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MI HERMANA

_______________________________Rosa Carmen Angeles.

Mi hermana Ana Lilia y yo, aunque somos parientes, en todos aspectos nos vemos completamente distintas: mi hermana es blanca como un cisne blanco, y yo estoy bastante prietuzca, como un pato negro; yo tengo el cabello rizado, y el de mi hermana de tan lacio parece como si siempre le cayera encima un aguacero; mi hermana tiene buena pierna, y yo soy flaca como una tabla. Lo único que ambas tenemos en común es el apellido. A veces sucede que las dos coincidimos en el espejo y mi hermana entra en sospechas: "No serás hija del carbonero?", me dice. A pesar de ser tremendamente diferentes, a mi madre, cuando éramos niñas, le daba por vestirnos iguales, nunca faltó quien nos hiciera burla: "Se parecen a Pili y Mili", comentaban, y nosotras llorábamos. No quiero ni pensar que habría sido de nuestra existencia si ya de grandes hubiésemos continuado con las mismas manías de mi madre a la hora de vestirnos.

Mi hermana siempre ha sido muy hábil para tratar a la gente: canta, baila, toca órgano, flauta y guitarra, cuenta chistes y a todo mundo le cae muy bien; en la infancia de Ana Lilia sus maestros la consideraban una niña llena de cortesía y atildado decoro. Mientras que sus compañeras de clase la encontraban tan deschavetada y catastrófica y, por lo mismo, tan digna de amistad.

Siempre que Ana Lilia abría la boca, levantaba polvaredas y nubes negras de langosta; ella, una vez, fue culpable de que la panadería La Telera cerrara sus puertas al público de la manera más ridícula. Todo sucedió un día en que una niña Estercita, quien era mitad mexicana y mitad tonta, se estaba comiendo alegremente una empanada; cuando nos acercamos a ella para saludarla, de la manera más gentil Estercita nos invitó de su pan: "No quieden", dijo con su voz de niña consentida y con una sonrisa fascinadora. Como respuesta, a mi hermana se le ocurrió comentar: " No, gracias. A mí ese pan que tú comes me repugna. Allí donde tu mamá lo compra, las empanadas siempre tienen sabor como a pomada de La Campana". Estercita se quedó gélida, frunció la cara, se sacó el pan de la boca y empezó a escupir; posteriormente, parece que Ester, quien debido a las palabras de Ana Lilia le agarró mucho asco a los bizcochos, le comentó a su familia y amigos que en La Telera en vez de crema a las empanadas le untaban pomada de La Campana y al poco tiempo la panadería fue perdiendo clientela hasta que tuvo que cerrar.

En otra ocasión, un día domingo en que mi papá se estaba desayunando muy tranquilo un café con leche y unos bisquets, en el instante justo en que le estaba dando un trago al café, a Ana Lilia se le ocurrió opinar: "No sé por qué te gusta tanto el café con leche. Sabe a pomada para los callos". En ese momento, mi padre regó casi todo el líquido por la boca y corrió al baño a vomitar. Durante mucho tiempo le dejó de gustar el café con leche.

También, a un terrible maestro -era bastante exigente- que daba clases de historia en la secundaria y que caminaba muy erguido y almidonado a mi hermana se le ocurrió bautizarlo con el apodo de Juan Derecho; desde entonces, y hasta la fecha, al pobre señor las nuevas generaciones de alumnos, le siguen aplicando el sobrenombre de Juan Derecho.

Ana Lilia era muy lista: en la escuela, cuando era temporada de vacunas, mientras que a m¡ se me ocurría evadir el doloroso problema del piquete echándome a correr por el patio o pateando a los que querían aplicármelas, mi hermana lo resolvía todo desmayándose o fingiendo un conato de apendicitis.

En la etapa infantil mi hermana, a la hora de los pleitos, siempre era la víctima y yo la villana; si mi mamá se salía de sus cabales y decidía que lo que necesitábamos para enderezar nuestra conducta era una buena tunda, a la hora en que a Ana Lilia le tocaba el turno de los cinturonazos comenzaba a gritar: "Me está dando un síncope. Ya déjame, ¿qué no ves que me est dando un síncope?". Y mi mamá, ya toda asustada, soltaba el cuero y la comenzaba a frotar con alcohol.

Mi hermana siempre ha tenido espíritu de estratega. Primero, durante muchos años fingió que no sabía articular palabra. Con esta táctica conseguía que nadie la culpara de nada. "Ella no pudo haber hecho esto y esto otro, porque Ana Lilia ni siquiera sabe hablar", decía con mucha frecuencia mi madre. Y ya para cuando se supo que ya había aprendido a hablar, adoptó otra táctica: me mandaba a m¡ de exploradora; si, por ejemplo, calculaba que pedir algo le iba a producir un castigo, me animaba para que fuera yo la que inquiriera al respecto. "Pídele pistaches a mi mamá, a ver si te da", me animaba. Y ahí va Rosa Carmen, a pedirle pistaches a mi mamá. Si me los daba, entonces entraba Ana Lilia y le decía: "¿A mi también me das, mami?" Pero si mi mamá se enojaba por la petición, entonces Ana Lilia no decía nada, absolutamente nada; y se iba a jugar con sus muñecas.

Ahora, mi hermana es una mamá feliz que reside en el extranjero; en Canadá, para ser más exactos. Pero aparte de ser una mamá regordeta y contenta, se desempeña también como alta empleada de una universidad, donde no hay canadiense que maneje mejor las computadoras que ella. Le entra a todos lo concursos que puede y casi siempre se saca los premios. El último que se sacó fue un Corvette que maneja a cien por hora. Eso hace ahora mi hermana, en tanto que yo sufro penurias dando clases de literatura y viendo quién puede pagarme más.

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