'Ni modo de dejar que se mojara 
esa pobre anciana 
que está tocando 
la puertas del infierno'



Una Vecina Comodina

_______________________________Rosa Carmen Ángeles.

Un día en que, para variar, estaba descompuesto el elevador del edificio donde vivo, al bajar las escaleras perdí el equilibrio y resbalé abruptamente; y una vecina quien, a pesar de lo cómico del espectáculo, pudo contener la risa, me ayudó a levantarme y así fue como conocí a Elba, quien luego se hizo mi amiga.

Después de aquel encuentro, mi amiga vecina comenzó a visitarme con frecuencia: me regalaba mermelada de duraznos que ella misma preparaba y que le quedaba sabrosísima, servilletas que ella misma bordaba o riquísimos pasteles que le llegaban de Viena... esquina con no sé cuál calle. Con mi vecina pasé, también, largas horas de alegre palique y me enteré, así, de todos los enredos que se vivían en el vecindario. Esos eran los momentos en que me parecía que la de Elba llegaría a ser una amistad verdadera, hasta que me di cuenta que con ella estaba perdiendo demasiado tiempo, dinero o ambas cosas (de lo último se encargaba de avisarme mensualmente el banco). Porque aunque procuré siempre no ser descortés y corresponder a sus atenciones, ella aprovechó la amistad y cada momento libre que tenía, lo mataba (literalmente lo asesinaba) yéndome a visitar y contándome chismes y vendiéndome chucherías, pidiéndome dinero prestado u objetos que después me devolvía deteriorados o a los cuales no volvía yo a ver nunca.

Abusando de mi espíritu fraternal, primero me pidió prestada una plancha para posteriormente decir que el aparato había hecho corto: me lo regresó carbonizado; después, aludiendo a la amistad, me pidió dinero que según ella me pagaría el día en que recibiera la herencia de una tía rica que se encontraba moribunda; en otra ocasión, en que estaba vendiendo boletos para hacer de su sobrina reina de la primavera, me obligó a comprarle una docena, y un día en que una prima mía que hizo un viaje a Francia (ahora sí no hubo esquina) y me trajo varios paquetes de cigarros gitanos –esos que de tan fuertes parece que explotan en la garganta cuando uno los prueba- a Elba se le antojaron y también se los llevó. El caso es que Elba me llenaba la casa de porquerías y a la suya se llevaba todo lo que yo necesitaba.

Anhelaba verme libre de aquella mujer, a la que de buena gana hubiese querido o haber visto jamás de los jamases. Y de buena gana le habría dicho: “Encajosa, para tu infinita desgracia, ya no tengo nada más que prestarte, porque todo te lo has llevado”. Esto, mientras trataba de planchar mi ropa a sentones y me fumaba un cigarro que hice con los boletos de la reina de la primavera.

Un día en que me encontraba verdaderamente enojada –tanto que hasta respiraba con dificultad-, se me va apareciendo Elba en el vano de mi puerta con cara sumamente amistosa para pedirme prestada mi computadora. Llena de furor, de plano le dije que no era yo su madrina, que se había equivocado de puerta y, además, que no estaba dispuesta a seguir tolerando sus teatrales chantajes de amistad. Y aunque con lágrimas en los ojos persistió en rogarme y siguió implorando que le prestase mi computadora me vi forzada a decirle que esos aparatos no se prestan sin que algo le suceda a la economía del país. Al ver que no estaba dispuesta a ceder, se largó muy enojada y después anduvo chismeando entre los vecinos que era yo una mezquina egoísta, intolerante, colérica, biliosa e indigna de ser mexicana. Hasta la fecha no sé a santo de qué manejaba este último argumento, sobre todo porque bien sabe que a mí me encantan las gorditas de chicharrón con mucha salsa. Y aunque al principio me dolió la fama que estaba yo agarrando, la tranquilidad me volvió al cuerpo y pude seguir viviendo en perfecta y larga soledad.

Mas sucedió que un día mi amiga Marina y yo salimos al supermercado muy contentas y que nos encontramos con Elba, quien andaba también de compras acompañada de su mamá. Se veía enflaquecida y con el rostro amarillo, como si ya no hubiese quién le prestara mis cosas, ni le arreglara sus problemas financieros. Pero en vista de que en ese momento ya me detestaba con todo el corazón, se hizo como que no nos vio. O al menos eso supuse. ¡Qué le vamos a hacer! Tanto peor para ella y tanto mejor para mí. Marina y yo, ya estábamos en la caja cuando nos dimos cuenta de que había empezado a llover; y entonces se me ocurrió comprar un paraguas exclusivamente para esa ocasión. A la salida, le dije a Marina que se pusiera lista para abrir la sombrilla y por eso se la puse en las manos. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, que se aparece Elba a saludarnos llena de empalagosa dulzura –se le olvidó que me odiaba y que estábamos peleadísimas-, lamentándose que lloviera de esa forma, ya que su mamá era muy propensa a la bronquitis y que agradecía a la fortuna encontrarnos a nosotras. Y así, dijo un montón de cosas que a mí me resultaron de poco interés hasta que llegó a sugerir que las cuatro deberíamos usar el pobre paraguas de a diez pesos que acababa yo de comprar. En ese momento, como pude me acerqué a Marina y le dije: “A ver qué hacemos. Pero yo no me voy con ella”. Pero con gran sorpresa mía, vi y oí cómo Marina arreglaba el problema diciendo: “Llévense ustedes la sombrilla, por nosotras no se preocupen, gozamos de buena salud”. Me quedé convertida en estatua, pero con los ojos bien abiertos. Y cuando Marina hizo ademán de entregarlo, yo lo agarré con ambas manos, y aunque las tres luchaban por quitármelo, yo me encontraba prendida a él para impedir que Elba se lo llevara. Todo así hasta que Elba me lo arrebató empleando para ello un manazo, y la encajosa se marchó llena de júbilo por esas calles de Dios acompañada de su madre.

Marina se volvió para decirme: “Ni modo de dejar que se mojara esa pobre anciana que está tocando la puertas del infierno”.

Rosa Carmen Ángeles

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