muy mal
educados. «Cada uno en su casa hace lo que le da
la gana». «Tanto venir tú a nuestra
casa, poco nos llevas tú a la tuya».
Es verdad, decía Periquín. Yo no tengo
casa pequeñita como la de ellos. La de mis
padres es tan grandota y con tantos peligros...,
además el gato nos puede comer. No, es
imposible seguir allí. Lo que voy a hacer es
buscarme una casita a la medida. No está bien
que yo viva en un árbol como si fuera un
pájaro; además, como no tengo alas no
podré moverme de aquí, y yo no soy un
bicho, que soy un hombre, bueno un hombre-niño,
pero me construiré una bonita casa en el suelo
como los hombres y la enseñaré a todos
los bichitos y a todos estos pájaros orgullosos
les enseñaré a hacer casitas con
chimenea, para que salga el humo, y los haré ir
a cortar leña como mi padre y en el invierno
hacer lumbre muy grande y calentarnos bien: les
enseñaré muchas cosas que no saben, pero
me tienen que obedecer sin protestar.
Llamó a todos los pajarillos, los hizo formar
en escuadrilla, se subió en el más
gordito y les mandó volar muy despacito y
cerquita del suelo, para ir buscando un sitio bonito
donde construir su casita.
Por en medio del bosque pasaba un río
pequeñito todo bordeado de flores. En cada flor
vivía una mariposa. Como el agua era tan
cristalina se veía el fondo. Con rocas
pequeñitas hechas las casitas, con ramas
formaban escalerillas para subir y hablar con las
mariposas.
Fuera del agua continuaban unas rocas que
también eran pequeñitas, a ellos les
parecía una montaña grandota y en los
huecos de ésta vivían todos los
pequeños animales del bosque; por último
lo que les dejó maravillados fue que
allí mismo sobre las rocas dominando todo aquel
pequeño valle había un verdadero pueblo
con todas las casitas iguales, formando verdaderas
avenidas y calles. Esto que parecía un precioso
pueblo era un campo de setas grandes de las que hay
por el bosque. Pero Periquín que era tan listo
mandó parar a los pájaros,
reconoció las construcciones y enseguida
pensó que con muy poca obra en el interior
quedarían unas casitas perfectas y
decidió que lo mejor sería quedarse a
vivir en aquel poblado de setas con sus amiguitos los
pájaros, pues comprendía que tan
chiquitito como era no podría vivir con sus
padres, y en un milano que pasaba volando casi
transparente metió un beso de despedida para
ellos.
- aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa1938aaaaaaaaaaaaaaa
|