Doña Meche, La De Las Quesadillas
_______________________________Rosa Carmen Ángeles.
Doña Meche era una señora bastante obesa y estaba tan gorda que tenía un cuerpo como de hombre, pero de un hombre que ha dedicado toda su vida al recio trabajo de machetero. A pesar de su aspecto rudo, vendía unas quesadillas de papa riquísimas; y cuando mi hermana y yo éramos chicas, mi mamá nos daba un peso para que fuéramos a comprarle.
Algunas personas, en vez de llamarla Meche, Mechita o Mercedes, a la vendedora de quesadillas, le llamaban simplemente La Mechuda. Una al verla, por sus facciones, podía leer la historia completa de todas las tribus prehispánicas, lo cual desde luego, no era ningún defecto, sino que impresionaba a nuestra mente infantil.
La Mechuda vivía maritalmente con un tal Felipito, quien era muchísimos años menor que ella, pero quien también impactaba por ser una magnífica persona. Y aunque unas cuantas viejas tontas y desocupadas chismeaban que Felipe era un golfillo que vivía a costillas de Mechita, la realidad consistía en que Felipe estaba enamorado de veras.
Mechita conoció a Felipe cuando éste acababa de terminar la preparatoria y a ella, por su parte, la había recién abandonado un marido que la dejó por irse, vieja y común historia, a vivir con otra. Como ambos estaban muy pobres, sólo pudieron habitar en un cuartucho de vecindad que estaba por San Simón.
Como Felipe decidió continuar con sus estudios y no hallaba trabajo para sostenerlos, Mechita no se sintió explotada por tener que mantenerlo y comprarle sus libros; antes al contrario, como que se creía destinada a amar a Felipito y a protegerlo de catástrofes económicas. A la hora en que mi mamá nos llevaba a la escuela, yo veía como Mechita salía muy temprano de su casa a comprar leche y pan para darle de desayunar a su Felipe. Yo creo que esa relación hacía muy feliz a la señora, porque durante mucho tiempo la vi que caminaba a brinquitos y bajaba las escaleras a saltos, como colegiala.
Con el tiempo, doña Meche y su marido-hijo entraron a una mejoría económica porque a ella se le ocurrió, para poder sobrevivir y proveerse de cuanto les hacía falta, comprar un brasero y entrarle a la venta de quesadillas, gorditas de chicharrón y otras fritangas allí mero en el zaguán de la vecindad donde vivían. Y ya con el tiempo también ofreció pambazos, tamales y pozole. En cuanto a Felipe, éste contribuía generosamente a encender el brasero.
A mí, como niña que, inevitablemente, entonces era, lo que más me impresionaba de doña Meche venía a ser su bigote tieso y medio encanecido, y en cuanto mi hermana, que ya estaba graduada de chamaca burlista, a ella le parecía que Mechita, de tan fea, estaba lista para que la contrataran para hacer una película de luchadores. Según Ana Lilia, Mechita podría salir disfrazada de león para destrozar al Enmascarado de Plata.
Entre paréntesis, doña Meche recogió a un perro callejero al que quiso con todas sus entrañas: lo veía como hijo suyo y, a veces, cuando estaba cerca Felipito, Mechita cargaba al amigable animal y lo animaba: "Anda, dale un besito a tu papi", con lo que el perro zalamero se sentía autorizado a llenar de babas toda la cara de su postizo papá .
Como ya dije, al puesto de doña Meche acudíamos con frecuencia mi hermana y yo a comprar quesadillas o tamales, y allí se escenificó un incidente: resulta que el sastre del barrio, un señor que nunca supe cómo se llamaba, tuvo la ocurrencia de aconsejarle a Felipito, en un momento en que no estaba la vendedora de quesadillas, ni había nadie junto a él (bueno, estaba yo, pero como entonces estaba chica, para ellos yo y nadie era lo mismo), que aquella señora no estaba bien para que fuese la compañera de su vida, que no le convenía, que la de ellos se trataba de una pasión suicida, que él merecía algo mejor... Y cuando el sastre se dio cuenta de que yo había dejado de comerme el tamal que acababa de comprar y que había decidido ponerle mucha atención a la plática, sin pensarlo demasiado metió la mano a la bolsa del pantalón y me dijo: "¿No te gustan los dulces? Toma este peso, no le digas nada a nadie, y gástatelo en dulces", lo cual resultó una pésima táctica, porque a pesar del peso yo tuve la ocurrencia de irme directo a contárselo todo a doña Meche. Aunque al principio ella me escuchaba desconfiada, pues creía que yo era una mentirosa, tanto fue lo que le conté que a la media hora estaba ella que no podía dominar la respiración: en pocas y efímeras palabras, se puso en el umbral de la histeria. Y un día en que se le presentó el sastre, la rencorosa señora estuvo a punto de fulminarlo, además de que ya no quiso nunca más volver a venderle ni quesadillas, ni pambazos, ni gorditas de chicharrón... que se muriera de hambre.
El día en que Felipito se graduó de médico, La Mechuda tuvo el ingenuo gusto de asistir al baile de su pareja: queriendo quedar bien y estar a la moda, ese día le dio un cambio a su figura andrajosa y lució, orgullosísima, un vestido corto de seda color violeta, de esos que se veían mucho allá por los años sesenta, pero que desentonaba con su edad y con su cuerpo obeso, además de hacerla verse mucho muy extravagante. Me imagino que Felipe, el día de la fiesta, fue el platillo principal que saborearon sus compañeros. Médicos antropófagos.
Se veía que Felipe se acongojaba porque doña Meche no era bien aceptada; sobre todo porque se le hacía que ya no podía remediarlo. Estaba involucradísimo con La Mechuda y, por más que deshilvanaba el asunto, no hallaba como terminar con la relación; de manera que me imagino que Felipe llegó a creer que la vida tendría que continuar así, perpetuamente, como si fuera un fenómeno atmosférico. Y es que doña Meche era muy buena compañera y no había razón humana para dejarla.
Pero aconteció un día lo que tenía que suceder: Felipito tuvo que hacer su servicio social en Mexicali (ojo Rommel, dije en Mexicali) y hubo de separarse de La Mechuda y del carismático perro.
Es de imaginarse que para doña Meche fue un golpe mortal: su relación de amor se desvencijaba por culpa del servicio social, exigencia ésta cuya necesidad no entendía, y ni ganas de entenderla.
Se fue Felipe y doña Meche dejó sonar las trompetas del juicio final. Descuidó al perro -cuya vida terminó machucada por un vehículo un día en que se puso a ladrarle a los carros. Y doña Mercedes, dicen que en su desesperación, tuvo la teatral idea de subirse hasta el campanario de la iglesia de su natal Tulancingo para desde ahí lanzarse al vacío. Otros dicen que encontraron su cuerpo en el canal del desagüe, yo nunca supe qué‚ pasó con ella; la perdí de vista. Lo que sí supe es que como era de esperarse, Felipito se sintió solo en aquel frío punto norteño. Y como las mujeres de por esos rumbos son muy guapas y además tienen la costumbre de perseguir a los hombres hasta por debajo de las alfombras, Felipe, ya en edad de contraer matrimonio, pues...