Mujeres Sumisas
_______________________________Rosa Carmen Angeles.
Todavía existen esas mujeres dóciles que piensan que sentir pasión por un hombre es acompañarlo hasta el infierno, venerarlo como si fuese un dios y vivir siempre arrojada de bruces a sus pies como si fuese un gato... bueno, un gato hembra. Pero esta actitud, además de tener visos muy paganos, puede llegar a resulta una audacia bastante peligrosa.
A la sombra de un tipo al que fácilmente podría describirse como un canalla, pero al que ella, obnubilada, consideraba un "gran hombre", la mujer es muy posible que soportara y le buscase sentido a su vida, aunque el tipo a veces, nomás por hacer gimnasia, se la sonara.
Una antigua escala de valores nos hacía creer que las mujeres más sufridas, las que permitían que el marido las manejara como si estuviese moviendo una figurilla de un teatro de marionetas, eran las que más amaban. A las mujeres románticas de hace cincuenta años, los consejos de sus madres les resultaban verdaderamente prácticos y de gran utilidad: "En caso de que te pegue, tápate la cara y grita", les decían a sus hijas. Pero la idea de que la mujer abandonara al marido, esa sí que quedaba totalmente descartada, tal cosa de veras estaba prohibida.
Hay mujeres que según ellas son muy felices, pero la verdad es que toda la vida se la pasan narrando historias horribles escenificadas con sus parejas. Mujeres que, aunque de inteligencia despabilada, no se han podido salir de la Edad Media y siempre andan con la cara tiznada y viviendo entre puertas y ventanas clausuradas: quietas quietas como estatua de jardín porque el marido las tiene bien controladas. Según un gran porcentaje de ellas el marido las ama poco, pero de modo muy bello.
"Hay mujeres que según ellas son muy felices..."
Muchísimas son las mujeres casadas que se la pasan así: con un marido que ha convertido su casa en un feudo, y ella en esclava sometida a completa e ignominiosa sumisión.
Aunque parezca una exageración, desde el momento en que se exige la ridícula primera prueba de amor es cuando la vida se llena de exabruptos, y es a partir de ahí cuando el galán - quien lleno de vanidad siente que flota porque se ha dado cuenta de que "las puede"- va a empezar a retorcerle el pescuezo a su "amada".
Fue en la época en que todo mundo quería ser socialista cuando yo conocí a Irene: una muchacha que agarró fama de loca por el simple pecado de llevar una vida agitada pero muy alegre. Contradiciendo el significado de su nombre (que en griego quiere decir paz), Irene era bullanguera y se daba unas divertidotas... Desgraciadamente para ella, el tipo de diversiones que integraban su carnaval multicolor, era de aquellos que suelen no gustarle mucho a los señores cuando estos pretenden establecer una duradera relación de amor con una mujer. Ya lo decía Sor Juana: "para pretendida Thais,/ y en la posesión, Lucrecia".
Con un cinismo amistoso, Irene había protagonizado escandalosos momentos apasionados: consumía alegremente ron, y le gustaba hacerla de bufona en fiestas para sus cuates. Pero por lo mismo, porque era muy relajienta, de entre todos sus contertulios que la aceptaban como gran compañera de parrandas, ninguno sentía el más mínimo interés de involucrarse sentimentalmente con ella, y mucho menos tomarla en serio. Irene no sabía a ciencia cierta lo que con ella pasaba y constantemente caía despeñada en abigarradas depresiones de desamor. Todo el tiempo se la pasaba haciendo mil conjeturas respecto a su suerte: "Lo más seguro es que jamás me case", acostumbraba concluir la mujer. Hasta que por azares de la suerte, conoció a Juan: un muchacho atarantado pero que tenía fama de ser un buen partido, y quien entre tantas pretensas que lo acechaban para ver a qué horas iba a la tienda por el pan, la eligió a ella para casarse. Irene se sintió salvada. ¡Lotería!
Como Irene honestamente llegó a amar a Juan, se volvió muy recatada en asuntos de amor. En tanto que Juan - quien decía amar a Irene pero no creer en el amor de ella- en asuntos pasionales se volvió un páramo. Por lo mismo, Irene se la pasó todo el tiempo tratando de brindarle pruebas de amor a Juan. Todo lo que Juan pidiese, Irene lo tenía que hacer. "¡Tráeme un jugo!", le gritaba Juan muy altanero; y ahí va Irene corriendo a la cocina a prepararle el jugo. "No planchaste mis vaqueros", se quejaba el esposo exigente, y ah¡ va Irene a buscar la plancha para desarrugarle los vaqueros al marido. Si no lo hacía, volvía Juan a entonar la cantaleta de: "¡A m¡, nadie me quiere!". Y así, Juan se quejaba con cara de gato mojado. La vida de esta pareja parecía una competencia deportiva: él exigiendo chiqueos y tolerancias, y ella otorgándolos, para probarle que su amor era mucho más vasto que su fulgurante pasado.
Si una mujer sumisa, de mirada pavloviana venera al marido que le perdonó sus pecados de juventud, lo más sano es dejarla que siga sufriendo a sus anchas. La mayoría de estas mujeres, cuando encuentran a alguien que les hace ver que esa inmerecida veneración es anacrónica porque no cabe en nuestro agitado mundo moderno, toma a quien le hace ver tal cosas como una persona de honor pervertido. Pero, además, la bárbara sumisa es muy capaz de ir a contarle todo al marido, y ahí sí que nos echamos un enemigo encima.
Sin embargo, no hay por qué suponer que la sumisión es un estilo triste de vida. Hay mujeres que, aunque ya cuenten 40 años, se sienten sumamente contentas de que el marido las ande guiando por la vida y que a cada rato las arroje contra las lozas del pavimento. Si una mujer siente que la vida es estupenda a pesar de vivir toda nerviosa y confundida y desempeñando un papel de pulga al lado de su amado Minotauro; si la actitud de su tirano no le despierta temores, sobresaltos o nostalgia de cosas no experimentadas, que se quede como está... No tiene por qué cambiar de fe. Hay personalidades anémicas que se sienten muy a gusto cuando adoptan actitudes de obediencia ante una personalidad recia.
Pero si una mujer es de voluntad fuerte y no quiere vivir el resto de sus días enferma de gastritis con tanto susto y agitación en su casa, ni loca escogerá el papel de llorosa de procesión, y buscará a un compañero al que cuando le hable no le conteste con un gruñido, ni sea capaz de lanzarle objetos pesados a la cabeza.
Mariola Kwasek
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