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La Casa Embrujada

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

La familia de mi madre vivía en una casa muy grande en la calle Bravo, allá en Tepic, y ella y sus hermanas cuentan que cuando eran chicas hubo una temporada en la que por las noches escuchaban que en la sala se arrastraban sillones, jalaban sillas o tiraban canicas; y que cuando mi abuela se levantaba para ver quién andaba alborotando por entre los muebles, no veía nadie y todo estaba en su lugar. La familia, que estaba constituida, además de mis abuelos, por ocho mujeres y un solo hijo, continuó escuchando ruidos. Y aunque mi abuela no quería hacer caso y pensaba que en todo esto mucho tenían que ver ecos o ruidos concentrados, se comenzó a preocupar de veras cuando varias de sus hijas se empezaron a quejar de que sentían que de repente alguien se les sentaba en la orilla de la cama, o de que un bulto se acostaba encima de ellas y no las dejaba que se movieran: "A ver, ¿cómo está eso de que alguien se les acuesta encima y no las deja que se muevan?", preguntaba mi abuela con voz entre preocupada y maliciosa, mientras ellas explicaban que sí, que una sombra se les aparecía como en un sueño, se les ponía encima y no podían ni gritar ni levantarse. Mi abuela, quien temía que su marido malinterpretara todo aquello, acalló comentarios y decidió ir a consultar a una bruja.

La bruja le dijo a mi abuela que a lo mejor se trataba de un muerto que les quería dar un mensaje o indicar algo (mi abuela estuvo a punto de oír "masaje" en vez de "mensaje"); pero la mamá de mi mamá , quien en ese entonces casi se convertía en atea, se asustó mucho; y cuando lo comentó con su hermana Emma, ésta le aconsejó que no creyera nada de lo que la bruja le decía, que esos sos de las muchachas eran flaquezas propias de la carne, lascivias de juventud que se curarían con duchas de agua fría todos los días.

No obstante, mi tía Leonor, aunque siempre trató de serenarse, era la que más sentía que se le subía el muerto, además con tanto baño de agua helada empezó a padecer de resfriados, pero ni aún así logró que la sombra la dejara en paz. Posteriormente mi tía Chepina, que de todas las hermanas era la más neurótica, decía que antes de acostarse veía algo rojo que no se distinguía bien, pero que caminaba en un rincón del comedor. Entonces las mujeres de la familia pensaron que se trataba de una luciérnaga que no hallaba cómo salirse de ahí o de un bicho parecido. Según Chepina, la sombra le señalaba hacia el cielo, y eso ya era cosa de pensarse. Pero esto sólo le sucedió a ella, a ninguna más; a las otras hermanas sólo se les sentaban al lado o se les acostaban encima. Durante mucho tiempo fue lo mismo y a veces hasta peor, pero como nadie les hacía caso, las muchachas llegaron a acostumbrarse y a mirar todo como parte de la vida cotidiana, ya ni miedo tenían. Hasta que un día mi abuela sintió también como que se le subían encima y además que alguien le encajaba las uñas de la manera más hiriente. Entonces, además de arder de indignación, comenzó a preocuparse al cuadrado y a pensar que lo que le había dicho la bruja era cierto: tal vez había un muerto que les quería indicar el lugar donde estaba enterrado un tesoro.

Un día aconteció una desgracia: una noche en la que todo mundo estaba dormido, en el rincón donde Chepina veía la luz empezó un incendio, de ahí se desprendió un pedazo de viga, se quemó un gobelino y en la pared se abrió un boquete enorme. Curiosamente (o quizá debí escribir "por supuesto", etc.) nadie supo como se originó el fuego. Y aunque a la mañana siguiente todo mundo quedó seguro de que se trataba de una cosa del otro mundo, Emma la hermana de mi abuela, a pesar de que un hecho sobrenatural se escenificaba ante sus ojos con pelos y señales (bueno, sin pelos pero sí con señales), se siguió carcajeando y dijo que esas eran puras supersticiones. El albañil que luego llegó para arreglar los daños y que tenía un conocimiento (tipo chisme) general de la historia de los moradores de la calle Bravo, para tranquilizar a mi abuela le dijo que muchos años antes de que la familia adquiriera esa casa, había muerto allí un hombre propenso a las curiosidades insanas y de carácter enamoradizo que además había tenido en vida antecedentes piromaniacos (el albañil no dijo piromaniacos sino "gusto por quemarlo todo"), pero que no se preocupara, que el fantasma ya se había ido, porque a últimas fechas se le había visto paseando en un Ford destartalado y cortejando a las alumnas de una academia comercial. Al escuchar semejante historia mi abuela se puso pálida, y sintiendo que todo aquello era horripilante tuvo el impulso de mandar exorcizar la casa. Pero otra vez su hermana Emma con actitud muy pedante volvió a meter su cuchara y a decretar que esas eran tonterías. Después se dio un periodo en el que nada más sucedió, y así durante mucho tiempo no hubo espantos.

Mi tío, que heredó la casa de la calle Bravo, nos llegó a platicar que, estando acostado en su cama leyendo una revista, volteó hacia la mecedora y vio que Emma la hermana de mi abuelita, estaba mirándolo con ojos muy asustados y que además tenía la boca entreabierta, como había sido siempre su costumbre -para ese entonces tal hermana de mi abuela ya pertenecía a otro mundo, había fallecido tres años atrás, perdón por la distracción. Entonces mi tío en ese momento sintió pánico y se tapó la cara con una colcha; cuando se animó a destaparse, la tía fantasma había desaparecido, como cualquier fantasma de película de espantos.

A una muchacha que le ayudaba a mi tío a limpiar la casa, cada que contaba esta historia se le estremecían las orejas. Decía que un día, estando ella cocinando arroz, de repente sintió que alguien se encontraba a su lado, y que cuando volvió la cara vio a una mujer que le decía: "No le eches tanta sal", y que del susto tiró la cazuela que traía en las manos y se echó a correr. Cuando la muchacha dio detalles de como era la mujer que le había hablado, todo mundo supo que se trataba de Emma. En esa ocasión mi tío consultó a una cartomanciana para ver qué era lo que estaba pasando. La adivina le dijo que se trataba del espíritu de la hermana de mi abuela, la cual andaba penando por haber sido siempre una incrédula. Para que el alma de la tía descansara en paz, la familia mandó que le hicieran misas, pero no sirvió de nada; mi tía abuela vive ahí como eternizada: apareciéndose y dando vueltas por la casa, como si fuera un personaje de García Márquez. Y aunque ya nadie quiere visitar a mi tío, creo que él ya se acostumbró.

Rosa Carmen Ángeles

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