Marcelo era tan simpático 
como el Mefistófeles 
de Goethe...'



Enamorada De Una Momia

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Siempre pensé que era caer en el absurdo andar con un hombre mucho mayor que yo: “¿Andar con un viejito al que se lo están comiendo las polillas? Ni que me faltara un tornillo”. Me decía a mí misma. Pero más me valía haberme quedado callada.

Hace algunos años a Bety, mi gran amiga de infancia, la volvió loca de remate un individuo entrado en años al que no le quedaban muchos dientes y al que de tan viejo se le movían los cachetes como un flan.

A pesar de su cara inocentona, Bety había dado pruebas de ingenio desde muy chica, y cuando cumplió 20 años podía decirse que le aguardaba un futuro glorioso respecto a hombres casaderos: a cuanto muchacho conocía le daba vuelo, y por lo mismo el teléfono de su casa se encontraba siempre congestionado. Me acuerdo que hasta solía ponerse melindrosa: “Quiero un hombre de negocios, guapo, simpático, afortunado, que tenga una casa en Hawai, otra en Egipto, que me compre una limusina, que me compre...” En una palabra lo que Bety quería era un tonto. Yo calculo que antes de casarse con aquel anciano Bety tuvo como 30 novios “formales”. Y aunque en el fondo yo la admiraba, por no dejar le daba consejos: “No está bien que le des cuerda a los muchachos, te van a tachar de loca licenciosa, no está bien que...”, pero Bety me respondía: “Estoy empezando a creer que te estás quedando tarada”.

Cuando Bety se enredó con aquel anciano de corazón fatigado se veía contentísima, como que algo definitivo estaba pasando en su vida; aunque al pobre viejo se le empezó a ver desmejorado, sus energías parecían haberse paralizado ya que Bety lo obligaba a vestirse como ella quería, a comer lo que a ella se le antojaba y a servirle de criado gratis; cosas que a ella le hacían infinitamente feliz, aunque él fuese digno de lástima. Estoy segura que en aquella relación si alguien la hizo de Pigmalión, en cuanto a nuevas costumbres, esa fue Beatriz.

A veces en son de burla, le sugería: “¿Por qué no te vas a un asilo? Ahí podrías encontrar un partido mucho más interesante que el que ahora tienes”. Pero a poco tiempo me empecé a sentir envidiosa: “ha de ser maravilloso andar con alguien que haga todo lo que a una se le venga en gana”, pensaba, y estos pensamientos fueron los que hicieron que me encaminara hacia Marcelo.

A Marcelo lo conocí en el consultorio del homeópata, en una época en que estaba peleadísima con un cuate –nada más cuatro años más grande que yo— que había sido mi novio durante años. Marcelo era muy apuesto, aunque pasaba de los cuarenta. Cuando me tocó entrar con el médico, me pidió mi número de teléfono y me dijo que me llamaría algún día. Pero ese día fue el siguiente. A las siete de la mañana el teléfono estaba sonando porque Marcelo quería invitarme a salir por la tarde. Acepté por curiosidad, y como no la pasé mal decidí seguir saliendo. Marcelo era tan simpático como el Mefistófeles de Goethe; sus chistes me mantenían con la boca abierta: me mataba de la risa y me hacía resucitar al tercer día. Claro que estaba segura de que pasaba de los 40: tenía 52.

El día en que mi madre se enteró que andaba yo dando los mismos pasos que Bety, con voz trémula trató de persuadirme: “Ahora sí te pasaste de la raya. Ese señor te lleva con 32 años, está más grande que tu padre y yo”. “Ave María Purísima. ¿Qué hace esta muchacha con un hombre que ya casi tiene una pata en el otro mundo?”, comentaba mi abuela, olvidándose que yo había abueleado –-ella había sido la tercera esposa de un hombre que le llevaba un titipuchal de años.

Para alejar a Jorge de mi vida, mi madre comenzó a poner las cosas difíciles: “Si llama a Rosa Carmen el señor divorciado que le lleva con 32 años, díganle que no está”. Y así pasaban días y Marcelo no tenía manera de localizarme, hasta que mi madre y yo tuvimos un pleitazo: “Ni modo, no nos quedará de otra más que verte casada con una momia”, me dijo.

En aquella época creía que Marcelo era el verdadero _”príncipe azul”: en él creía, a él amaba, y a él lo hice objeto de mi predilección; sentía que todo aquello era un romance en tecnicolor, aunque también que tenía que andarme con tiento porque era mañosísimo: cuando sospechaba que estaba a punto de cortarlo, se desaparecía por días, y ya que calculaba que estaría angustiada y expectante, volvía a buscarme para invitarme a salir; y yo aceptaba entusiasmada.

Y aunque el amor nublaba mi cerebro, tuvieron que surgir problemas: Marcelo hervía de celos cuando veía que me gustaba reírme a carcajadas y bailar con muchachos: me hacía unos tangos, que hasta llegué a llamarlo Marcelo Gardel. Cuando era bueno Marcelo era mi mejoral; pero cuando se ponía pesado, mi purga.

Cuando supe que una de las hijas de Marcelo –varios años mayor que yo— esperaba un hijo y sospeché que aquel niño me “honraría” con el epíteto de abuelita, recibí una descarga de prudencia con la que me sacudí el amor, y pensé que lo más sano era que cada quien siguiese serenamente su camino. Entonces, si Marcelo iba por mí a la facultad, me escondía yo y le pedía a mis amigas que le dijeran que me había ido. Ya al salir a la calle miraba con sigilo hacia todos lados para ver si no venía. Pero como Marcelo echaba los bofes de tanto perseguirme y a sus años no estaba como para andar perdiendo el tiempo, fue cuando me propuso una vida apacible juntos y boberías de ese tipo que suelen decir los hombres para rendirnos (quién sabe por que éstos piensan que casándose con nosotras nos hacen el gran favor; más bien nos meten en un gran problema). Y entonces sucedió que por intuición divina se me ocurrió decirle: “Está bien, ya que has tocado el punto del matrimonio, ha llegado la hora de hablar claro...” Y me puse a decirle que me encantaba hacer hechizos prehispánicos y brujerías con sapos verdes... Y como esas declaraciones no hay diablo que las resista, Marcelo puso cara de que un rayo lo había alcanzado; salió corriendo y murmurando palabras de conjuro.

Rosa Carmen Ángeles

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