Deudas



Deudas

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Cuando empezaron mis problemas financieros, pensé que se trataba de algo pasajero, que esto tenía carácter de transitorio; pero resulta que, desde hace muchos meses, nada más el sol aparece y estoy pensando en cómo arreglar mi situación económica: “Le debo a medio mundo y no tengo dinero. Y cada que empiezo a pagar una deuda, quién sabe cómo contraigo una nueva. ¿No será que no me he dado cuenta y le ha salido un hoyo a mi bolso?” Hay algo que no logro comprender: ¿Por qué siempre que se menciona mi nombre acabo debiéndole a alguien?

Estoy empezando a vivir con miedo, sufriendo el temor de vivir la experiencia fatal de que alguien, en plena vía pública, me insulte y reclame todo lo que le he pedido prestado. Desde hace varios días tengo que salir a la calle casi en la madrugada y con lentes oscuros.

Ya ni quiero abrir los sobres que me trae el correo, ¿para qué? Todos contienen avisos de embargo, notificaciones del jurídico e insultos de gente que me avisa que si no pago pronto me veré metida en un lío grande o en la cárcel. He hablado con todos mis acreedores y ninguno se compadece: don Toño, el carnicero, me anuncia con el rostro severo que no puede seguir esperando; Alvaro el dueño de la verdulería, dice que tampoco; y el zapatero remendón hasta me ha llamado embustera. A todos les pido que aguarden, pero ninguno tiene paciencia. Estoy convencida: no vuelvo a pedir un solo nuevo peso en préstamo; pero aunque lo quisiera, ya nadie me quiere fiar: con tanto que debo, mi futuro no existe y, de existir, tiene que ser un futuro horrible...

Como no quiero ver mi realidad, me tapo la cara con la sábana mientras me repito: “No estoy angustiada, las deudas no existen, la verdad es que soy muy rica”. Pero esto ni yo misma me lo creo, y para no llorar a lágrima viva, me pongo a tararear una canción de... de no se quién, les quedo a deber esta información a mis lectores (he aquí otra deuda más).

Me siento como colgada de un trapecio, suspendida de un hilito, mientras a mi oído salta un pequeño duende que dicta: “No te agobies, no hay nada que pagar. Huye a Francia, parte hacia Toulouse, no pagues nada”. Pero el duende se equivoca, porque ¿qué diablos hago yo en Toulouse, si ni siquiera sé cómo se pronuncia? Dios mío, ¿por qué estaré tan pobre? Ahora sí voy a escribir mis Retales desde la cárcel.

Se me ocurre llamarle a mi amiga Marina; tal vez su compasivo corazón tenga la bondad de prestarme 50 nuevos pesitos para salvar, aunque sea con ellos, la media semana. Pero nada, tinieblas totales; Marina contesta, con voz temblorosa –como si estuviese viviendo en una tempestad-, que la andan persiguiendo varios aboneros y el próximo sábado le embargan el refri.

¡Ay, Dinero! ¿Por qué no llegas?, te he esperado tanto, así como espera el padre al hijo pródigo y el hijo pródigo los regalos del padre. Los cielos van a estar abiertos para mí el día en que tú llegues.

Creo que estoy adelgazando, pero prefiero omitir la tarea de revisar mi peso en kilos, así como mi saldo bancario.

Con papel y lápiz, empiezo a planear una estrategia: como no tengo ahorros, comienzo por medir los ingreso que percibo –que son muy pocos- para después escribir: “Tengo que impartir más clases a fin de lograr pagarle al zapatero y a todos aquellos que ladran y quieren meterme al bote”. Pero me doy cuenta que estoy soñando: como está la situación es muy difícil que consiga clases extras. ¿Por qué se me ocurrió ser profesora de literatura?

Hago un recuento de los valores que poseo: “la pulsera de oro que me regalaron mis padres cuando cumplí 15 años: esa no porque ya está en el Montepío; la medallita que me regaló mi madrina Chata el día de mi bautizo; tampoco porque se la vendí a Laura. Las monedas de oro que fueron de mis abuelos: se las gastó mi prima Marta un día en que también estaba desesperada. Aretes, no; anillos, no; la plancha, tampoco porque está achicharrada. ¡Aaaay! Digo en Esperanto.

Comienzo a establecer un límite diario de gastos: salir de casa exclusivamente con la cantidad exacta para el pesero; y si se me antoja una gordita de chicharrón, me aguanto. Para no desperdiciar energía eléctrica leer con ayuda de una veladora. Para ahorrar gas, bañarme con agua helada. La señora que arregla la casa y lava la ropa se tendrá que ir: la casa que se caiga de sucia y la ropa que se rebane de mugre. El cajero automático, ni pensarlo; en mi cuenta no quedan más que 5 nuevos pesos. Las tarjetas de crédito ya hace tiempo que les metí tijera: las he hecho pedazos.

He pensado en que sería sensato pedir un crédito bancario a largo plazo a fin de pagarles a todos mis acreedores. Pero nada más de ver cómo andan las tasa de interés... Ya me están dando ganas de unirme a los de El Barzón para que me ayuden a no pagar los créditos que me cobra el carnicero.

Averiguo las finanzas de mis demás amigas para ver si me hago la loca y llego a comer a casa de alguna –al fin que qué me importa que digan que soy gorrona-, pero la de ellas es exactamente la misma: todas se están cayendo de pobres. Como no soy la única que anda con problemas financieros, quién sabe por qué, pero me siento reconfortada. Nos citamos en mi casa a tomar café, sin azúcar ni galletas, y nos ponemos a llorar juntas nuestra desgracia. Suspiramos y lanzamos buenos deseos, entre los cuales están que nuestra situación, y la del país, mejore para, en días futuros, volver tranquilamente a sentarnos en algún restaurante a comer un buen trozo de churrasco sin ninguna angustia de deudas.

Rosa Carmen Ángeles

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