El Viaje Del Robo
_______________________________Rosa Carmen Ángeles.
Cuando casi concluían nuestras vacaciones en Barcelona, mi amiga brasileña Ednilde de Melo y yo nos vimos en la necesidad de abordar el tren que nos conduciría a Madrid. El camino era largo y llegaríamos a nuestro destino a las 6 de la mañana; pasaríamos en Madrid varios días para después tomar el avión que nos llevaría de regreso a Vigo --porque entonces Ednilde y yo vivíamos en Galicia.
Recuerdo que iba yo soñando cosas agradables, cuando de repente un grito que llegó lleno de sobresalto además de espantarme el sueño, la paz y la serenidad, también me erizó los cabellos: "¡Las maletas! ¿Dónde están las maletas?" Se escuchaban veces enloquecidas. Fue hasta entonces que nos dimos cuenta todos los que viajábamos en aquel vagón que habíamos sido robados.
Aunque Edi y yo, por nuestra parte, nos encontramos mudas e inmóviles porque aquella atrocidad parecía obra de algún demiurgo satánico, al poco rato empezamos a buscar a toda prisa nuestras maletas, todavía resistiéndonos a aceptar que nos las habían robado, ya que contenían pasaportes, dinero, tarjetas de crédito, identificaciones, boletos de avión, enseres personales y hasta amenazas de disidencia política. Por otro lado un espectáculo inverosímil y pavoroso se presentaba ante nuestros ojos: ¿Cómo era posible que ninguno de los ocupantes del vagón nos hubiésemos dado cuenta de que nos habían robado? Por ah¡ alguien apuntó que algunos ladrones acostumbraban usar gas para dormir a los pasajeros. Si así fue, ¿cómo es que todos habíamos despertado a las 5 en punto?
Al llegar a Madrid los afectados nos dirigimos a la delegación y, con el cuerpo tembloroso, empezamos a levantar actas que dieran fe de todo lo que habíamos perdido.
Para evitar que nos viéramos en la inminente necesidad de pedir limosna, el jefe de la policía, atusándose los bigotes, nos aconsejó recurrir a nuestras embajadas. Pero como aquel día era domingo y, el día siguiente lunes feriado, tendríamos que esperar hasta el martes para ir a donde se encontraban las embajadas; y mientras tanto, ¿qué íbamos a hacer para subsistir? No teníamos dinero, y ya habíamos perdido nuestro vuelo a Vigo.
En la estación, todos los que habíamos sido robados experimentábamos momentos de llanto y de congoja, mientras nos alimentábamos con arenques que nos dieron a comer gratis en el restaurante por cuenta de la empresa del ferrocarril.
Edi y yo, que carecemos de la preciosa virtud de saber esperar, ese mismo día de nuestra llegada decidimos que todavía era buena hora para ir a buscar el barrio donde se encontraban nuestras embajadas.
Caminábamos y caminábamos, cuando a lo lejos tuve la suerte de divisar los colores patrios y el escudo del país en el que afortunadamente me tocó nacer. Ahí un mexicano flaco, de aspecto tuberculoso y el rostro lleno de arrugas, que se encontraba en esos momentos chupando un cigarro, nos dio la dirección del embajador mexicano.
Edi y yo nos dirigimos a la casa del embajador, quien nos recibió con cara afeitada y una sonrisota que en ese momento me hizo pensar que se trataba de un político bondadoso, pero el que, cuando le contamos abiertamente que nos habían asaltado y no teníamos forma de subsistir en aquel país que, según nosotras, nos resultaba casi desconocido, puso cara de circunstancias, sacó unas pastillas de caramelo y nos las ofreció para después, casi sin pestañear, comunicarnos que la embajada se encontraba en muy graves condiciones económicas, que aquellos eran días festivos, que no había dinero para podernos ayudar, que cuando nosotras entrábamos él ya salía, que estaba casi a punto de acostarse, etc. Llena de ira, recordé todos los impuestos que en mi país había pagado y comencé‚ a ponerme irónica, a dejar entrever que enviaría una carta a Los Pinos con copias fotostáticas a periódicos mexicanos y españoles, contando el poco apoyo que se nos había brindado, y fue en esos momentos cuando el político adoptó una actitud más obsequiosa: organizó una colecta entre sus empleados domésticos para que mi amiga y yo pudiésemos sobrevivir en aquel viaje, y nos prestó por varios días su casa en Aranjuez.
Como el dinero de la colecta no nos iba a durar mucho, Edi y yo telefoneamos a nuestros respectivos maridos, quienes sumamente espantados, nos enviaron un giro para que compráramos los boletos de avión para el regreso a Vigo.
Después de todo, aquella catástrofe se encontró con un buen epilogo: fue así como Edi y yo aprovechamos lo que quedaba de nuestras vacaciones para seguir paseando por Madrid, Madrid, Madrid.